El extraño viaje de Somoza. Índice y notas.
Poco se ha hablado de José Miguel Ruiz de Somoza, marinero retirado que murió recientemente en un convento de Ávila. Se hacía llamar fray Somoza en un intento vano de evitar que los demás lo llamaran José el blanco, pero al final su anormal apariencia destacaba más que su condición de fraile retirado. Era como muchos otros, un hombre de mirada curtida y prematura vejez. Estaba desgastado de sus largos viajes y de una vida tan intensa que algunos tardarían seis vidas en recorrerla. En aquella época muchos marineros se aventuraban hacia el mar pacífico en busca de la ruta marítima que conectara Nueva España y las Islas Filipinas; todos buscaban las recompensas económicas que ello conllevaba, pero sólo uno podía ser el beneficiario. Andrés de Urdaneta fue el primero en encontrar la ruta y conectar definitivamente el imperio comercial de ultramar. Sin embargo, si la historia pronto olvida a los pioneros, a los fracasados ni se les llega a mencionar. Cientos de vidas se perdieron en el mar por aquel entonces y muchos grandes navíos fueron convertidos en misteriosos pecios. Además de los peligros de enfermedades como el tifus o el escorbuto, se les debía añadir los frecuentes motines a bordo y los desastres naturales del mar. Pero entre todos estos peligros, había uno que era devastador, éste era perder la buena estrella, quedarse a oscuras en mitad del océano. Eso es lo que presuntamente le ocurrió de joven a fray Somoza. Cuando lo encontró un barco de expedición portugués, navegaba a la deriva entre los restos de un viejo navío. No había ninguna señal de más tripulantes salvo la de aquel pobre hombre deshidratado y confuso que parecía haber perdido la cordura días atrás.
Después de largo recorrido a través de las tierras orientales, el barco llegó a Lisboa y allí fueron establecidas las diligencias oportunas para encontrarle un lugar a aquel misterioso náufrago perdido y sin recursos. Al principio no parecía recordar nada, ni siquiera su nombre, pero a lo largo del trayecto estableció tímidos contactos con la tripulación lusa. Sin embargo, nunca llegó a contar realmente qué sucedió con la tripulación. Los médicos confirmaron que seguramente se había visto obligado, sumido en la desesperación, a beber agua del mar y que por eso su mente había resultada obnubilada. El estado de su cuerpo tampoco parecía normal, éste estaba totalmente blanco y el vello corporal había desaparecido, salvo el pelo de la cabeza y la barba, las cuales se habían vuelto totalmente canosas, como la de un viejo. Su cuerpo presentaba una falta de pigmentación absoluta y en muchas partes de piel podía verse con claridad las venas marcadas, como si alguna extraña enfermedad desconocida le hubiera robado la salud. Al presentar frecuentes quemaduras y extrañas cicatrices, las autoridades españolas lo llevaron a un convento y allí quedó desde entonces, rezando por su alma y por el buen destino del mundo. Algunos acudieron a él, deseosos de encontrar alguna historia digna de escuchar, pero alguna vez vinieron hombres mayores desesperados por comprobar si aquel náufrago era su hijo perdido en alta mar. Sin embargo, él no parecía tener ningún pariente cercano, nadie lo reconocía y lo mismo le sucedía con su pasado. Nunca recordó ni el nombre del barco ni la expedición. Sólo recordó su propio nombre. A pesar de tener un marcado acento autóctono, nadie de la región lo reconoció en vida. Era como si no perteneciera al mundo que lo había acogido. Sin embargo, llegó su muerte y con ésta un extraño pergamino fue encontrado por un fraile del convento. En aquella vitela enrollada se encontraba el fatal desenlace que fray Somoza nunca quiso desvelar.
