Niebla del purgatorio. Índice y notas.
Los relámpagos rasgaban la bóveda celeste recorriendo el firmamento, esbozando columnas lumínicas que de vez en cuando acariciaban la superficie de las olas. Cada uno de los latidos de aquella entidad enfurecida se plasmaba en las encolerizadas voces de los truenos y en un viento sibilino y punzante que hizo trizas uno de los tres palos de nuestra fragata, las Lágrimas de San Telmo. Nadie pudo recordar con certeza cuál fue el momento exacto en el que la nave se rindió frente al embravecido mar, pero algunos como el primer narrador, sí recordaban haber llegado a la costa sanos y salvos, no sin antes haber probado el sabor de aquel horrendo mar que sólo atraía desgracia y pavor. El viejo navío pareció hundirse en un horizonte irreal, bañado por lágrimas eternas de sal y oscuridad que engulleron buena parte de su tripulación, incluyendo al capitán que se negó en rotundo abandonar el destino que le habían deparado los entes causales de su desdichada vida. Algunos hombres se rindieron ante un mar famélico de almas mientras que otros, menos abnegados ante la vida, salvaron su existencia al disponer de tablas flotantes y la ayuda de algunos gritos amigos que advertían de una posible costa cercana. Unos tuvieron la mala suerte de enfrentarse a extensos acantilados de roca punzante y tuvieron que zozobrar en demasía, rogando entre tanta intemperie y tinieblas que hubiera salientes afianzados que los sacaran del frondoso infierno húmedo que por entonces ya enfriaba sus almas. No obstante, la mayoría quedaron resguardados por una amplia cala cubierta de arena y piedras poco romas que parecía atraer buena parte de las corrientes marinas. Los supervivientes se agolparon temblorosos ante un frío inusual que no compensaba el alivio de haber salvaguardado la vida.
Algunos cuerpos flotaban en la cercanía a merced de las turbulentas olas de miedo y aunque el horizonte era totalmente opaco, los desgarradores fogonazos de luz celestial dejaban ver un panorama desolador pues no había rastro del buque maldecido por la noche y la ausencia de luna impedía ver cualquier vestigio de vida entre un mar lejano pero a la vez cercano, familiar, conectado por los horribles sollozos y gritos de desesperación que algunos de los náufragos seguían profiriendo en sus inmensidades. Pronto las voces desaparecieron y la tormenta pareció frenarse, aunque sólo ligeramente dados los excesos a los que su naturaleza le habían llevado. Algunas docenas más de hombres salieron de la playa y de no haber sido atendido por los primeros supervivientes, muchos hubieran caído entumecidos por la hipotermia y los sentimientos de tragedia que capaces son de colapsar el alma hasta hacerla enmudecer. Entre los primeros movimientos de auxilio algunos todavía no repararon en los detalles que iban más allá de los cuerpos y los infinitos corpúsculos de húmeda arena. Más tarde, tras las primeras interacciones entre las mentes más despiertas y los desquebrajados restos de la desgracia, se alzaron algunas voces más fuertes que otras en la multitud que trataron de poner orden al caos y la oscuridad reinante. Pronto se hizo patente que hacía falta encontrar una luz entre toda maraña de ecos ensordecedores. Muchos de los marinos todavía estaban mareados tras su llegada a la playa y los que no presentaban alguna ruptura ósea o mal menor, tenían o bien muestras de haber ingerido grandes cantidades de agua salada o bien mantenían una tez pálida marcada por el pánico. Hizo falta algo más de media hora para que las almas con mayor iniciativa plantearan construir algún emplazamiento improvisado.
