
Σύμβολον Β’: La encrucijada egipcia
Σύμβολον Α’: Tò τάριχος. La momia del ascensor
Σύμβολον Β’: La encrucijada egipcia
Ansiaba la llegada de ese momento durante todo el año. Mis padres se ausentaban toda la noche, dejándome la casa para mí solo; ese mero hecho, visto desde la distancia y el espeso tamiz de la madurez, no parece gran cosa; mas no era así a los dieciséis años. A esa edad, confiaba en encender mi ordenador personal de escritorio, pulsando ese botón verde pistacho, plasticoso y resbaladizo; enseguida escucharía a esa dulce máquina despertar a la vida, con sus bips y sus trrrrr, abrazándome con sus secretos, pasadizos y misterios. Y cuando hube llegado a la pantalla de escritorio y observado su pasarela de iconos, fui perfectamente consciente: iba a ser una gran noche de exploración y juegos.
Mi entretenimiento pixelado favorito adoptaba la forma de un videojuego de estrategia y fantasía en el que debía de alimentar y desplegar fabulosos ejércitos sobre un territorio generado aleatoriamente. Recuerdo claramente su suave pero potente paleta de colores: pasteles castaños, ocres y verduzcos; muy pocos rojos intensos y algún que otro azul bien embadurnado. Y qué decir de sus criaturas: vástagos emergidos de cavernas y pirámides: cornadas ambivalentes; secretos de terciopelo claro; bridas de santos clarear y callando. Prisas de espeso malestar en plena batalla de malos contra peores. Iban sus abanderados atravesando selvas y desiertos: gotas de aguas digitales que se dejaban verter entre los estrechos márgenes de aquel monitor intenso en el que cuadrar mis desvelos.
Y yo, absorto y atónito, lo iba sintiendo. Iba percibiendo en mi duermevela de niño grande cómo el entorno a mi alrededor cambiaba. Las luces insistentes de la realidad tangible iban dando paso a esa oscuridad familiar y embriagadora que emanaba, paradójica y despaciosamente, desde el fondo del pasillo, en la encrucijada materializada entre el salón comedor y mi habitación. Un espacio en el tiempo que se iba ensanchando y estrechando en función de mi paso.
Suelo concentrar mis pensamientos en entender, cual estudioso mistérico, la cualidad del tránsito; trato de recordar cuándo y en qué momento soy consciente de dar ese primer y último paso entre la realidad cotidiana y la «dimensión egipcia», como solía llamarla para mis adentros, sin alcanzar en ningún momento una conclusión académica convincente. Era como el correr entre suspiro y suspiro; como el océano de tiempo negativo producido durante el pestañeo. Como contar los segundos uno por uno para conferirles identidad, sólo para acabar hastiado de su enervante inmediatez. Eterna.
En ese momento, en suma, abandonaba mi diversión computacional para iniciar la segunda y más anhelada de mis correrías adolescentes: la de convertirme en explorador de la encrucijada. Me levantaba soñoliento mas lúcido; calmo y quedo y calo. Avanzaba con paso lento por aquel pasillo en el que la luz se iba anaranjando y enverdeciendo, consciente de hacia dónde me dirigía al tiempo que me mostraba del todo ignorante acerca del destino que me aguardaba a cuatro pasos.
La encrucijada presentaba un esquema sencillo, que suelo representarme en un pequeño diagrama arquitectónico: mi habitación en aquella especial dimensión se hallaba en el extremo izquierdo; a raíz de ésta, se extendía un corto pasillo en cuya margen izquierda se abría una habitación sumida en la semioscuridad: sus paredes eran altas, sus luces describían diversos puntos de fuga difícilmente comprensibles: un pasillito de luz intermedia se abría paso en su espacio central, mientras que a sendos lados, una oscuridad casi artificial que comportábase del mismo modo que su contrario, disimulaba la presencia de una entrada.
No sé el motivo, pero nunca opté por el camino siniestro, antes bien, me conduje sin pensar hacia el entorno diestro. Opuesto. Dejemos para más adelante la descripción del salón que, justo al fondo, presidía la escena mudo. Como un narrador omnisciente y olvidado que, sin embargo, jugaba el papel protagonista de aquella pantomima.
Enseguida me vi caminando por calles desconocidas y vidriadas. Una luz como de tarde de otoño hizo contraste muerto con el anterior espacio acogedor. Carreteras y asfalto; cristales y aluminio. Allí encontré la tienda de souvernirs egipcios: en sus estanterías grandes, colmadas y exquisitamente distribuidas, se podían encontrar pequeñas estatuillas y figuritas y llaveritos de dioses del Nilo. Pirámides en miniatura; símbolos esotéricos encapsulados en cuarzos y metacrilatos. Objetos traslúcidos cuyas formas geométricas encajaban a la perfección unas con otras.
Y como era habitual en el tránsito entre dimensiones liminales, no encontraba a nadie en ellas. Se trataba de una experiencia solitaria mas lejanamente acompañada. Vigilada. Nadie circulaba por las calles acristaladas; nadie compraba aquellos recuerdos egipcios, perfectamente dispuestos en sus vidrieras. Nadie hubo que se dirigiera a mí. Me encontraba solo en aquel pasadizo de retorno ambivalente. E impávido a causa de mi adolescencia, colmé los bolsillos de mis pantalones con numerosos de esos objetos, apenas temeroso de ser hallado culpable de hurto; antes bien, contrariado y confuso por el hecho de habitar aquel espacio en soledad. ¿Acaso nadie más había interesado en esos pequeños tesoros?
Me volví sobre mis pasos, próximo al enfado, al verme incapaz de acarrear más objetos; había intentado pergeñar una colección entre los más vistosos y dorados, fracasando ante el temor creciente de que alguien me descubriera al girar algún recodo por entre las calles vidriadas. De vuelta al hogar; a la encrucijada familiar, me encontré repentinamente con el salón situado enfrente de la habitación en penumbra. Su papel había tornado de espectador a personaje protagonista. Una enorme mesa redonda y un igualmente enorme mueble modular, cuyos cajones se encontraban abiertos y colmados de una rielante luz verduzca originada en su interior, brindáronme una extraña bienvenida de hiel, al filo de las corrientes. Los sofás se ubicaban en el ángulo contrario; un eje ciego de soledad que se precipitaba sin mediar palabra hacia un balcón cuyos aires perfumaban el ambiente de tenue claridad, en la encrucijada entre la noche y el día.
En ese sofá de cuero barato me recosté, sin frío ni sueño, al albur del tiempo entrecruzado. Desperté sabiendo que había vivido el sueño de todas las noches sin padres. Sabiendo que abandonaba una dimensión verdadera a favor del segundo sabido.
Con ojos abiertos, corazón cerrado y repletos los bolsillos de objetos y símbolos.
[[Pneumaturgia]]
#symbola