En el fondo, el viejo marinero recordaba fielmente los detalles de su vida. O bien había fingido desde su regreso o los había recuperado en silencio desde su retiro espiritual. No obstante, el testimonio de su último viaje despertó más incógnitas y no resolvió ninguna cuestión. Sólo parecía confirmar que su mente no estaba cuerda ya que tanto la historia como las fechas, eran imposibles de coincidir. Al principio el texto hacía referencia a su juventud, se desarrollaba vastamente en recuerdos aparentemente inconexos. En ellos había una fuente y el joven bebía de ella, contemplando de reojo un animal que salía del bosque. Los detalles eran normales pero el autor se veía a sí mismo con el hábito religioso, algo difícil de creer, ya que no había constancia de que él fuera un hermano antes de la expedición. Después continuaba detallando trabajos en alta mar situados entre 1559 y 1562. Era difícil creer que una sola persona fuera capaz de embarcar en tres expediciones, dos de ellas fracasadas. Una volvió a tierra después de un motín que se trajo la vida del capitán y de dos marineros y otra desapareció dejando rastros del naufragio en las playas del Perú. Esa tercera expedición de la que supuestamente fue partícipe era por tanto un misterio sin resolver. No obstante, algunas líneas de su discurso parecían dar alguna pista.
Entretanto, el cielo se nos mostraba oculto, de día y de noche. Durante el día, un extraño cielo blanquecino nos impedía ver correctamente la posición del sol. A veces incluso parecía moverse cuando el viento crecía o menguaba bruscamente. Algunos marineros hablaban del fin del mar, como si navegáramos por aguas donde el tiempo no era inmutable y las horas pueden retroceder. Por la noche, la cosa iba en peor; veíamos luces cruzar el firmamento. No había luna ni estrellas, sino un mundo de luces móviles sobre un manto de oscuridad impenetrable. Daba miedo contemplar el cielo.
En algunos detalles se refería a su capitán como Carlos de Luciega y Pablo Alzaga como segundo hombre al mando. Aunque al principio esto parecía una pista resolutiva, las indagaciones por parte del guardián resultaron extrañas. Carlos de Luciega murió antes de partir de viaje desde México hasta Acapulco y Pablo Alzaga sólo participó en una expedición que volvió a tierra con dos bajas. Las fuentes no confirmaron nada más, salvo que la historia del marinero era una mera reconstrucción a partir de recuerdos ajenos y leyendas. El náufrago fue encontrado entre los restos de un viejo navío. Había por tanto una tercera nave que nadie parecía conocer. El convento oficialmente dejó el pergamino de lado, pero sólo un hombre ilustre continuó indagando en sus extrañas particularidades. Luís de Cobas, personaje pintoresco del siglo XVIII, encontró aquel documento en una subasta pública. No había tenido suerte con algunos de sus trabajos y su fama de vividor siempre parecía marcar todos sus trabajos. En su registro epistolar se encontraron algunas notas que merecen nuestra atención. Luís creía fervientemente que aquel documento caído en su poder era un testimonio real e indiscutible del contacto con visitantes de lo que él llamaba mundo supraceleste o al menos así le escribía a un viejo amigo al que quiso vender el documento sin éxito. Del documento, un fragmento llamó a Luís poderosamente la atención.
Corría una noche en la que el sueño parecía imposible, a nadie le acudía. Algunos hombres tosían como si el aire no entrara en los pulmones. Entre los murmullos de esa multitud desafortunada, una luz brilló en el firmamento. Al principio era una lágrima roja en lo más alto imaginable pero luego se movió hasta alcanzar nuestro horizonte. De lejos parecía no mayor que una estrella, pero cuando se dispuso a maniobrar sobre el mar juraría que aquella nave era más alta que las propias torres de hércules. Se movía sobre la superficie, a no más altura que nuestro palo mayor y emitía unas luces rojas que iluminaron todos nuestros rostros. Aquella noche era como si nos hubiésemos perdido en el infierno. Entonces la nave desapareció. Se desvaneció sin más como si nunca hubiese estado allí. Ningún marinero quería hablar del tema. Todos negaban haber visto algo.
