Las mil gotas de agua. Índice y notas.
El verano ya había llegado a su fin, pero el otoño no parecía vislumbrarse en el horizonte. Las lluvias apenas podían hacer frente al horrible calor que parecía perdurar. Faltaba poco para que se cumpliera un año de los extraños sucesos que habían sucedido en la urbanización madrileña de Los Girasoles. Dos jóvenes, Enrique y Luís, habían desaparecido sin dejar rastro y aunque la policía había investigado a fondo la casa de Borja, no se había producido ninguna detención. No obstante, los rumores se asentaron con fuerza entre aquella falsa recreación del entorno natural. Un equipo de investigadores apareció una vez en la casa de Borja; salieron de allí portando trajes blancos y máscaras de gas. Varios de ellos llevaban equipo informático, incluyendo ordenadores, discos duros y revistas. Pero lo que más llamaba la atención no era la cantidad de material que Enrique había podido almacenar en su cuarto, sino el estado del mismo. Todo parecía cubierto de una densa baba amarillenta e incluso la carcasa del ordenador parecía haberse oxidado por el contacto con aquel horripilante material. Muchos empezaron a murmurar, preguntando a ciegas si había peligro para los demás, si había suelto por el aire algún virus o agente patógeno. La policía no quiso hacer declaraciones, pero pronto nuevos sucesos despertaron la alarma de los allí presentes.
No muy lejos de allí, en la casa de Manuel, un adolescente había desaparecido. La madre, al ver que tardaba en salir del baño y no contestaba a sus gritos, abrió el cuarto con llave y comprobó horrorizada como allí no había nadie, sino algo. La ducha estaba abierta y el cuarto, lleno de vapor de agua. No obstante, sobre el plato de la ducha, había una sustancia pegajosa, semejante a la de un pulpo descompuesto, que estaba siendo engullida lentamente por el desagüe. A los tres días, otro suceso similar ocurrió, pero esta vez con testigos directos. Ricardo, un viejo amigo de la infancia de Enrique, había sufrido un inesperado accidente. Era de profesión runner, aunque de manera no remunerada. Sus amigos más cercanos decían que desde hacía semanas se comportaba de una manera extraña, había dejado de correr y cuando lo llamaban al teléfono, sólo contestaba con extrañas risas infantiloides, balbuceando y sorbiéndose las babas como si hubiera sufrido alguna alteración neurológica. En lo que muchos coincidieron fue en que había empezado a portar un extraño sombrerito verde como los que llevaba Robin Hood en las películas. Su madre al principio no le prestó mucha atención, pero cuando su padre quiso quitárselo, respondió de una manera violenta, se encerró en su cuarto y empezó a escuchar noise e imitar sus sonidos con una voz que no parecía provenir de su garganta. Al principio no quisieron darle importancia, pero luego empezó a pasarse los días mirando internet; armado con una red de cebolla, Ricardo contemplaba la parte más oscura del inconsciente humano, absorbiendo y participando de una esencia indescriptible e incuantificable. Fue entonces cuando empezó a defecarse encima. La madre, horrorizada ante la peste que empezaba a salir de su habitación, había querido convencerlo para que los acompañara al médico, pero él había conseguido atrincherarse en su habitación, amontonando toda una serie de libros y cómics sobre la puerta. Pero la cosa fue a peor, empezó a escaparse por la ventana y a correr por la noche. A sus padres no le preocupaba la tenue luz de las calles, sino el hecho de que los vecinos pudieran ver correr a su enajenado hijo por la urbanización, más todavía con los pantalones ennegrecidos y dejando una nauseabunda línea delatora allá donde pasase. Pero al final ocurrió lo inevitable. Eugenia, la simpática abuela de Tomás, estaba escudriñando por la ventana; no era una observación accidental, estaba deseosa de volver a ver al extraño hijo de los vecinos y ver si era verdad que era de esfínter liberal. Y su espera tuvo sus frutos, pues al poco rato de disimular casualidad por la ventana, pudo ver corriendo a Ricardo. No obstante, el susto fue mayor cuando lo vio explotar delante de sus ojos. Éste iba caminando tranquilamente por la calle, aunque sus brazos parecían simular una sensación de carrera. Entonces, algo extraño ocurrió, no pudo verlo claramente, pero Ricardo se agachó o bien para recoger algo o bien, para rehacer el nudo de sus zapatillas. La cuestión es que cuando su sombrero se deslizó suavemente de su cabeza, el cuerpo entero estalló, ennegreciendo la acera y salpicando todas y cada una de las ventanas de las casas de alrededor con heces. La policía no tardó en acudir allí. Eugenia salió horrorizada a contarles lo sucedido, pero viendo que su familia estaba también presente, quiso obviar los detalles de su hijo. Empero, lo que más guardó en sus adentros fue lo que vio a continuación. Algo seguía moviéndose por la calle y aunque no lo podía ver ni escuchar, lo percibía por el extraño reguero de gotas negras que dejaba a su paso. Ella sólo se santiguó y dejó de mirar por la ventana, como si detrás de aquellos sucesos, obrara un mal sobrenatural.
