Putrefactio. Índice y notas.
En medio de las áridas tierras del noroeste, enclaustrados en uno de los últimos vestigios de la gran civilización, un grupo de hombres vivían en armonía con aquello que sus antepasados denominaban naturaleza. El ambiente era tenso, marcado por una pena invisible que estaba a punto de hacerse realidad. Y en medio de aquella tormenta de incertidumbre, cuando el sol llegó al último cuartil de la bóveda celeste, algunos exclamaron:
—Maestro, ¿cómo debemos sepultarte?
Y el silencio se hizo con ellos. Nunca habían visto la muerte tan de cerca. El viejo murmuró hacia sus adentros y se inclinó pareciendo buscar algo. Hacía unos gestos ambiguos, pues bien miraba a sus discípulos al principio, pero de vez en cuando dejaba su cuello inclinado a propósito, como si escuchara algún sonido que emanara del frío suelo. Después de aquellos breves minutos de profunda reflexión, aquellas fueron sus palabras.
«Cuando mi cuerpo se haya rendido al tiempo y mi alma haya emprendido el vuelo, dejad que mis restos se enfríen durante la primera noche. No cortéis ni profanéis mi cárcel, tampoco cercenéis el cuello, pues toda liberación será banal si no se alcanza mediante el espíritu. No lo incineréis, pues mis restos no son dignos de la voluntad de Agni. Estaréis tentados a preservar mi memoria y conociéndoos, sé que discutiréis afablemente sobre el embalsamamiento; mas yo os digo, no realicéis sobre él ninguna práctica que lo preserve en el tiempo artificialmente y dejad esa posibilidad sólo a la clemencia del destino. Si ellos deciden que el cuerpo debe quedarse entre vosotros, que así sea. Quedará inalterado con el tiempo, transformado en la reliquia que enseñaréis a vuestros descendientes. Pero mientras tanto, llevad mi cuerpo al monte y enterradlo a poca profundidad. Si no hay espacio en la dura roca desnuda de una cueva, cavad un hoyo cerca del valle o la cima y enterradlo a poca profundidad. Procurad que el suelo no esté maldito y que la vida brote a su alrededor, aunque no busquéis la densidad de los árboles, sino la del matorral llano y ligero con tal de que el cielo pueda verse desde la propia cavidad. Una vez tengáis hecho el agujero, dejad una losa de piedra firme sobre él, a modo de suelo. Si esto no fuera posible dejad un manto de piedras que conformen una sola unidad. Las piedras de río son las más especiales, pero si no es posible acumular en tan breve espacio de tiempo tal muestra erosionada de la naturaleza, rellenad el suelo de rocas montañosas que tengan cierta superficie plana. Entonces dejad mi memoria sobre él y cubridlo de tierra hasta llenar toda la oquedad. No dejéis muestra alguna de entierro más que el que guardan vuestros ojos. Luego abandonad el lugar y no pronunciéis mi nombre.
Luego se hará el día y tarde o temprano la segunda noche, pero no visitéis mi tumba hasta que el sol salga por la misma altura, coincidiendo con su aniversario. Mi cuerpo será pues desgastado y corrompido por el apetito del mal. Me convertiré en un mundo lleno de vida y albergaré sobre mí la voluntad de los primeros dioses. Igual que he comido animales, los animales comerán de mi y yo los alimentaré con la parte de mí que yo creía ser, con mi imagen. Y no sólo comerán de mí los animales, sino los seres invisibles, las plantas, los árboles y los extraños hongos que todo lo cubren. Mi carne será un planeta hecho vida. Después de los gusanos, vendrán insectos más grandes, pequeños roedores y puede que algún animal famélico. A todos les daré vida y les ofreceré todo mi ser. Los reptantes entraran y saldrán de mi cuerpo y mis ojos desaparecerán para que mi cuerpo vea en la más incierta oscuridad. Entonces llegará el sufrimiento y podré ver la noche eterna, más allá del tormento del infierno y de las doce horas de la noche. Sólo entonces podré ver el mal de mi interior y sufrir la sombra del mundo. Ciego, mudo y desamparado, gritaré el vacío de mis adentros y suspiraré todos los lamentos de la historia. Así permaneceré durante lunas inciertas, conociendo la oscuridad y reviviendo la memoria de los otros hombres. Si me veis, si me escucháis durante ese tiempo, si me ves pasear por el templo durante las noches, no os asustéis. Simplemente sentaos en el suelo y rezad por mí, recordadme dónde estoy al igual que yo hice con mi maestro y él a la vez con el suyo. No os comuniquéis con el fantasma a la ligera pero tampoco lo asustéis, simplemente pensad en mi muerte. Entonces un día éste desaparecerá y de mí no quedará vestigio alguno, sólo la memoria de vuestros rostros. Y si ese día llegara, olvidad también mi nombre y dejadlo a merced del viento. Para entonces, los demonios que me atormentaban se convertirán en ángeles, y bajo los suspiros de sus alas, me elevarán hacia lugares más elevados, en busca del siguiente arconte. Entonces, y seguramente antes de que pase un lustro, sobre mi tumba sólo quedará un esqueleto pulcro, blanco e inmaculado que mirará atentamente hacia el cielo, hacia ese lugar donde quizá quede algo de mí».