Luís publicó varias entradillas en los periódicos madrileños, pero no tuvo la suerte necesaria ya que fue acusado de timador y nadie quiso comprar sus archivos. Tras varios meses de mala fortuna, en 1754 el documento fue interceptado por un banquero como compensación a los impagos del buscavidas. Luís terminó en la ruina y la bebida le llevó a perder el documento más preciado que había caído en sus manos. Ni siquiera tuvo la oportunidad de esconderlo. No parecía consciente de su situación económica hasta aquella fatídica mañana. Al final de su vida, su salud estaba tan deteriorada que incluso alguna vez afirmó que el documento era falso, que él mismo lo había escrito tratando de sacar dinero de una mentira. Hasta este punto, la historia del documento parecía finalizar, pero fue en 1862 cuando un anticuario de Burgos, el doctor Antonio Bueno Salinas dio fe de la veracidad del escrito. Corrían tiempos románticos y la veracidad última de las leyendas era lo que menos importaba. En sus escritos siempre destacaba el final de la historia. El supuesto fraile, narraba que estando en alta mar, fueron testigos de una batalla en la que se vieron acorralados.
El viento corría veloz por aquel mar bravo; a lo lejos, se veían varias decenas de barcos maniobrar en un frente dual de fuego cruzado. Se escuchaban de fondo cañones de tremendo tonelaje que bien parecían formar una tormenta de pólvora y destrucción. Era tan difícil de creer, ni siquiera un cañón imperial o una bombarda otomana se acercaba lo más mínimo a aquel estruendo ensordecedor. Incapaces de maniobrar y con el timón roto, nos vimos envueltos en aquel campo de explosiones. Sin embargo, cuando más nos acercábamos, aquella batalla menos real se tornaba. Aquellos barcos no parecían dispararse entre sí, su artillería cargaba contra el mar mismo, abrían boquetes entre las olas y las explosiones agitaban el mar como si un enemigo invisible habitara en su interior. Antes de que nos diéramos cuenta, nuestra embarcación frenó en seco. Muchos cayeron por la borda, pero no chocamos contra un arrecife, sino más bien contra algo que tenía vida. Abarcando la totalidad de la proa, una gran sombra arrastraba nuestro barco hacia el fondo marino. No recuerdo lo que vi exactamente ya que la noche era tenebrosa, pero era como una mano gigantesca, con un gran ojo oblicuo y sanguinolento que bien podría ser una herida de metralla. Estaba conformada con media docena de largos dedos semejantes a los de un calamar, pero a diferencia de éstos, los suyos eran largos, pegajosos y viscerales como serpientes descarnadas del océano. Sólo recuerdo un último estruendo y unos gritos de desesperación. Caí en un estado de abatimiento. Estaba en el interior del mar y no veía nada salvo cientos de maderas y objetos caer hacia la profundidad. Hubiera quedado allí, entumecido por el dolor y la emoción si no fuera porque vi algo en medio del mar. Era una luz.
El famoso anticuario burgalés indagó un poco sobre la historia. No había ninguna referencia bélica en aquellos mares y menos en aquel siglo salvo algún conflicto entre españoles y portugueses y algún que otro desafortunado contacto con los feroces guerreros indonesios. No obstante, de su memoria se destaca el hecho de que aquellos barcos no parecían ser obra de ninguna nación conocida. En alguna otra parte del documento señalaba banderas y pendones desconocidos hasta la fecha y la descripción de uno de aquellos barcos de la lejanía como verdaderas fortalezas navales, que bien pudieran doblar o triplicar el de cualquier fragata contemporánea. No obstante, el final del pergamino resultó desconcertante, incluso para el propio doctor.
Algo apareció en mitad de aquel mar. Yo me hundía, herido y quizás alcanzado por alguno de aquellos tentáculos. Estaba entumecido por el frío y el dolor, era incapaz de luchar por mi vida, pero aquel extraño ser me agarró por la mano y me sostuvo mientras albergaba lucidez. Parecía un hombre envuelto en una gran armadura blanca, parecida al cuero pero acolchada con correas de metal. Tenía una gran caja detrás de la espalda, una especie de macuto y en el lugar de la cabeza, había una gran esfera opaca, como un casco de cristal que le permitía respirar en el mismísimo abismo. Dos luces achispadas, situadas en la parte superior de su casco iluminaban mi rostro, cegándome e impidiendo que yo pudiera reconocer mayor detalle de mi salvador. Sólo sentí su mano y finalmente se alzó hacia la superficie. Tengo en mi memoria unas palabras pero no las puedo recordar, sólo la idea de que éstas fueron pronunciadas bajo el mar. Antes de llegar a la superficie perdí el conocimiento y cuando desperté estaba en un lugar muy extraño. Sólo recuerdo una luz cegadora y un blanco espectral que me quemaba en toda la piel.
