El encuentro en la noche perdida. Índice y notas.
Sobre aquel manto inhóspito de oscuridad, un océano de estrellas fugaces se extendía más allá del mundo supralunar, en algún lugar entre Sirio y la Gran Nube de Magallanes. Los fuegos consumían rápido el oxígeno al tantear los primeros palmos de aquella extraña atmósfera. Fueron muchos los meteoritos que cayeron aquella noche pero aunque la mayoría quedaron diezmados antes de fecundar la sacralidad telúrica, los enigmáticos rayos de la luna iluminaron grandes superficies que, aunque acompañaban la inusual caída de luces, se movían a un ritmo propio incapaces de frenar su fatal eclipse. Aquellas figuras angulosas y finas como la superficie de un lago en calma cruzaron el firmamento en llamas y se perdieron en la inmensidad del bosque negro, provocando explosiones e incendios en varios puntos del planeta. Mientras tanto, un viento seco y colérico surcó el estrecho valle de la muerte. Al oeste, allí donde dormitaba el sol, la atalaya del clan de las águilas permanecía oscura y silenciosa, ajenos a los latidos de incertidumbre que irrumpían amenazadores durante el sueño. El grupo de Akumai fue testigo de los inhóspitos cambios en el elevado y silencioso transcurrir de los astros. Habían perdido recientemente al hombre más mayor, a excepción de Zimuj cuya vejez y su recién adquirida ceguera le habían obligado a permanecer en el norte, con los hijos de las serpientes. El clan había estado viajando durante varios días y aunque habían sufrido varios ataques de lobos y alimañas hambrientas, lograron refugiarse en el desfiladero, lugar de muertos y grandes piedras, almas protectoras que guiaban a los perdidos de vuelta al hogar de sus familias. El joven no tenía de momento ningún lugar donde marchar pues llegado el invierno, la marcha se hacía demasiado peligrosa.
Durante siglos habían conformado un clan con muchos hermanos e hijos. Eran como un río caudaloso que atraviesa la tierra de principio a fin; sin embargo, desde muchas estaciones atrás, nadie reconocía sus rostros y los jóvenes deambulaban siguiendo los antiguos mandatos sagrados, esparcidos por doquier, buscando las tierras del norte con la marcha de los uros y las tierras del valle con las primeras lluvias fuertes. Aquel ciclo, sin embargo, les había pillado durante una migración frustrada. Habían logrado guarecer del peligro al llegar a los montes y aunque apenas tenían agua, conservaban provisiones de carne seca, bayas, algunas raíces comestibles. Dos lunas atrás, tras perder a uno de los hermanos por el peligroso sendero de sombras, se habían topado con uno de los pueblos de las águilas. Aunque precavidos comos siempre, desde la lejanía levantaban las manos en son de amistad. Habían bajado por una de las laderas y portaban un gran surtido de peces, incluyendo varios tipos de salmónidos, crustáceos y alguna escurridiza anguila. Intercambiaron la mayor parte de los peces por carne de cabra ya secada pero especialmente por huesos, plumas, un cuchillo de cobre, algunas piedras brillantes muy valoradas en el sur por su comercio y un par de pieles. Había sido un buen intercambio; sin embargo, no hubo felicidad aquella noche para Akumai, ya que el hombre que había muerto recientemente era su padre. Ahora, mientras contemplaba los astros, mantenía un áspero debate interno, pues aunque en el cielo los astros marcan el destino humano, él se preguntaba cómo podía albergar dudas frente a algo que ya estaba de antemano fijado.
