La mirada del Dios de ayer. Índice y notas
Fue un día despertino de marzo cuando me encontré a Isaac por la calle. Yo estaba sentado en la terraza de una pequeña cafetería y aunque no acostumbraba a comer en lugares ajenos aquella vez me encontraba esperando a una amiga que jamás reapareció en mi vida. En lugar de ello vi a un viejo conocido caminando nervioso por la acera. Se acercaba a mí y aunque en un principio parecía demasiado atormentado como para reconocerme, dio la casualidad que se paró en la misma terraza para pedir el fuego ajeno. Fue entonces cuando se percató de mi presencia y se acercó a mi mesa buscando quizá el rostro afable de la comprensión. Y así era. El denotado nerviosismo de su cuerpo venía acompañado de unas vivencias todavía más inquietantes. Sin entrar en pequeñas introducciones o consideraciones fáticas, su mensaje iba referenciado a la vivencia que aquella misma mañana le había atormentado. Isaac parecía haber visto un fantasma o al menos así lo pude entender. Sin embargo, él aseguraba que aquello que se le había aparecido podía ser una de las miradas de Dios. Me habría gustado indagar en la posibilidad de que mi amigo se encontrara cautivo de algún efecto farmacológico, o en su defecto, de alguna sustancia enteógena. En nuestro transcurrir, sintió mis dudas y antes de que pudiera ofrecerle algo de razón, me invitó, sin alterar el tono, a comprobarlo por mí mismo.
Cualquier día de aquellos, la respuesta esperada habría sido una respuesta negativa, más aún al considerar que ya había quedado con alguien. No obstante, viendo la hora que era y comprendiendo que María José jamás iba a aparecer en aquella terraza, decidí acompañarlo en sus fabulaciones. No era al principio una curiosidad sana, sino más bien una preocupación sana hacia mi viejo amigo; quería, además de calmar su nerviosismo, saber algo más de su vida. La última vez que lo vi estaba estudiando la licenciatura de matemáticas, pero por lo demás, sólo recordaba de él que era un admirado seguidor de la fotografía y del cine japonés antiguo. Después de pagar el café, le seguí por la acera y tratamos de actualizar nuestras vidas. Estaba tan nervioso que se había olvidado pedir fuego y marchaba a mi lado sin desprenderse del cigarro que colocaba ansiosamente sobre la comisura de los labios para luego devolverlo a sus despistadas manos. Y durante el camino, me confesó la causa que motivaba su miedo. Decía que estaba tomando unas fotos en un almacén antiguo cuando lo vio todo. A pesar de que trataba de explicarme qué es lo que vio, si era un fantasma o si aquello era realmente Dios o una parte de él, evitaba de manera consistente describirme el marco de la escena. Sólo conocía el contexto externo y la conclusión de su alterada persona. Pronto descubrí todo lo demás.
Cuando llegamos allí estaba el edificio, delante nuestro, en las afueras de la ciudad. En medio de barrios periféricos y caminales de tierra. Era un antiguo almacén de muebles, construido sobre las bases de una antigua fábrica. Mi amigo aseguraba que era una antigua fábrica de ladrillo, pero de ésta no se conservaba más que unas paredes externas que servían de garaje a los camiones de la empresa. No obstante, lo que más me sorprendió de aquello era el interior. Al estar alejado del verdadero polígono industrial, aquella ruina había permanecido inalterada, libre de sucios grafitis y peligrosos delincuentes. Una manta de polvo cubría todo el suelo y dejaba entrever una multitud de huellas que superaban con creces la propia suciedad. Era como si una legión hubiese paseado por allí en las últimas semanas. Isaac me comentó que fue aquello lo que más le llamó la atención; fotografiaba todos los días el mismo edificio y las huellas cambiaban, pero a mí me parecía que aquellas pruebas sólo demostraban la inquietud de sus propias piernas. Creía que había movimiento en aquella fábrica y, sin embargo, era extraño que siempre se produjeran cuando él no estaba. Pensó en dejar el equipo grabado por la noche, pero por la disposición de los corredores y la ausencia de escombros, temía que alguien le robara el material. Así que decidió quedarse la noche anterior. Y por eso estaba tan alterado, porque había visto hacia dónde iban todas aquellas pisadas.
