Luces en el abismo. Índice y notas.
«Siempre que no tengamos una meta merecedora de nuestro vacío copiaremos el vacío de los otros y con ello regeneraremos constantemente el infierno del que intentamos huir»
René Girard, La anorexia y el deseo mimético.
Los últimos vestigios de luz se habían agotado días atrás y mientras el reloj de arena volteaba sobre sí para engullir de nuevo la materia que creía suya, las manos callosas de Samuel subían y bajaban aquellas cuerdas que pendían en el aire, tratando de averiguar dónde estaba situada la tierra bajo sus pies. Cuando las predicciones de la catástrofe se hicieron pública, los medios de comunicación no pudieron hacer frente a la multitud de carteles y voces alzadas que corrían veloces a través del mundo. Algunos gobiernos cerraron todos los medios no gubernamentales y sumergieron a la población en un apagón informativo o bien recurrieron a la censura. La construcción de los búnkers dejó de ser un secreto y mientras las élites mundiales desaparecían trasladándose a algún lugar oculto y seguramente seguro, los gobiernos provisionales hicieron todo lo posible para mantener la calma. Se construyeron todo tipo de defensas y artilugios, aunque los últimos en quedar terminados fueron los trenes pertenecientes al proyecto Éxodo 55, unas colosales máquinas militarizadas que podían cruzar el mundo a través del corredor amarillo, una red de túneles, infraestructuras ferroviarias y estaciones que conectaban el mundo formando tres anillos que emergían desde dos nexos continentales. A finales de diciembre el silencio diplomático era ya una obviedad y todas las patrias parecían haber quedado descabezadas. La guerra terminó sin llegar a ningún acuerdo pues el frente fue uno de los epicentros casi seguros de la gran monstruosidad que arrasó el mundo. En aquellos instantes creían que la guerra había despertado algo en el interior de la tierra o que el imperio, desesperado por la última alianza de los reinos del sur, había hecho uso de algún tipo de arma química experimental. Lo cierto es que lo que vieron los últimos supervivientes los arrastró a pensar que el fin del mundo había llegado desde el mismísimo infierno pues de entre aquellas cosas, no todas eran o habían sido humanas, sino que había una oscuridad tal que no podía ser de este mundo.
En el pequeño reino de Cresma, sometido desde principios de la guerra al Imperio, los ciudadanos habían sido de los últimos en ver llegar a aquellos seres. Como advertían los correos funcionariales, la primera señal de peligro era la llegada de la niebla silenciosa. Luego llegaban los gritos y los famélicos, el resto de una humanidad sometida a una voluntad aterradora, capaz de socavar la naturaleza inalterable de lo creado y deformar su sino, haciendo del hombre una mera bestia destructora. Todos parecían correr, vociferaban como perros rabiosos y aunque algunos parecían todavía humanos, muchos aparentaban ser cadáveres andantes, mutilados, carcomidos por la guerra y olvidados por la vida. Aquellas tierras fronterizas, acostumbradas a la guerra, poseían ciudades fortificadas y la ciudad en la que transcurrieron los hechos, poseía una de las mayores reservas de soldados debido a su estratégica posición. Los famélicos al principio caían por el impacto de las balas. Un simple disparo certero y su cuerpo volvía a la tierra vencido, pero eran tantos y la niebla se hacía tan espesa que cada vez costaba más frenar su avance. Al final de un de un día del nuevo año, la ciudad reconoció que aquella horda no era más que la avanzadilla de unos seres que hasta el momento no habían hecho más que esconderse, observar y complacerse con la miseria ajena. Pronto llegaron los sonámbulos, lentos y silenciosos acompañados de las primeras hibridaciones, conjuntos de personas, animales y tejidos que se habían agrupado y amoldado a través de una especie de tejido tumoral que imitaba la estructura de los cuerpos anexados. Así pues, en el horizonte aparecieron las primeras hordas de colosos de carne y reses de varios pisos de altura que arremetieron contra las empalizadas, abriendo grandes socavones que dividieron los focos de artillería y facilitaron la entrada de la niebla. La gente huyó como pudo. La ciudad parecía estar tan segura que apenas llegaron a comprobar cuál era la segunda señal que seguía a la niebla. Murieron antes de ver la oscuridad. El pánico llegó a los propios soldados y entonces el cielo empezó a llenarse de puntos negros.