Allí en la hoguera, en medio de un risco fronterizo entre la vida y la muerte, el grupo permaneció en silencio, prestando gran atención a los truenos sin luz que parecían rezumar de aquellos bosques incendiados en lontananza. No había alegría en sus miradas y fuera de la hoguera, a sólo dos pasos de su presencia, el frío calaba en los huesos, dificultando incluso la respiración. Fue en aquellos momentos de noche incipiente cuando las llamas de la hoguera empezaron a arremolinarse conformando extrañas formas jamás invocadas. Todos miraron el fuego con sospecha pero era éste el que parecía estar observándoles desde las cenizas recién nacidas. Un movimiento de ramas secas se escuchó tras sus espaldas pero los cinco hombres que permanecían en la hoguera estaban tan absortos con la luz que no respondieron ante la presencia del extraño. Tras uno de los senderos, cerca de la piedra calcárea de un montículo, había una extraña figura. No se correspondía a ningún hombre o animal salvaje y aunque estaba de pie, las sombras, acompañadas de todo un conjunto de harapos y partes de una coraza de metal maltrecha, impedían ver cuál era su verdadera naturaleza. Todos se giraron hacia él, silenciosos, incapaces de pronunciar palabra o tomar la iniciativa. Tal era el aura de respeto que desprendía aquel cuerpo desconocido que incluso el más aguerrido del clan no osó en ningún momento levantar la lanza contra su presencia. Aunque había tensión y miedo, todos estaban tan aletargados que escrutaban la superficie de aquel ser con agotamiento, tratando de ver algún atisbo de humanidad. En un acto ajeno a la razón humana, Akumai se apartó moderadamente de la hoguera y dejando un hueco entre sus hermanos, cogió un trozo de salmón ligeramente ahumado hacia el extraño en señal de ofrecimiento. Entonces sus ojos se hicieron visibles, como dos grandes aperturas simétricas de color azul, acompañados de dos pequeñas luces blancas a su alrededor y un tercer ojo, más oblicuo que los dos frontales y de color solar, situados en lo que parecía ser su frente. Caminó lentamente y mientras lo hacía, no dejaba ningún sonido perceptible tras su paso.
Algo en la oscuridad de la noche, a varios pasos tras él, parecía estar emitiendo ruidos tintineantes, pero desprovistos de luz propia y ajena, éstos quedaron siempre en el más recóndito misterio. El ser se acercó hacia ellos y cogió agradecido el trozo de salmón. Lo probó sin dudarlo. Sus manos eran blancas, llenas de manchas grises y verdes. Tenía una mano muy parecida a la de un anciano aunque con dedos excesivamente largos, muy asimétricos y sin unas uñas perceptibles. La luz de la hoguera iluminó una parte de su rostro, aquella que no estaba protegida por pieles. Los hombres intentaron comprender de qué tierras procedía aquel ser pero sus rasgos, más parecidos a los de un un reptil óseo que a los de un humano, hacían imposible responder a aquella pregunta. El ser quedó allí frente a la hoguera; se hacía evidente que también a él le afectaba el frío y así permaneció, primero tomando con gran ímpetu el alimento ofrecido y luego entreteniéndose haciendo muescas y señales extrañas con las manos ante un fuego que parecía entenderle y con el que tenía una extraña afinidad. No llegó a pronunciar ningún sonido, salvo una especie de gruñido leve y muy agudo ante uno de los grandes estruendos. Akumai lo escudriñó el silencio. Pensó en sus adentros si aquél ser tenía que ver con aquellas naves caídas del cielo. Nunca podría llegar a comprender cuál era su origen y cuál era su destino, pero lo que sí era cierto es que había algo en él que le resultaba familiar y que permitía una conexión que ninguna reflexión racional podía explicar en su plenitud. Él también había perdido algo y ese algo era muy valioso para él. Su destino también había sido alterado.
Antes de que la noche se hiciera más amarga, el frío amainó ligeramente, aunque todavía el amanecer estaba lejano. Muchos ya habían cerrado los párpados para descansar en sueños. El ser se marchó en el mayor silencio, no sin antes tocar el rostro de aquellos que le observaron, como una señal de despedida y dejar algunas cosas que debían ser ofrendas desde su entendimiento. Para Akumai dejó una especie de amuleto con grabados indescifrables y un par de perlas azules que parecían vibrar cuando estaban juntas. También dio algunos unos trozos de metal que consideró que podían serles de gran utilidad. Eran de un material extraño y debían ser restos de su antigua coraza. Antes de desaparecer en las sombras miró a sus anfitriones a lo lejos y desapareció. Nunca más volvieron a ver un ser así pero su rostro siempre quedó en un mito que con los años quedó convertido y adornado en extrañas leyendas. El ser, extraño para ellos, perdió muchas cosas aquella noche pero también comprendió que lejos de su hoguera, también había un espíritu que crecía y se materializaba bajo otras formas de vida. Mientras, el cielo estrellado seguía latiendo. Para ambos siempre fue un misterio sin resolver.