Durante las primeras horas algunas pilas de madera se amontonaron en la playa. Algunos se acercaron lo suficiente al primerizo bosque que cortaba la vistas en el horizonte y arrastraron algunas ramas secas y troncos caídos. Los montones que fueron alimentados por las maderas húmedas del naufragio apenas prendieron, pero entre toda aquella multitud de montículos, tarde o temprano se alzaron algunas columnas de fuego y humo que dieron nutrida esperanza a los allí presentes. Las almas pronto se concentraron a lo largo de aquellos focos de calor, conjuntos que vistos desde el imperecedero y vasto mar no debían ser más que pequeños puntos de luz que la lluvia amenazaba con devorar. Con el transcurso del tiempo, los supervivientes empezaron a ver los rostros ajenos, descubriendo en ellos una extrañeza inusual pues siendo todos tripulantes del mismo navío nadie reconocía haber visto jamás a ninguno de los tripulantes. Es más, con el tiempo incluso algunos en sus conversaciones más racionales, manifestaron sin recelo una amnesia profunda pues recordaban el nombre de la fragata, así como su propio nombre, pero nunca, salvo algún caso excepcional, de qué puerto habían salido y menos todavía el tiempo que habían permanecido en alta mar.
Mientras algunos hombres discurrían en conversaciones acorraladas por la eterna incógnita que cubría con un velo su pasado más personal, los menos favorecidos por el mar pronto encontraron que con el calor, parte del dolor de sus entumecidos cuerpos quedó aliviado. No obstante, algunos presentaron heridas profundas e incluso roturas totales del cuerpo que sólo fueron percibidas cuando la luz alcanzó a todos los allí presentes. Algunos cerraron los ojos y ante el dolor, no volvieron a despertar mientras que otros hicieron todo lo posible para tratar de aliviar y curar, aunque con medios rudimentarios, las heridas de los maltrechos cuerpos. Pronto llegaron noticias benévolas y es que un grupo de exploradores de una de las hogueras había encontrado cerca de allí un bosque con gran cantidad de madera y libre de la corriente de aire helada que arremetía sin parar sobre la playa. La voz se corrió y mientras unos focos de luz se abrían en las entrañas de la isla, las pequeñas hebras de luz empezaron a quedar adormecidas, abandonadas mientras las ascuas ya sólo beneficiaban cuerpos sin vida que tendrían que esperar algún tiempo más a encontrar sepultura. Fue a través de un sendero que, rodeado de matorrales, se adentraba en las incertidumbres de un bosque poco agraciado a la vista. No obstante, aunque en cierta medida angosto y tétrico, su situación privilegiada permitía a los hombres guarecerse del frío y abrir en sus amplios claros algunos fuegos protegidos por pequeños círculos de piedras.
Pasaron las horas y muchas de las almas soñaron con grandes pesares. Parecía que todos los supervivientes de alguna manera revivían una y otra vez el miedo de la memoria. Incluso podría decirse que los más enfermos dormían mejor debido a la extrema fatiga que les impedía llegar a esbozar el más mínimo pensamiento. Pasaron los minutos y las horas y aunque algunos de los hombres más aguerridos habían sido capaces de encontrar entre los escollos cajas, baúles y utensilios del barco, algo extraño rodeó a todos los allí presentes. Mientras la tormenta parecía alejarse del horizonte, la luz diurna no hacía atisbo de presentarse, ni siquiera de manera atenuada. El cielo estaba demasiado oscuro para saber si todo cielo era tiniebla o ceniza opaca y no se escuchaba más que el ruido de aves nocturnas que de vez en cuando asomaban cabizbajas entre algunos de los árboles más elevados. Lo cierto es que cuando la marea bajó, una densa niebla empezó salir del mar y pronto lo engulló todo. Era tan densa que algunos de entre los que trataban de hacer recuento de los cuerpos o buscar a algún herido perdido necesitaron de gritos y señales de fuego para poder salir de la playa y encontrar de nuevo el sendero. Las horas pasaron y así parecieron sucederse los días, pero el sol nunca salió. Aunque el mar se escuchaba, su visión quedaba reducida a una simple bruma blanca a través de las cuales se insinuaban lejanos vaivenes de olas. Todos empezaron a hablar del tema; aquel paraje parecía el de una isla maldita en la que nunca se atisbaba la luz del sol. Algunos quisieron mantener cierta cordura entre aquellas discusiones y barajaron la posibilidad de que algún volcán cercano pudiera haber envuelto todo el cielo de oscuridad dada la naturaleza violenta que había en las entrañas de la tierra. No obstante, la idea de una maldición empezó a cobrar fuerza en los