Cientos de aviones, dirigibles y globos salieron del aeropuerto. Otros intentaron huir por el río con pequeñas barcas, se escondieron en sus casas o trataron de abrirse camino a través de la ruta del oeste, acompañando la desesperada maniobra militar que de momento parecía haber asegurado un espacio de contención mientras dejaban la ciudad abandonada a su suerte. El gran Zepelín rosado iba acompañado de otros dos dirigibles de cobertura. Se decía que éste era tan grande que albergaba bajo su cúpula inflamable uno de los antiguos barcos del museo naval. El caos se hizo en el aire y la radio sólo repetía un mensaje una y otra vez: «Todos debían dirigirse rubo a la luz del sol». El globo en el que viajaba Samuel no era más que una cesta de conglomerados realizada por su familia, el vecino Dago y uno de sus amigos, un zapador ya experimentado que se encontraba de baja debido a la pérdida de un brazo. Aquel día, el horizonte se despertó con un atardecer y pronto la oscuridad engulló la niebla. Todos los allí presentes empezaron a escuchar voces. Primero eran como ecos de la memoria que cobraban realidad a través de los sonidos del viento. Más tarde eran ya susurros, vocaciones que parecían reclamar la atención de los supervivientes. Estas voces parecían proceder de fuera y flotaban en el aire, como si quisieran que los vivos cayesen al vacío al asomarse y tratar de entender el contenido de aquellas naturalezas quiméricas. Los mensajes de radio advirtieron tarde sobre aquellos fenómenos, pues algunos de los globos ya iban a la deriva, rezagados quizá fruto de su abandono o de alguna alucinación compartida. No había una manera segura de salvaguardarse de aquella amenaza, pues tras la entrada de la oscuridad, las luces espectrales en el cielo pronto se convirtieron en intermitentes. Parecían hebras de luz que caían desde el cielo exterior, como filamentos ligeramente luminiscentes que sólo adquirían realidad cuando uno los observaba detenidamente y con pavor.
Samuel y su familia mantuvieron la cordura al principio, aunque ya no había pizca de esperanza en sus semblantes. La oscuridad había llenado todos los recovecos del vacío y la radio tiempo atrás había enmudecido. No había ninguna señal de nave a la vista y varias explosiones en la lejanía les hicieron pensar en la fatalidad de lo que parecía evidente. Samuel no creyó en ningún momento que aquel estruendo significaba el fin del Zepelín rosado; mas bien pensó que había dejado caer algunas de sus bombas con tal de reagrupar el resto de la flota perdida. Empero, pasaron las horas y no había rastro de luz, sólo aquellas malditas hebras que se cernían sobre un mundo condenado a la extinción. La nave siguió en el aire más tiempo del que esperaban pero las provisiones, especialmente líquidas, escaseaban. En un par de días, si no alcanzaban ningún lugar seguro, tendrían que bajar obligados por el hambre o la sed. Samuel improvisó una red de cuerdas y cubos e hizo descender la nave con tal de encontrar el punto exacto de la tierra. Tenía miedo a descender en demasía y de perder innecesariamente un gas que luego podía resultarles vital para escapar, pero por la experiencia que le manifestaba su compañero soldado, era imposible que hubieran volado a tanta altura durante tanto tiempo. El globo siguió descendiendo y descendiendo, durante lo que podían ser perfectamente un par de horas. Aunque no se atrevió a acelerar la marcha, ante un cambio inesperado y brusco de corrientes de aires, decidió que podían hacer alguna prueba pues algo podía deformar el natural curso del viento.
Lanzaron varias bengalas. Dos de ellas se perdieron rápido en la oscuridad y otra emitió simplemente algún tipo de ruido, como si hubiera chocado contra algo. Harto del misterio y viendo que el resto de la tripulación parecía al borde de la locura, decidió hacer uso del combustible. Llenó uno de los cubos con el gas líquido, lo bajo a cierta altura y con una bengala lo hizo estallar. El estruendo fue tal que una luz potente e ígnea descendió iluminando el espacio. Bajo ellos se encontraba un abismo, como si la tierra misma se hubiera abierto de par en par, tratando de engullirse a sí misma, despertando toda una serie de laceraciones sin fondo repletas de sangre y cuerpos de los caídos. El cubo, motivado por el viento, se movió y al consumir la propia cuerda que lo sujetaba, se desplomó sobre aquel abismo sin fondo. Al haber descendido durante horas, parecían situados dentro de la propia hendidura, en medio de aquella herida desalmada de una tierra ya caduca. Sólo un pequeño atisbo de luz les avisó, un reflejo allí donde las paredes parecían eclipsadas por un pequeño montículo más cercano. Dago tomó la iniciativa esta vez y dirigió la nave hacia aquel reflejo. Samuel estaba tan agotado que sus ojos se entrecerraban fruto del agotamiento. Tras varios minutos de maniobra, el viento se volvió foribundo pero pronto pudieron comprobar de donde venía aquellos reflejos nocturnos. En medio de unas tumultuosas rocas y oscuridad, asomaba una especie de pequeña planicie rodeada de afilados precipicios. Era una especie de vieja ermita blanca como el mármol que le daba vida. En los laterales del edificio se podía ver una serie de vidrieras, las cuales habían reflejado la luz de su fuego. Mientras se acercaban, sonó una débil campana que no parecía visible desde su posición. Había más supervivientes y éstos les les esperaban en medio de aquella oscuridad infinita.