El ángel caído (Parte 1). Índice y notas.
I – La rebelión de Satanás
Pocas almas han sido testigos del comienzo de la historia, de aquel preciso momento en el cual, silencio y tiempo ocuparon un mismo instante. Desde la creación, la música de las esferas había llenado cada uno de los espacios del universo y no había esencia que no vibrara con su eterno resplandor, pues todo emanaba desde la ciudad celeste hasta los puntos más remotos e inimaginables del universo. Sin embargo, un solo ciclo lunar bastó para que los mismos cimientos del cielo vieran peligrar su estructura. Durante largo tiempo, los pensamientos oscuros habían ido creciendo en el reino de los cielos y aunque el más alto grado celestial tuviera unos planes determinados a través de su voluntad, una respuesta estalló como un rayo en la bóveda celeste y a punto estuvo de partir en dos el punto central del cual emergió el primer movimiento.
Dios dijo: «Obedecerás». Satanás dijo: «¡No!». Entonces el creador reiteró su mandato y después de conjurar el imperativo por segunda vez, el adversario contestó: «Jamás».
Y el tiempo fue consciente de sí mismo. Una sombra se cernió sobre el pensamiento de Dios y por vez primera, conoció éste la duda. Las miradas deambulaban furtivas y desde el primer silencio, los astros parecieron dejar su marcha interrumpida. Nadie recordó qué alma fue la primera en mancillar la antesala de los tres amaneceres, pero aquellas largas escalinatas de mármol blanco pronto se tiñeron con la sangre de los benditos. Como una reacción en cadena, unos ángeles se abalanzaron sobre otros, arrancándoles con tal malicia la existencia que sólo Dios había sabido disponer. Algunos fueron degollados, otros acribillados con trémulos cuchillos de fino cristal. Nada parecía planificado y, sin embargo, el desafío de Satanás resonó en la esencia misma de alguna de aquellas criaturas haciéndoles despertar impíamente de su letargo. El principal motivo había sido la creación del hombre o al menos así lo creyeron los supervivientes. El adversario y sus huestes entendieron su creación como el más alto agravio a su orgullo; era acertado pensar que muchas de aquellas criaturas estimaron que serían los nuevos señores de la creación, aunque algunos posiblemente empezaron a sentir el deseo mucho antes de la creación del primer hombre, pues antes de que Satanás diera señales de rebeldía, el lucero del alba había empezado a brillar con una intensidad inusual y algunas voces se habían atrevido incluso a buscar en sus iguales interacciones ajenas al Creador. Los ángeles superiores y los arcángeles habían estado durante tanto tiempo orando a Elohim que a duras penas fueron conscientes de la confusión que empezaba a reinar en los detalles más mínimos de toda esencia creada.
Y a pesar de que el primer estallido de violencia fue aterrador, su impacto fue evidentemente simbólico, pues pocas fueron las almas derrotadas en comparación con las batallas venideras. Las trompas y los clarines estallaron en la lejanía y el portón del azur se cerró por completo. Reinó la confusión, pues, aunque los ángeles parecían predispuestos hacia la defensa de Dios, les costó en un principio aceptar que había sido uno de ellos el que había empezado aquel abominable levantamiento. Los alzados pronto se hicieron con el dominio de las escalinatas y saquearon los hogares de los vencidos hasta hacer trizas las huellas del Creador. Buscaron entre las escasas pertenencias de los muertos nuevas armas con las que expandir su terror, pero al no hallarlas en demasía, algunos empezaron a pagar su frustración con los edificios y con la propia constitución de aquello que habían llamado hogar. Muchas almas habían sido arrebatadas o al menos así lo creyeron los potenciales diablos porque nadie sabía qué era de la sustancia del ángel cuando el cuerpo celeste que lo contenía quedaba destruido. Dios había procurado que aquello siguiera siendo un misterio incluso para las almas más elevadas. Los guardias de las esferas celestiales pronto acudieron a los muros y desde la ventajosa posición de altura, dispararon con sus luminosos arcos de luz. No obstante, los primeros intentos de defensa no fueron del todo efectivos puesto que la multitud que se mostraba más allá de los muros permanecía entremezclada, haciendo que los arqueros no pudieran