Tormenta de verano. Poesía experimental. Poemario.
Llueve sobre tierra mojada,
sobre polvo revestido de memoria
y cemento enclaustrado de dolor.
Y en medio de la opaca tarde,
golondrinas no hacen nido ya,
pues es verano ardiente
y cada huevo o es polluelo
o fénix malogrado.
Allí, en medio de la tierra,
uñas negras escarban la sal,
ojos abiertos de par en par,
llorados con pena de madre,
entre prematuras muertes
y tormentas de verano.
Suerte y destino se dan la mano
se abrazan en la calamidad
y observan la caja sepultada
del pequeño niño Julián.
Dice la voz:
—¿Dónde estás mi niño?
Y él contesta:
—Aquí hace frío, mucho frío. Y mis manos palpan la oscuridad. Fuera es tormenta y aquí hay humedad. Todo está triste y mi cama tiembla. La tierra me abraza y me impide respirar —dijo el niño sollozando y tras mirar a su alrededor rompió en llanto y añadió—: Tengo mucho miedo, frío y espanto.
—¿Miedo de qué? —preguntó inquisitiva la voz.
—No lo sé. Miedo a no poder salir, a quedar atrapado para siempre y no poder volver a ver a mi madre a quien echo de menos.
—No tengas miedo, que ahora eres libre. Más libre que nunca. Así estaba escrito.
—¡Quiero ver a mi madre!
A esto que apareció una tercera voz extraña, también de niño, pero más oscura y apagada que la noche eterna.
—¡Llama a tu madre, dile que venga! —dijo el extraño—. Y de paso que llame a la mía y que le diga que su hijo tiene hambre y frío, sed y mucho miedo.
—¡Madre, madre! Venga a buscarme y sáqueme de aquí, que mi cuerpo se hace raíz y mis manos se hinchan y el frío me lastima. Sálveme que no quiero ser recuerdo bajo la lluvia.
—¡No le hagas caso!—dijo de nuevo la extraña voz—. Él no quiso venir conmigo y ahora está aquí para siempre. Su madre ya no está entre nosotros pero la tuya sigue aquí. No la llames pues si lo haces vivirás siempre en penumbra.
— ¡Madre! Por favor, no quiero morir.
—¡Por favor!—exclamó la voz, acercándose—. Déjala, ya estás muerto y no eres su hijo mas sí un recuerdo doloroso que punza su corazón sangrante. Y con cada grito arañas su alma y arrastras su espíritu hacia el tormento.
—¡Pero no quiero morir!
—Y vivirás eternamente. Pero para la vida que te tengo reservada primero debes morir.
—¡No le abras la puerta!—dijo la otra voz ronca, lejana—. Es la muerte y sólo quiere hacerte callar.
—Soy la muerte sí, y tras mi velo subyace la vida eterna. Ábreme la puerta y que mi abrazo te haga eterno.
—Pero tengo miedo.
—¡Aléjate muerte!—dijo la otra voz, adquiriendo un tono cada vez más inhumano—. Sólo quiere comer tu carne y lamer tus huesos. Y tu cuerpo se hinchará y se llenará de gusanos y éstos te comerán mientras te lamentas y sigues llorando arrepentido de abrazarla. Espera a que vengan a llorarte y grita. Entonces te escucharán y te sacarán. Volverás a la vida.
—Y si haces eso sólo vivirás como dolor. ¿Pero tu no quieres ser dolor, no? Hazme entrar en tu corazón y la lluvia sólo será agua y en la tierra sólo crecerán flores inmaculadas.
—Pero eres un extraño—. Replicó.
—No soy un extraño. Soy la muerte y he venido a buscarte. Recuerda y me conocerás.
A eso que el niño recordó
y la muerte se le hizo cercana y amiga.
Abrió la puerta del ataúd y la tierra desapareció
pues no había ya espacio sino luz espectral.
Su rostro enlutado y sus alas enmascaradas,
fríamente le observaban.
Y con el abrazo, toda duda quedó disipada.
El frío, la dicha, el miedo,
tan sólo fue recuerdo.
Y su corazón dejó de latir
para poder escuchar la voz del otro mundo.
Allí dónde la luz es pura
y ya nada malo pervive
salvo la vida eterna.