Aunque la gente se hacía preguntas y la policía oficialmente hablaba de la posibilidad de un rapto, ya empezaban a leerse conjeturas en las redes sociales. Todos los desaparecidos habían visitado las mismas páginas en internet y aunque tenían intereses muy variados, todos tenían en su ordenador el mismo video. El equipo informático de la policía comprobó que el video era el mismo, tenía el mismo tamaño, fecha de creación y metadatos, pero el contenido seguía siendo un misterio. Sólo se habían podido ver imágenes fragmentadas de lo que parecía ser un video de anime japonés. Aparecían tentáculos sobre un cielo amarillento y cuando el sol parecía mostrarse rojizo sobre un mar de olas verdes, el cielo se pixelaba progresivamente, perdiendo el color y haciendo que sobre las nubes se distinguieran cientos de rostros. Luego el video se cortaba y sólo se escuchaban ruidos guturales. Las otras partes del video o bien entremezclaban imágenes de películas de terror antiguo o bien estaban totalmente dañadas. El video se había intentado manipular en un laboratorio de ciencia, tratando de aplicar sobre él filtros de imagen y lecturas quirúrgicas sobre los mapas de bits. Pero, todo intento de interpretación de datos o volcado de información producía que la computadora se apagase para siempre. El interés fundamental, desde entonces, pasó a ser el lugar desde el cual se había descargado el archivo. La investigación deambulaba como un ratón atrapado en un laberinto sin origen o final, pero en mitad de toda aquella aridez metodológica, un insólito suceso tuvo lugar.
La tía Paca estaba mirando la telenovela plácidamente cuando de pronto escuchó un extraño ruido en el patio trasero. Armada con una simple linterna, abrió la puerta para ver si era el gato Timmy que se había quedado fuera de nuevo. No obstante, lo que allí vio la perturbó de tal manera, que tuvo que ser ingresada en el hospital. Después de toda una serie de ruidos secos y chillidos agudos, pudo comprobar por sus propios ojos, como dos cuerpos se entrelazaban en la oscuridad del jardín. No era un simple encuentro entre dos amantes, sino un acto sin explicación. Tal como ella gritaba desde la camilla, había reconocido la cara de Enrique. Pero éste permanecía entremezclado con algo que no era humano, y cuando enfocó con la luz aquel contexto, lo que vio le usurpó todo rastro de razón. El cuerpo de Enrique friccionaba y se acoplaba a una especie de animal infecto, inflado por unas extrañas membranas blanquecinas que no paraban de exhalar aire y sonidos profanos. No era una fricción suave sino violenta, acompañada de crujidos y desgarros varios. Pero lo que destacaba de su delirante relato era que aquello no era realmente Enrique, sino sólo una cabeza humana anclada sobre un gusano gigantesco del cual pendían pequeñas patas peludas. Cuando aquel rostro vio la luz de la linterna, salió despedido de allí y reptó por el suelo. A la vez, el otro cuerpo, de colosal envergadura, desplegó una serie de patas blanquecinas y saltó como un saltamontes gigante que huye al ser descubierto, dejando una lluvia nauseabunda con un profundo hedor a charquim.
