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Encuentro bajo la luna de octubre

Encuentro bajo la luna de octubre

Foto en blanco y negro. Un campo nocturno al lado de un camino de tierra. Al fondo se ve una casa.
Thorvald Gehrman, Wikmanshyttan, 1896

Encuentro bajo la luna de octubre

Todo ocurrió a finales de octubre, a mediados de los noventa. Hace ya muchos años de aquello, pero todavía logro recordar algunos de los detalles que me llevaron por la carretera con aquel Ford Granada de color gris. Iba camino a Zamora (o eso creía), pero en algún lugar incierto de la planicie castellana, después de haber pasado algunos pueblos cuyos nombres no llegué a descubrir, el motor del coche quedó silenciado. Sin ninguna razón aparente y con una casuística impropia de las averías convencionales, el coche deambuló silencioso, con el motor enmudecido y las luces ciegas. Ni siquiera llegué a frenar, pues aunque ya era de noche, la fuerte luna del firmamento permitía distinguir el camino que tenía delante. Hacía unos minutos me había apartado de una carretera asfaltada y ahora deambulaba perdido en una travesía de tierra que, en teoría, debía prolongarse hasta la futura salida del sol. En lugar de ello, quedé aislado y varado, rodeado de noche bajo un claro de luna. El coche lentamente se detuvo y entonces accioné el freno de mano. A mi alrededor sólo había silencio, campos y árboles durmientes.

Salí del coche no sin antes encontrar una de aquellas linternas viejas que funcionaban con pilas de petaca. Todavía la conservo. Tenía un mapa arrugado de las carreteras y una guía con las principales carreteras y vías secundarias, incluyendo gasolineras, restaurantes y talleres. No obstante, en aquella época, la única manera de acceder a aquellos servicios de emergencia era a través de un teléfono fijo. El camino, a ambos lados, estaba repleto de hierbas y árboles y tampoco había ningún cartel o indicación que me diera una pista de dónde estaba realmente. Parecía una carretera perdida, un camino de tierra que quizá no llevaba a ningún lugar. Sin embargo, creí distinguir en el horizonte una casa. Ésta, sin embargo, estaba oscurecida y parecía muy lejana. De haber estado habitada, seguramente no dispondría de teléfono, pues no vi en aquellas inmediaciones ningún poste de luz. Lo más sensato, pensé en su momento, era pernoctar en el coche y quizá abrir el capó y simular por un momento que lo tenía todo bajo control. Mañana podría esperar a que alguien pasara por aquel mismo lugar.

El coche no había hecho ningún ruido extraño y ni siquiera salía humo del motor. Todo parecía apuntar a la batería, pues ni las luces ni la radio funcionaban, pero no tenía la manera de comprobar si ésta seguía operativa. En lugar de comprobar el agua y el aceite, seguí inspeccionando el mapa tratando de repasar mentalmente el camino que había llevado en la vida. Antes de que pudiera señalar con el dedo el desvío que creía haber tomado, la luz de la linterna se murió. Quedó ésta agotada en el mismo instante en el que una luz lejana empezó a asomar. Salí del coche nuevamente y dejando el mapa en el asiento delantero, traté de ver qué era aquello que venía atravesando el campo. Más que una luz, era un destello. En el campo, había una silueta. Era un hombre que caminaba atravesando todo el camino con gran velocidad. Sin embargo, no corría sino que caminaba silencioso sobre la tierra. Venía directo hacia mi posición y a juzgar por la trayectoria, parecía proceder de aquella casa que había visto en lontananza. Las extrañas luces procedían de su cabeza, unos chispazos de luz fantasmagóricos aparecían y desaparecían intermitentemente de su rostro, como si toda su cabeza estuviera cubierta por una especie de estructura metálica.

Confieso que sentí cierto temor cuando lo vi acercarse hacia mí. Parecía que en todo momento sabía de mi presencia, pues no vino bordeando el camino, sino dibujando una perfecta línea recta. Cuando estuvo a poco menos de varios centenares de metros, comprendí las razones de su vertiginoso movimiento. Aquel hombre era altísimo, aunque eran sus piernas las que parecían extremadamente alargadas. De lejos, eso sí, parecía un gigante. Sólo cuando estuvo a una distancia aproximada, pude comprobar que no tenía cabeza y que allá dónde terminaba su cuello, había una extraña luz plateada que hizo que toda la tierra del camino se volviera argéntea, como si la luna hablara a través de él.

Quise meterme en el coche para agarrar algo con lo que defenderme, pero quedé paralizado con un miedo sobrenatural. Todos mis músculos quedaron petrificados ante su presencia. El hombre aquel se paró en seco cuando estaba a unos cuantos metros de mí. Alargo el brazo y me hizo un gesto con la mano, como si me saludara, intentando en vano contrarrestar el miedo que latía en mi corazón. Después de ello, siguió acercándose y mientras su extraño rostro lumínico se desvanecía, su cuerpo empezó a resplandecer de una manera extraña. Aquel ser iba vestido con un traje formal. Llevaba una camisa blanca con botones y con sus largas y extrañas manos, empezó a quitarse la prenda superior. Lentamente, empezó a mostrarse su torso y entonces pude ver qué quería éste de mí. Su cuerpo, aunque blanquecino, tenía un aspecto oscuro bajo el cielo nocturno, pero empezó éste a resplandecer con una extraña fuerza. En la zona donde debía tener los pectorales, empezaron a brillar una especie de puntos. Pronto comprendí que lo que trataba de enseñarme era un mapa. Pero no era un mapa de carreteras sino de estrellas y planetas. De alguna manera me enseñaba un lugar escondido en alguna parte recóndita del universo, un planeta o planetoide rico en misterios que oteaba alrededor de una galaxia tan lejana como desconocida. En su cuerpo vivía la representación de un universo entero, con sus soles azules y blancos, con sus galaxias de doble espiral y con miles de agujeros negros.

Cuando comprendí qué quería enseñarme, todo su cuerpo se iluminó una última vez y vi tantos caminos posibles en medio de la nada, que algo en mi mente se rompió. No recuerdo bien qué debía haber visto después de aquellos últimos puntos de luz. Sólo recuerdo que estuve varios minutos contemplando su torso y que después, tras un intenso fogonazo de luz, su cuerpo se apagó mientras su rostro volvía a encenderse con aquel aliento plateado. El ser se volvió a colocar la camisa lentamente y después de un último gesto de despedida se fue caminando en silencio por el mismo lugar por donde había venido, quizá rumbo hacia aquella casa sin luz. Allí, bajo la luna de octubre, quedé eclipsado por mis propios pensamientos, paralizado entre el miedo y la experiencia a lo indecible. Tras una eternidad de silencio, volví al coche, sentándome sobre aquel mapa sin misterio. Ya no era el mismo. Era otra persona, como si todo mi ser hubiese quedado trastocado por la experiencia. El coche volvió a arrancar sin ningún problema y rápido proseguí el camino, atravesando aquel extraño páramo para volver a una de las carreteras asfaltadas. Al cabo de unas horas comprobé que estaba en un lugar imposible de creer, a varios cientos de kilómetros de donde debía haberse parado el coche. Sin embargo, aquel misterio no fue nada comparado con el camino de estrellas que vi bajo aquella luna de octubre. Desde entonces, he soñado alguna vez con aquellas estrellas. Pasaron años de aquello, pero este mes volví a coger el coche con la esperanza de encontrarme de nuevo con aquella carretera perdida. Quizá pueda encontrar aquella casa sin luz si todavía existe. Quizá pueda volver a encontrarme con aquel ser que me enseñó las estrellas.

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