allí presentes y cuando más alto se hacían los fuegos, con mejor nitidez podían ver el entorno hostil de aquel lugar lejano a la idea del paraíso. Los árboles crecían escuálidos, abstraídos en extrañas curvaturas y formas. La inmensa mayoría permanecían desnudos, desprovistos de hojas verdes y entre sus superficies abultadas se insinuaban rostros de ojos frondosos y poses de fatalidad, algo que se acrecentaba con la imaginación de los allí presentes. Con la luz, también las criaturas de su alrededor hicieron ademán de contacto y aunque sólo observaban desde alturas respetables, revelaban una naturaleza inusualmente exótica, pues entre aquellas miradas curiosas, había unos pequeños seres semejantes a los monos, pero con alas membranosas que los asemejaban a los vampiros de las leyendas. Había algunas aves que parecían búhos con plumajes exóticos y colas de ámbar; otros eran más bien cuervos con picos alargados, ojos blancos y pies conformados por raíces que parecían manchar con extraños colores toda superficie que escogían para descansar. No parecían peligrosos, aunque sus miradas si resultaban perturbadoras, especialmente la de ciertos roedores huidizos que se presentaban con grandes ojos abiertos, como si en ellos sólo habitara un miedo perpetuo.
Con los días o al menos con la intuición del continuo paso del tiempo, los cuerpos insepultos de los caídos fueron arrastrados a un lugar cercano a un montículo desde donde podía verse el mar y fueron enterrados dignamente. Entre los restos de la playa salvados, pudieron recobrarse grandes superficies de madera, cuerdas, cajas de provisiones y algunas herramientas que fueron recibidas en el bosque con gran entusiasmo. Algunas hachuelas sirvieron de antesala para preparar el campamento con el que todos soñaban. Había cuerdas, velas y algunas prendas con las que podían confeccionar algunos trajes, vendas o sábanas con las que conservar el calor. Un tonel perdido cargado de vino hizo que momentáneamente algunos de los allí presentes olvidaran el pozo al que sus almas habían sido arrojadas, pero algunos se negaron en rotundo a festejar nada pues parecía que la tormenta seguía más viva que nunca en sus corazones. Mientras, algunos enfermos que tiempo atrás parecían delirar entre fiebres de gran envergadura, ahora empezaban a despertar de sus litigios internos e interrogaban a sus cuidadores del lugar donde se encontraban. Nadie sabía responder a aquella pregunta, pero mientras algunos todavía danzaban respaldados por una ilusoria felicidad, otros empezaron a cuestionarse sobre el espacio que los había apresado.
Las horas pasaron y aunque algunos ya habían empezado a idear algún tipo de medición el tiempo aplicando improvisados relojes de arena al tiempo entre las distintas mareas, otros discutían sobre la necesidad de establecer límites al campamento y construir algún tipo de muro improvisado. Mientras aquellas cuestiones quedaban en el aire, lo único cierto era la noche perpetua que se cernía sobre todo ser viviente y existente. Con el tiempo los náufragos lograron establecer algunos muros de piedra que rodearon parte del campamento e impedían a los allí presentes quedarse atrapados en la niebla cuando ésta subía desde el mar y alcanzaba gran parte del bosque. Desde aquella óptica pocos cambios hubo al principio salvo que la gente empezó a sentirse más a salvo y los heridos, salvo rara excepción, terminaron sanando ante la ausencia de un frío tan agresivo como el de los primeros días. Mientras, la noche seguía ondeando, algunas tormentas más sacudieron la costa y pronto un hecho extraño despertó la confusión de los supervivientes. Lejos de allí, en algún lugar perdido en medio del bosque, vislumbraron una segunda hoguera. Debía estar situada cerca de una costa contigua pues más allá de los escollos de la bahía, la costa parecía arquearse y estrecharse quizá en una segunda orilla contrapuesta. Este hecho hizo que la imaginación de los más veteranos marineros quedara eclipsada por una confusión puesto que nadie podía saber a ciencia cierta la geografía que los rodeaba e incluso desconocían si realmente estaban en alguna isla o por el contrario en la costa de algún continente perdido. No obstante, todos los intentos de encontrar aquella luz terminaron en fracaso. La luz aparecía a veces en algún punto lejano y después de que la niebla impidiera durante horas localizarla, volvía a aparecer en otro lugar de tal manera que todo grupo de exploradores que tratara de encontrarla se perdía entre la densidad del bosque y terminaba volviendo al campamento con las manos vacías y un frío inusual en los huesos.