Antes de proseguir por aquellos pasillos me preguntó si realmente quería verlo. Yo me encontraba dubitativo así que asentí con poca vehemencia, ignorante de lo que se nos venía encima. Así pues, llegamos hasta el lugar que le había obsesionado durante estas últimas horas. Era una habitación normal y corriente, parecía un pequeño almacén para documentos, pero lo que más llamaba la atención era el espejo que había engarzado en la pared. Era un espejo viejo, manchado por el polvo y castigado con algunas perforaciones que parecían a simple vista accidentales. Había mancha de cemento en algunas partes del mueble y la superficie a la que estaba adherida era metálica, algo que se podía comprobar con la desmesurada oxidación de su superficie. Pero lo más abrumador de toda aquella experiencia fue lo que se veía reflejado en él. Había un hombre. Mi primera impresión fue girar la cabeza tratando de alternar con la realidad, como si fuera posible que el espejo reflejara otro ángulo. Pero no era así. Nos acercamos un poco y entonces Isaac se aferró a mí cogiéndome del brazo. Aquella figura movió sus manos y levantó la cabeza para mirarnos fijamente. No obstante, sus ojos, aunque se dirigían hacia nuestro encuentro no encontraban objeto donde reposar la mirada. Sentía que éramos dos, miraba hacia un lado y hacia otro, pero luego volvía a permanecer allí de pie, imbuido en una oscuridad desoladora, con su viejo sombrero marrón y una indumentaria que parecía de los últimos siglos. Isaac habló muy despacio esta vez, con un tono mínimamente aprensible. Me indicó que aquello era la mirada de Dios. Yo le pregunté, manteniendo el mismo tono furtivo, el por qué de su afirmación. Yo sólo veía allí un hombre, quizá un fantasma de otro tiempo o un espíritu atrapado en su propio tiempo. Su traje, su piel envejecida, sus manos agrietadas, todo cuadraba con la imagen de un hombre de finales del siglo XIX. Un gestor o quizá un mandamás de la factoría había muerto allí tiempo ha. Pero él seguía aferrado a su idea, y con temor, me instó a que le mirara como él nos miraba a nosotros.
No entendí muy bien a qué se refería, pero tratando de ver algo más en el espejo, me di cuenta de que aquello no era un hombre. Era lo que Isaac trataba de decirme. No pude explicármelo tan detenidamente como llegué a aquella compleja intuición, pero cuando miré el espejo, más allá de la persona que lo habitaba, vi que aquella superficie guardaba algo más que una figura y eso sucedió cuando dejé de mirar el hombre y traté de ver lo que él debía ver. Había una mirada que congelaba la sangre y cuando la encontré, la figura reflejada me miró directamente a los ojos. En ellos vi el miedo, un miedo contagioso capaz de enturbiar las razones más opacas. Durante aquellos instantes, vi una oscuridad tremenda y me vi a mí mismo delante del espejo, en otro lugar, alejado de la presencia de mi amigo y del extraño ser que aparentaba ser humano. Vi el fin de nuestro tiempo, la inquietante dirección del tiempo hacia su propio fin. Y el ser humano no pertenecía a sus misterios, se había extinguido como una mota de polvo en el horizonte, junto con todas sus posibilidades. Después sentí la presencia de Isaac a mi lado, pero esta vez tuve una sensación horripilante y por la fuerza con la que me agarraba, sentí que era una sensación compartida. Nunca hablamos del tema, pero creo que ambos vimos nuestras muertes. La de mi amigo parecía muy lejana, incómoda y triste, pero la mía me era más familiar. Me vi a mí mismo morir en unos diez años. La enfermedad podría conmigo. Cuando aquella oscuridad se despejó volvimos a nuestro propio tiempo, aletargados frente a una consciencia que trataba de recobrar el camino perdido. Mi amigo se echó al suelo tiritando de frío. El vaho salía de nuestras bocas como si la temperatura del lugar se hubiera consumido por completo.
Salimos de allí lentamente, como si temiéramos después de todo de que alguien descubriera las horripilantes verdades a las que habíamos estado sometidos. Isaac me comentó que había que romper ese espejo antes de que otros lo vieran. Yo sólo caminé hacia la salida, buscando nervioso la compañía del día. Le calmé diciendo que aquello daba igual. Tenía la intuición que aquel espejo no era el único y que, en otras partes del mundo, otras miradas eran reflejadas hacia nuestro mundo, quizá incluso con peor misericordia. Ambos caminamos de vuelta a la ciudad y nos sentamos en un parque, tratando de que el calor volviera a nuestro cuerpo, pero el día se había vuelto gris y una densa capa de nubes blancas nos impedía ver el sol. Hacía más frío y así lo pensé, pero no era el día el que se había enfriado realmente, sino nuestras almas. El reconfortante calor nunca volvió a nuestras vidas. Todo se volvió demasiado gris, falto de esperanza.
Me despedí de Isaac dos horas más tarde. Él volvió a sus fotografías urbanas, tratando de encontrar otros espejos como aquel, creyendo encontrar algún día el equilibrio perdido tras sus miradas. Tuve la curiosidad muchas veces de volver a la fábrica simplemente para saber si aquel espejo seguía allí o alguien se lo había llevado, pero nunca lo hice por miedo a descubrir más fatalidades. Y la vida continuó, pero yo me consumí en el silencio. Al día siguiente me vi de nuevo en la misma cafetería, pensando en el fin de los hombres. El día volvía a estar gris a pesar de la cegadora luz del cielo. Miraba por aquella acera por la que Isaac había caminado el día anterior, pero no veía ninguna mirada particular, todas me parecían emborronadas por el fatal desenlace de su historia. Reflexioné una última vez, tratando de recordar aquella mirada, la mirada del Dios de ayer, pero mi mente la había olvidado. Fue un mero instante en que sus pupilas tocaron las mías y, sin embargo, aquello no me había reconocido tal como yo soy. Un simple parpadeo en la mirada de Dios, un día ciego en su eterno resplandor y la humanidad había nacido y perecido en el eclipse de su mirada.