distinguir entre fieles e insurrectos. Aquella confusión primera salvó la vida de muchos ángeles oscuros que huyeron al ver que los barrios más elevados se habían tornado infranqueables y que los más aguerridos coros de ángeles habían tomado las posiciones de cada una de las puertas que daba acceso al anillo interior de la ciudad, aquella desde donde se podían acceder a los cielos intermedios. Satanás se percató inmediatamente de aquel contratiempo y vociferó tratando de hacerse notar entre los gritos de odio, sollozos y lastimaciones. Tres ángeles con gran autoridad se pusieron inmediatamente a sus órdenes y trataron de trasladar la batalla hacia la planicie arbolada del ágora, lugar alejado de los muros de plata desde donde se podía tener acceso tanto al puerto como a las puertas menores de los espejos. Aquellos tres lugartenientes serían posteriormente conocidos como Azazel, Arioch y Mefistófeles y entre sus huestes destacaría alguna de las almas corrompidas como Alastor y Nergal. Otros rehusaron trasladar la batalla a campos más seguros y siguieron con su caótica maniobra de destrucción. Éstos fueron prontamente masacrados por las potestades que contraatacaron desde la puerta del azur y los barrios más elevados; no obstante, algunas de aquellas enfurecidas criaturas terminaron sobreviviendo y huyeron en secreto a través de los túneles de lo insondable. Entre tales vestigios del pasado se encuentran Behemoth, Foras y Orias, de los cuales se dice que todavía vagan por el mundo produciendo interminables maldades y que no conocen amo ni señor más que el mal que crece en sus entrañas.
Mientras los barrios periféricos de la ciudad de Dios parecían sucumbir a los tumultos. Una oleada de insurrecciones pareció despertar en el firmamento entero. Constelaciones enteras cambiaron su rumbo y unas estrellas se abalanzaron sobre otras, produciendo una encadenada red de destrucciones mutuas y cataclismos que dejó el universo desquebrajado. Entre aquel vacío deflagrador que empezó a asolar el cosmos, surgieron temibles adversarios como Astaroth, Belzebú, Sydonai y Nergal, muchos de ellos, ángeles custodios de estrellas o guardianes de los rayos sagrados de luz, aunque la gran mayoría eran ángeles de menor categoría que habitaban en las pequeñas ciudadelas cerca de la ciudad de Dios. En el espacio exterior, extensas zonas quedaron en completa oscuridad, pero desde otros lugares, los custodios respondieron afanosamente contra la oscuridad que trataba de expandirse, promoviendo la defensa de la luz de una manera heroica, intuyendo, aún sin mandato de Dios, que el bien debía permanecer a toda costa. No obstante, miles de estrellas fueron borradas del firmamento y gran parte de los planetas quedaron asolados por los ángeles de las estrellas rebeldes, que lejos de la luz divina, se rebelaron especialmente contra el orden divino, sembrando cientos de soles negros y haciendo que muchas de las estrellas se volvieran errantes, sin un punto de referencia o guía sobre el cual orbitar.
Mientras, Satanás consiguió apoderarse del puerto del oeste, del Ágora y del barrio de las flores, esperando así reunir primero las huestes necesarias antes de asaltar la primera fortaleza y los muros de plata, pues a través de los ecos del firmamento, los rebeldes pudieron confirmar que la rebelión se había producido en todo lo creado y que miles de seres insurrectos habían empezado a migrar hacia la luz propia de Satanás, la cual emanaba ahora inigualable maldad. Muchos ángeles bondadosos habían muerto tras el primer asalto y entre ellos se encontraban innumerables querubines y serafines de lo cuales ya no se conoce nombre. Dios había desaparecido y las puertas del cielo, aquella que confiere acceso al Tálamo, habían sido selladas. En medio de la confusión y ante la desaparición de Dios, los arcángeles tomaron el mando y juntos protegieron cada uno de los cielos resplandecientes. Entre ellos destacó San Miguel, pues si no hubiera sido por su fortaleza y determinación, Satanás no habría esperado más tiempo para asaltar los muros de la ciudad. Las tropas celestiales sellaron cada uno de los barrios y aunque algunos permanecerían cerrados a cal y canto, a través de túneles y murallas, los más altos custodios de la fe pronto empezaron a formar trinchera alrededor de los espacios mancillados.