Su mensaje proseguía de manera incierta. A veces parecía describir unos arrecifes subterráneos plagados de luz y otras una costa congelada y desprovista de cualquier tipo de vegetación. De su viaje el anticuario destacó ver diferentes personas pasar en barca o canoa sin despertar ninguna sensación de alerta. Nadie le veía, se describía a sí mismo como un fantasma caminando a través de un mar helado, cuya imagen bien podría haber sido sacada de la Antártida. No obstante, describe ver barcos en el horizonte aunque no detalla específicamente en que torno aparecían, si estaban en aquel mar helado o en otra de sus recónditas visiones. El final, en cambio, era muy inusual.
Caminé hacia el interior de unas rocas, rocas suaves como un mar de plata y arena endurecida por el viento. El cielo estaba plagado de estrellas pero sin embargo no reconocía ninguno de aquellos puntos de luz. Me sentí junto a mi amigo pero estaba nervioso por aquella despedida. No quería marcharme de aquel lugar sin volver a ver algún día aquel maravilloso puerto que disipa todas las miserias que hay en el mundo. En ese momento sentí su brazo tantear mi espalda y todos los músculos de mi cuerpo retrocedieron de dolor. Me vi a mí mismo estando de pie, mirando aquel valle de cristales añorados y entonces volví a recordar. Estaba de pie sobre los restos de un naufragio y justo en aquel momento un barco mercante se acercaba a mi posición. Desde entonces, sólo espero que cumpla su promesa de ver crecer el cielo cuando vuelva a ser joven.
El texto se interrumpe aquí y aunque fue explorado por otros expertos en el siglo XX, todos realzaban la fábula inventiva del autor. Destacaban la intrusión de elementos ajenos a la época coincidentes con el siglo de sus poseedores, pero los reiterados análisis coincidan en que habían sido elaborados por una misma persona, bien por el estilo narrativo y también la forma de las grafías empleadas. No obstante, fue más difícil encontrar realmente la situación histórica de los primeros frailes que hablaban de él y del monasterio ya que no se encontró ningún convento franciscano en aquel pueblo exacto de Ávila salvo uno que a fecha de 1530 ya había sido derruido y una tumba de un tal fray Somoza descubierto en 1967 en una isla perdida de las islas Molucas. Los restos de aquel cuerpo estaban en muy mal estado de conservación y no arrojaron luz sobre la fecha de su muerte, pero los análisis desvelaron una concentración peligrosa de radioactividad en la fosa. En cambio, más adelante, en 1988, se demostró que el mal uso de ciertas herramientas dio como resultado que las pruebas resultaran contaminadas y un experto doctor en archivística argumentó la posibilidad de que el pergamino fuese escrito por el mismo Luís de Cobas a partir de un pergamino antiguo sin utilizar. Dos años más tarde el documento fue finalmente abandonado en un depósito y etiquetado formalmente como falsificación documental del siglo XVIII. Cuando Raúl Ortega estaba escribiendo su tesis, en 1998, trató infructuosamente de tener acceso al escrito; quería analizarlo personalmente y quizá utilizar algún nuevo método como el programa R, pero el bibliotecario comprobó que el libro no estaba donde debía estar. Había sido sustraído ilegalmente. Con una lentitud digna de cualquier estado burocrático, el jefe de los archivos comprobó quién había tenido acceso al documento por última vez. En aquel formulario, visible a cualquier luz, estaba el nombre y la firma de fray José Miguel Ruiz de Somoza.