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La orquestra

La orquestra

Adámek Rudolf, Evokace, 1911
Adámek Rudolf, Evokace, 1911

La orquestra. Índice y notas.

(En homenaje a Kafka)

La orquestra tocaba en un salón, cada instrumento formaba parte de una holoarquía ascendente que trascendía el significado de la propia orquestra constituída; aquellos sonidos nada temerosos irrumpían con fuerza, sin divagaciones, hacían resonar los corazones más orgullosos y ennoblecían el humilde concepto de la propia música. La batuta bailaba a un ritmo constante, estable en el tiempo y en las formas, representaba a su manera el ciclo de la vida y la muerte, el ciclo de la luz y la oscuridad; era sin lugar a dudas el reloj de los eones, el órgano que latía para mantener toda aquella vida unida frente al caos. Si la batuta caía al suelo la música moría, los sonidos se hubieran vuelto silvestres y los instrumentos fieras salvajes que combatirían entre sí para demostrar la insuficiencia de su aislamiento.

El director sabía todos aquellos secretos. Su vejez le otorgaba sabiduría. Sus ojos, resguardados tras unas gafas semitransparentes no tenían ningún temor a la falta de visión. Ya no leía, ni siquiera repasaba la partitura, sus labios marcaban el compás, su cuerpo se agitaba en consonancia con las exigencias del cosmos. Aquella música se escondía en su memoria, cifrada en extraños símbolos repetitivos que ordenaban el sonido y despertaban en sus separaciones la distinción que hacía que una nota se separar el tejido continuo que es propio sonido. Sí, en aquellas ocasiones extrañas energías hacían su aparición; los pelos de los oyentes se erizaban en ciertos momentos y sus corazones latían con acelerada armonía. Eran secretos inconfesables que delataban la viveza de la propia música y que la conectaban al mundo a través de un significado tangente pero no cuantificable. Todo era un misterio, pero la música proseguía, fluía con ligereza, sin interrupción, haciendo vibrar cada uno de centímetros de aquella pared de hormigón. El interior de la pared retenía las vibraciones, el muro tenía en su interior la música. Era en sí mismo música, al igual que todo lo demás.

Pero entonces sucedió algo extraño, inesperado pero que no sorprendió más que a la propia muerte. El director, sin dejar de marcar correctamente el aire con su instrumental, posó su mano izquierda sobre su pecho y con la boca abierta se doblegó en el nivel inferior de su cuerpo y cayó al suelo, dejando reposar la batuta sobre el suelo de madera de aquel escenario, pero nunca sin dejar de asirla. Esta vez marcaba el horizonte, inmóvil, con tono amenazante o acusador. La batuta señalaba la propia muerte, simbolizada en propia orquestra. Su alma, independientemente de su posición o estado transitivo, también seguía siendo música, pero a diferencia de la pared de hormigón que deja de ser música cuando enmudecen los instrumentos, su alma eterna siempre volvería a ser real cuando cualquier vibración geométricamente perfecta se produjese en algún lugar del mundo.

Empero, la orquestra siguió tocando. Todos los allí presentes seguían tocando sus instrumentos, mostrando sorpresa exclusivamente con la mirada, con oberturas oculares que denotaban perplejidad. Pero el ritmo no varió nunca lo más mínimo. La batuta estaba muerta como su dueño, pero el ritmo seguía latente, marcando el transcurso de la historia, parecía haberse perpetuado de alguna manera en el aire, en la inconsciencia de las mentes entrenadas o en la propia inercia de la situación que reclamaba su superioridad sobre el incipiente caos. Pronto cambiaba el compás o entraban otros instrumentos; todos se miraban escudriñando, sus miradas expresaban esta vez miedo por temor a la descoordinación. Aquella música era demasiado bella para que la muerte del director la estropeara. Si la música dejara de sonar en aquel momento, la canción quedaría incompleta hasta el fin de los tiempos. Sí, la partitura seguía escrita y podía ser interpretada de nuevo, pero al fin y al cabo no sería nunca la misma canción. Si los músicos se retiraran de aquella batalla la canción quedaría condenada a una indeterminación eterna. Eso no podía pasar. La música era demasiado bella para privarla de su plenitud.

Las horas pasaron y el ritmo estable del compás no hizo otra cosa que acelerar el tiempo que corría en tropel ante tal exhibición de control. Uno a uno todos los músicos fueron cayendo al suelo, muertos de sed o de fatiga extrema e incluso algunos soltaron gritos de agonía mientras sus instrumentos proferían extraños chirridos grotescos. Nada pudo detener el fin inevitable de la canción, pero a diferencia de lo que otros puedan pensar, el caos no se apoderó de la armonía, ésta se volvió tenue pero inmortal, la canción se transformó en silencio, la más pura de todas las músicas. Aquella canción nunca terminó inconclusa, simplemente se perpetuó hasta lo que el tiempo, testigo directo de aquel acontecimiento, le permitiera existir.

Mientras, en el suelo se agitaba una sombra, estirada en el suelo pero erguida en actitud. Era la sombra del viejo director que seguía con su batuta marcando aquel tiempo de cuatro por cuatro hasta el fin de los tiempos. La música nunca cedía ante el caos, todo seguía fluyendo con aparente normalidad, la vieja batuta blanca del director marcaba con maestría el propio silencio.

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