II – La derrota
Fuera, el universo entero parecía sumergido en el más vestigial caos, los ángeles rebeldes llegaron a conformar un tercio de la totalidad y aunque muchos de ellos destacaron en maldad, no pudieron reunirse todos en un punto exacto para incrementar su poder. Los bastiones de las estrellas, con sus Dominaciones, terminaron cortando las líneas de comunicación y una gran parte de la fuerza pereció en batallas interminables allende el vacío del universo. De aquellos ángeles que quedaron en la más remota oscuridad se dice que fueron los Profundos los que permanecieron desde entonces alejados tanto de Dios como de Satanás, consagrados sólo al silencio y a la observación. Otros como los Grigori siguieron sembrando el caos allí donde la luz de Dios asomaba con debilidad pero sólo de entre ellos, los Nephilim, se atrevieron a irrumpir en las zonas luminosas de la creación para cometer actos sacrílegos.
Durante el levantamiento, cuando las legiones llegaron a las faldas del gran monte coronado, las tropas estaban diezmadas en número y muy castigadas por la guerra, pues para llegar a la ciudad habían tenido que asaltar numerosas torres y emplazamientos defensivos. No obstante, tal era el odio que engendraban sus inflamados espíritus, que osaron atacar de todas maneras el fuerte principal de la ciudad. Algunas tropas lanzaron frondosos ataques hacia los muros y otras trataron de socavar la fortaleza intentando destruir los cimientos de los edificios colindantes. La batalla duró días y aunque fueron muchos los ángeles bondadosos que perecieron en los muros defendiendo a Dios, más bajas hubo entre los malvados, los cuales terminaron siendo acribillados por los arqueros celestiales y sus lanzas de afilado tormento. Entre aquellos ataques murieron grandes lugartenientes de los que hoy poco se sabe, pero entre los tres sucesos más desgarradores se encuentran la caída de Satanás, el cual fue herido de mala manera por la espada de San Miguel. Intentando asaltar la torre principal, ambos se enzarzaron en singular combate y aunque la furia garantizaba al insurgente una fuerza y rapidez inconmensurables, no era rival para el arcángel, el cual luchaba con la fe misma de Dios, mostrando un temple y una resistencia infranqueable. Tras muchos forcejeos y golpes, la espada del arcángel penetró en el costado de Satanás, haciendo que por primera vez éste sintiera el dolor. El adversario cayó hacia atrás y emitiendo un fuerte rugido de dolor, cayó desplomado de la torre, haciendo que su espada se perdiera entre cuerpos y escombros. Los rebeldes al ver a su líder caer, vociferaron de odio y entonaron desgarradores gritos de malicia, pero fue tarde para cambiar el transcurso de la guerra, pues sus tropas ya parecían agotadas y los muros habían resistido los infructuosos ataques de los rebeldes. Antes de que se hiciera la noche, las flechas surcaron el cielo y los insurrectos se escondieron a los dominios inferiores de la ciudad, allí donde todavía reinaba la discordia y el caos. Las torres de asalto estaban ardiendo y no parecía haber ya mucho material disponible para rearmar los arietes. Nadie encontraba el cuerpo de Satanás y aunque trataron de reunir el poder, algunos ángeles empezaron a pensar que era mejor idea retirarse a las estrellas negras y trasladar la lucha hacia terrenos más ventajosos. A pesar de que discutieron en la más profunda oscuridad, no llegaron a establecer ningún plan de ataque, pues las puertas del azur se abrieron y de allí emergió un coro de virtudes. Mientras los ángeles caídos debatían con sulfurada emoción sobre a quién debían obedecer, una procesión de virtudes caminaron silenciosas a través de las calles, llevando la luz de Dios a cada uno de los recovecos de aquel mancillado lugar. La luz que penetró pronto por las ventanas y los tejados colapsados, empezó a provocar en la piel de los ángeles una fuerte sensación de dolor y desamparo, pues a partir de entonces entendieron que la luz divina les provocaría profundas heridas sangrantes.