Para muchos, no era más que un suceso aislado, fruto del miedo y la demencia de una mujer mayor. Pero para otro, la palabra del muchacho desaparecido, no era baladí. Armado con un rifle de caza y un machete, pronto hizo su aparición Manolo, el padre de Luís. Quería venganza, se sentía ultrajado, mancillado y quería limpiar su honor. Al escuchar el nombre de Enrique en la radio de la policía, intuía que el otro ser debía ser su hijo; o al menos lo que quedaba de él. Desde la desaparición de Luís había estado buscando información inflamable sobre los freaks en internet, sobre su evolución, comportamiento y hábitat. Estaba claro que sobre aquella urbanización flotaba un especiado aroma a feromonas masculinas, pero sólo un olfato entrenado como el suyo podía detectar aquel sutil aroma avinagrado. La policía estaba tan ocupada tomando muestras en el jardín, que apenas repararon en aquel hombre mayor armado hasta los dientes bajar de la furgoneta amarilla. Así pues, Manolo caminó despacio hacia el bosque cercano, tratando de no hacer ruidos innecesarios; cerca de allí había localizado tiempo atrás una pequeña fuente estanca de agua. El calor del verano se había prolongado debido al cambio climático y los freaks habían alargado su periodo de cría hasta provocar una epidemia inusitada. No obstante, ahí estaba él para terminar con todas aquellas transformaciones. Había decidido, sin contemplar otra posibilidad, eliminar a su propio hijo.
Sin embargo, aunque parecía preparado para todo, lo que allí vio, no le dejó indiferente. Escuchó execrables ruidos, forzosos movimientos escurridizos y toda una suerte de atropellados sucesos inverosímiles. Pero su objetivo no era ninguno de aquellos zánganos. Siguió aquel rastro de indecente aroma, rastrando como un soldado la posición del enemigo, pero lo que allí encontró, le disgustó sobremanera. Sobre aquel pequeño riachuelo, había un montón de cuerpos sin vida; sin embargo, no eran humanos, sino simples cáscaras de piel amarillenta. La transformación estaba más avanzada de lo que esperaba y a raíz de la espesura de aquella maloliente agua estancada, también pudo deducir que llegaba demasiado tarde. El cortejo debía haber finalizado horas atrás. No obstante, a pesar del desánimo inicial, no lejos de allí pudo rastrear lo que había venido a buscar. Allí estaba Luís, o lo que quedaba de él. Era una especie de amasijo sanguinolento de estrías arremolinadas alrededor de una estructura ovoide constituida por membranas supurantes de alguna especie de líquido alcaloide. Durante un instante quiso pensar que lo estaba liberando de su enfermedad, que de alguna manera el que recobraba el honor no era realmente la familia, sino su hijo mancillado. Pero sus pensamientos poco importaron, no tardó en disparar una y otra vez, siendo todos sus tiros certeros. Los ecos de dolor no se hicieron esperar, lejos de allí otros seres parecían haber percibido la muerte. El cuerpo se desplomó, realizando una especie de pintorescas vibraciones alrededor de lo que parecía ser su antigua espina dorsal. Sin embargo, cuando Manolo avanzó y quiso realizar una segunda abatida, algo empezó a moverse en su interior. El cuerpo del difunto, o mejor dicho, sus membranas, se abrieron como una flor y de él emergieron despedidos miles de pequeños seres, criaturas semejantes a los de una libélula pero transparentes, blanquecinos y con rostro humano. Eran cientos o miles y huyeron despavoridos alcanzando el cielo oscurecido de la noche con su recién soñada libertad. El ahora abuelo se quedó allí de pie, aterrorizado ante aquella visión. Era imposible abatirlos a todos, tratar de frenar la innata noción de los seres para perpetuarse y conservar la vida. En ellos pudo ver la cara de su hijo, pero también la de su tan odiado amante y la de otros que jamás había llegado a conocer y que quizá todavía continuaban con vida en alguna parte de aquella sierra. Pronto volvió al coche, no sin antes echar un último vistazo a la urbanización. El cambio ya había empezado. Nada ni nadie los podía ya detener. La urbanización salió a la calle, extrañados por aquellos zumbidos que procedían del oscurecido cielo. Todos miraban atónitos el panorama. Los ocultos secretos de un pasado ya vestigial habían retornado. No había vuelta atrás.