La noche se grabó en cada uno de aquellos corazones y sumergidos en la bruma de la ausencia de recuerdos bondadosos, las almas de aquellos náufragos perdieron toda esperanza de encontrar la vida que creían haber perdido. No fueron los primeros ni tampoco fueron los últimos en caer presa de aquella isla maldita, pero como sucede con casi todas las cosas, el entendimiento o bien termina encontrando una causa primera o un fin último y aunque durante las noches que debieron significar años en una vida mortal, apenas se llegaron a intuir los primeros esbozos de un camino incierto, algunas almas sí descubrieron en medio de un silencio propio una verdad que lejos de aterrorizar salvaguardaba un mínimo sentido. Algunos de aquellos ilustres desconocidos pronto invirtió la pregunta que había lanzado el primer enfermo en recobrar la salud. Ya no se preguntaba dónde estaban en tanto que alguien se interroga sobre una posición sino dónde estaba aquel lugar en relación a ellos. Había algo en aquel bosque que le debía resultar familiar y es que toda aquella red de árboles antropomorfos, mares intempestivos y arenas gélidas, debían estar en algún lugar recóndito de sus adentros.
Y dicho esto, se acercó a la hoguera y alzando sus manos, empezó a hablar a los allí presentes y contar una historia. Todos los náufragos escucharon con atención, al principio con curiosidad, afligidos por la tristeza de su tono, pero luego complacidos de las palabras del primer narrador, pues él hablaba a través del bosque que lo rodeaba, hacía de la bruma lenguaje verdadero y camino de salvación. Con cada una de sus historias, la niebla parecía menos amenazante y los allí presentes pronto empezaron a animarse y contar otras historias y después de un narrador hubo un segundo, así hasta que todos de alguna manera tejieron una historia que termino transformándose en leyenda. En ellos había principios y finales, emociones perdidas y heridas subsanadas. Conforme avanzaban las historias las luces lejanas se hicieron más nítidas y con el tiempo pudieron llegar a contar siete focos que resplandecían a la vez en lugares muy lejanos pero que quizá algún día pudieran ser accesibles al conocimiento. La niebla seguía haciendo su aparición y las tormentas a veces llegaban a poner en juego la delgada capa de esperanza que parecía haberse tejido alrededor del fuego, el cual no paraba de imponerse frente a la impenetrable oscuridad del bosque. En un tiempo incierto, lejano al primer naufragio, uno de los allí presentes, mientras trataba de reconciliar el sueño y después de una larga jornada de trabajo, descubrió algo insólito que anunció a gritos. En el firmamento se veían por primera vez las estrellas. Al principio había un par de luces apartadas en la lejanía, que brillaban como aquellas hogueras más cercanas, pero finalmente, a través de un mar de bruma gélida de gran altura, se insinuaba la silueta de la luna menguante. El primer narrador descubrió con su luz argéntea un sendero que bordeando el acantilado desvelaba algunas estructuras de piedra que antaño bien pudieron ser alguna cabaña o cobertizo. Parecía al principio un caserón pero cuando se acercaron varios de los hombres que por aquel momento estaban haciendo guardia, descubrieron que no era el muro de una edificación mayor. Aunque medio derruido, sobre ellos se alzaba los restos de un pequeño templo o ermita, algo construido por otros náufragos en tiempo inmemorial, algo que recordaba que, aunque ellos no estaban, seguía habiendo más senderos perdidos entre nieblas, noche y oscuridad perpetua y que pronto sus ojos estarían preparados para revelar. Sus voces, una vez purificadas, podrían describir el mundo, narrarlo, crearlo.