Acobardados por tal visión y por el dolor punzante de la luz, huyeron en masa hacia el puerto, tratando algunos de alejarse a través de los mares celestes o bien embarcándose en aquellos botes que habían sido preparados de antemano para trasladar las tropas. El retroceso representó el calvario de su destino. Una vez tomada la escalinata y las plazas principales, los más aguerridos y valientes guerreros de Dios, comandados por Rafael, recorrieron las calles y combatieron a todos los enemigos que se encontraron a su paso, pues había alguna de aquellas criaturas tan poderosa que ni la luz de las virtudes podía hacerles frente. Mientras, los proyectiles surcaban el cielo nocturno y cientos de escorpiones lanzaron un mar de muerte y destrucción sobre el horizonte oceánico, allí por donde los caídos procuraban escapar. Otros fueron más osados y atravesando las puertas del oeste, lograron salir de la ciudad sanos y salvos, descendiendo por los montes hasta esconderse en las cuevas más remotas de la creación. Dicen que el contraataque no habría sido tan efectivo de estar la luz del astro sobre el firmamento, pues San Miguel se veía privado, a pesar de su fe en Dios, en dar excesivo castigo a aquellos que habían osado mancillar el acto del Creador. A través de la oscuridad, un manto de fuego y destrucción cayó sobre sus espaldas. Los botes se incendiaron y miles de ángeles cayeron a través de las nubes, incapaces ya de alzar el vuelo debido al agotamiento. Entonces cayeron sobre la creación misma que habían tratado de destruir y muchos se precipitaron bien sobre mares y océanos o bien sobre la misma tierra, la cual, después de sufrir tremendos sismos, se abrió mostrando el infierno que albergaba en sus entrañas. El fuego cayó del cielo y mientras sus cuerpos caían calcinados sobre aquellos mantos de agujas y rocas perforantes, los ángeles bondadosos no pudieron hacer otra cosa que llorar frente al castigo que ellos mismos habían infringido. San Miguel no quiso contemplar aquel desastre y giró tratando de buscar con sus ojos a Dios. Sin embargo, éste se había retirado a los cielos superiores y desde entonces pocas veces había hecho acto de presencia si no era a través de una de sus formas.
Entre aquellas luces caídas como meteoritos sobre una tierra inexplorada, estaba el cuerpo de Satanás, el cual había logrado sobrevivir aunque conservando unas profundas heridas que lo lastrarían el resto de su existencia. Sin embargo, aquella noche todavía tendría lugar un tercer suceso que estremecería las almas más puras. Mientras las virtudes purificaban la ciudad y los ángeles disparaban sobre el mar embravecido de la noche, un ángel oscuro, Molok, dicen también que acompañado por Abbadon y por Kroma, planearon un último ataque de venganza. Mientras todos huían, ellos prepararon la mortal trampa que más daño haría a la imagen del cielo. Durante el asalto llenaron la ciudad de túneles con el objetivo de minar las murallas de plata pero al verse desprovistos de sus naturales apetitos por la destrucción, decidieron llenar aquellos espacios de fuego secreto, un arma que Molok conjuró con su más oscuro pensamiento. Cuando las virtudes parecían haber limpiado la ciudad, una llama se iluminó en los ojos de Rafael y acto seguido media ciudadela estalló por los aires. Abbadon murió en el acto aunque de Molok dicen que escapó convertido en humo negro. Miles de ángeles y las más apreciadas virtudes de Dios murieron en tal acto blasfemo. Rafael salió ileso pero nada pudo reparar el daño de su corazón al ver como los ángeles caídos se llevaban un trozo de cielo tras su destierro. Mientras, los gritos continuaron y llenaron el mundo con su dolor. Una lluvia de almas caía sobre la superficie del mundo, llenando la tierra de ángeles descarnados desprovistos ya de todo rastro de bondad.