La sirena. Índice y notas.
La primavera todavía no se había pronunciado en aquellas tierras pero el viento recorría aquella bahía mohína aportando una tonalidad calurosa a un ambiente de temperatura muy variable. La humedad no era excesiva y las olas, casi extintas, pero el olor del salitre aliviaba momentáneamente las penas de Jorge, que había acudido a pescar aquel mediodía de marzo. El encuentro con sus aguas queridas, a las cuales no veía desde el verano pasado, no eran obra de unas prolongadas vacaciones sino de la necesidad anímica de encontrar la paz para sus adentros. Hacía unas semanas su amor se había ido, olvidándolo para siempre. Se sentía en aquellos momentos como un recipiente vacío. No sentía vergüenza o sensación de pérdida inmensa, sino simple pesar. La marcha de Isabel, unos días antes de las vacaciones de Pascua, había despertado en él un conflicto previo, casi ancestral en su naturaleza. Jorge se sentía como un testigo anónimo de un amor que parecía ya sólo un rumor.
Quería olvidar y para ello había elegido el mar. Había llegado a la conclusión de que todo aquello era una nefasta solución, pensaba en un principio que, llegado el momento, los recuerdos le avasallarían afilando recuerdos pasados y futuros imposibles. Sin embargo, una vez allí, la calma parecía disipar las inciertas expectativas de aquel hombre. Ver el mar era encontrarse con un recuerdo intacto. Se imaginaba de niño mirando aquella misma playa desde el horizonte y le embargaba cierta sensación de felicidad. Sabía que existía por aquel mar, aquel recuerdo lo salvaguardaba de todo lo que ocurrió entre aquellos dos momentos, en la infancia y en la edad adulta. Sin embargo, a pesar del escaso recorrido de su barca, pronto empezó a notar cierta inquietud en el agua como una corriente profunda atravesara el lecho marino debajo de sus pies.
Una misteriosa cola marina paso rozando la superficie del agua y no una vez, sino varias veces, acompañada siempre de pequeñas olas y un extraño aroma a lecho marino. Era algo inusual, porque no parecía ser la cola de un delfín y aunque se asemejaba más a la de una foca, ésta parecía estar compuesta de pequeñas escamas de color verde. En una de aquellas extrañas acciones, una silueta femenina se dejó ver delante de sus ojos y en ese preciso instante en el que se dio cuenta de que algo no parecía real, dos ojos blancos como diamantes relucientes lo miraron conscientes de su presencia. Estaban allí debajo, rozando casi la superficie. El mar se había puesto en una calma que jamás había logrado presenciar. Era como si aquel misterio le estuviese llamando. Entonces Jorge se tiro al agua. No pensó que fuera ningún depredador y menos aún que su cabeza le estaba empezando a fallar.
Le costaba ver debajo del mar, el agua estaba más fría de lo que esperaba y los ojos le escocían al contemplar aquel mundo incierto. A un par de metros pudo contemplar aquella silueta misteriosa, aquel cuerpo de mujer, con cola de pez y ojos de estrella. Le estaba mirando, suspendida en un mar pacífico lleno de algas y lecho de arenas tibias. Pronto emitió unos leves movimientos y su cuerpo empezó a tantear el espacio entre ambos. La sirena se acercó, no sin antes realizar numerosas acrobacias por aquel que era su reino. Su pelo se esparcía salvaje cubriendo casi la totalidad de su cuerpo desnudo. De su cabeza y otras partes del cuerpo salían varias espinas largas y afiladas, como los bigotes felinos o las espinas de ciertos peces abisales. Sin embargo, lo que fascinó realmente a Jorge fue su rostro. Sus fauces tenían ciertos rasgos monstruosos, con una nariz achatada y unas orejas en forma de media luna. Sus dientes eran menudos pero numerosos, pero sus labios parecían totalmente humanos. A pesar de despertar en él cierto miedo, sus ojos relucían con una primacía excelsa. Casi merecía la pena haber vivido sólo para ser contemplado por aquellos puntos de luz.
No pudo estimar el tiempo preciso que se pasó contemplando su singular belleza, porque antes de que pestañeara una vez más, sus bocas se juntaron. Y lo mismo ocurrió con sus cuerpos. Jorge trataba de abrazar su figura, aunque las manos de ella siempre le detenían con una destreza suprema, como si pudiera predecir cada uno de sus movimientos. Con ágil destreza mordisqueaba su rostro y besaba los labios de Jorge. Al principio el impulso era esperable dada la calentura que despedía su cuerpo, pero pronto sus movimientos se volvieron demasiado agresivos. Empezó a sentir dolor y aunque al principio decidió ignorarlo, uno de sus mordiscos le despertó de su letargo. Con las manos intentaba separarse de ella pero su fuerza le había abandonado por completo. No podía distinguir si era el abatimiento del cuerpo o del alma. La sirena lo había atrapado, hechizado. A pesar de estar a su merced, enrollado en su pelo enmarañado y envuelto con sus escamas, pronto los mordiscos cesaron y sólo sintió el suave recorrido de su lengua. Limpiaba su sangre y sus pequeñas heridas, conocedora quizá de sus excesos. Jorge mantenía los ojos cerrados, inmóvil de temor. Sin embargo, ella continuó con sus besos y caricias, hasta que el miedo de Jorge disminuyó y empezó a abrir los ojos de nuevo. Sentía que su tacto lo salvaba del dolor, sus besos le insuflaban el aire que no podía respirar y casi con total seguridad sentía que ya no quería ser libre de ella nunca más.
Entonces la sirena dejó de acariciarlo con forzado desdén. Sus rostros se alejaron con brusca separación y su larga melena volvió a ondear libre sobre aquel mar inmortal. Sin pronunciar ni una sola palabra giró sobre su cuerpo y nadó hacia la profundidad de aquel lecho. Tal era la velocidad con la que nadó que le negó toda posibilidad de despedirse o por lo menos de ver por última vez aquellos dos ojos blancos de luz. Jorge sintió por primera vez aquel dolor en el pecho, aquella desgarradora soledad del abismo que había estado evitando. Sus pulmones estallaban de necesidad y sus ojos apenas podían tantear una nueva luz en medio de la oscuridad. Miraba hacia arriba y bajo sus pies. No podía ver ni distinguir ningún horizonte posible en aquel profundo abismo.