Anomalías II. Índice y notas.
I – Interferencias
Alberto caminaba todas las tardes por la misma calle, aquel día era martes y había salido de las clases particulares de inglés. Le gustaba ir por la gran avenida porque allí se detenía momentáneamente delante de un escaparate lleno de maquetas y muñecos de colección. Nunca había comprado nada de lo que ofrecía aquella tienda antigua y tampoco se había atrevido nunca a entrar; no obstante, siempre que tenía la oportunidad soñaba con que algún día podría montar uno de esos aviones en miniatura, recortar las piezas, pegarlas, pintarlas y en definitiva, trabajar con ellas. Debía ser una afición compleja pero a largo plazo satisfactoria. Antes de cruzar el último paso de zebra estaba pensando en si alguna de esas tardes libres podría ir al cine. El semáforo ya se había puesto en verde pero mientras cruzaba la calle el Sol empezó a brillar con tal intensidad que lo cegó momentáneamente. Pudo cruzar hasta la acera contigua pero aquel resplandor seguía grabado en sus retinas y nadie más parecía estar cegado por su magnificencia. Miró a su alrededor y paró en seco. No quería llamar la atención. Entonces empezó a escuchar unas voces extrañas en su interior.
Una era demasiado vibrante para ser entendible, pero otra, a pesar de hablar con menor intensidad y tener un timbre molesto, tenía una dimensión perlocutiva fuertemente persuasiva. Le hablaba en primera persona, con cierto ademán de respeto. Le conminaba a ir a la tienda más cercana, comprar algo que no lograba entender y dejar el producto en un parque cercano. Alberto estaba tan asustado que entró en la tienda aunque antes de entrar no tenía ni la más remota idea de qué querían aquellos seres. No se paró a reflexionar si aquellas voces estaban sustentadas o no en una realidad física pero cuando las obedeció, notó tal calma y quietud que no pensó en otra cosa que satisfacer sus mandatos. Cuando entró en la tienda, una extraña visión apareció fantasmagóricamente sobre uno de los pasillos. Era un pandorino. Alberto, creyendo que era aquello lo que ansiaban los extraños interlocutores no dudó en comprar unos cuantos. Por suerte llevaba el suficiente dinero encima para tal menester. Tras la compra, salió de la tienda y fue al parque que le habían dejado. Allí tuvo la intuición de dejar la bolsa en uno de los bancos y marcharse sobre sus pasos.
Las voces desaparecieron y el resplandor del horizonte amainó hasta adquirir su natural resplandor. No obstante, cuando estaba a punto de abandonar el parque, una extraña luz apareció en el camino que dejaba atrás. Al girarse pudo ver como en medio del parque había un extraño cacharro metálico, similar a una cacerola antigua pero de varios metros de diámetro. Unos seres, semejantes a unos peluches subían a ella por unas puertas laterales y el extraño vehículo se elevó desapareciendo ante su vista, no sin dejar antes un fogonazo de luces multicolor. La bolsa que había depositado en el banco había desaparecido y todos los que paseaban por el parque permanecían de pie, inequietos, como si hubieran percibido algo extraño aunque no podían definir el qué. Alberto se marchó desconcertado. Las voces nunca volvieron a su vida pero cuando llegó a casa pudo ver sobre su escritorio un papelito que decía: «Muchas gracias».
II – La excentricidad del señor Ricard
Finalizado el verano, esperé nervioso la llamada de mi gran amigo Ricard. No era una persona muy afectiva y nuestro vínculo se reducía a la reflexión intelectual y el intercambio de noticias interesantes por la red, sí debía guardar un sentimiento agradable hacia mí pues yo era la primera persona a quien había llamado antes la inauguración oficial de la primera fiesta de mes. Aquél día yo estaba afeitándome delante del espejo del baño cuando sonó el teléfono. Era Ricard. Me invitó como esperaba a su casa; su voz era como siempre armoniosa y mostraba una calma contagiosa. No obstante, sí había cierta alteración en su timbre y ante mi insistencia, me dijo que aunque siempre tenía ganas de verme, esta vez su deseo había aumentado en grado sumo pues tenía algo importante que enseñarme.
Cuando acudí a su hogar, todo estaba tal y como lo recordaba. Éramos a penas unas siete personas las que iban a poder gozar de las novedades de otoño antes que nadie. Los pasillos, como de costumbre, estaban adornados con cuadros de temática modernista y algunas esculturas que trataban de representar objetos que aunque la mente reconocía como tales, uno no podía adivinar su utilidad si es que la tuvieran. Cuando llegamos al salon, su semblante cambió y al girar nos miró a todos con una sonrisa grandilocuente, como aquel que espera en los próximos minutos el mayor de los reconocimientos sociales. Había algo extraño en la sala y aunque intenté esforzarme en ver qué había cambiado sí sentí que había una extraña vibración en el ambiente. Ricard señaló la pared lateral y allí todos vimos una simple plancha de madera quemada con relieves; al acercarse sacó un pequeño artilugio similar a un llavero y pulsó un botón. La superficie de madera empezó a elevarse y enrollarse como una persiana hábilmente camuflada. Pronto dejó al descubierto lo que parecía ser una pared de cristal llena de moscas que deambulaban agitadas sobre un suelo repleto de larvas y carne en descomposición. Ante tal impresión, Ricard nos explicó en qué consistía su nueva excentricidad. Se trataba de una pecera de moscas que insonorizada y cerrada herméticamente para evitar el hedor, podía albergar toda una nauseabunda colonia de insectos siempre y cuando tuvieran oxígeno y esa carne de cerdo que alguien debía introducir por algún recoveco oculto. Todos aplaudieron sorprendidos y mientras Ricard sonreía de emoción pude distinguir como la señorita Julia decía que quería una igual en su salón. Mientras, pequeños montículos de larvas se revolvían y esperaban su momento para emerger convertidas en una tormenta de moscas y moscardones. Las veladas y los canapés de aquel año iban a ser particularmente diferentes.
III – La nueva moda
En noviembre del año 2022 tuvo lugar un extraño suceso. Todo empezó cuando una mujer llamada Ellen caminaba por la Gran Vía de Madrid. Nadie supo exactamente su nacionalidad pero algunos decían que era nativa de la ciudad, aunque de padres suecos. Pasando por alguna de las multitudinarias tiendas empezó a sonreír mientras hablaba con una amiga por teléfono. Pronto su sonrisa captó la atención de los transeúntes. Todos quedaron anonadados por la extrañeza de sus sonrisa; un fotógrafo que justamente estaba allí, Andrés, haciendo fotos callejeras para terminar su trabajo de fin de grado, sin buscarlo ni quererlo, captó aquella exótica sonrisa con su cámara digital. Muchos expertos dicen que antes de que Andrés publicara aquella imagen en su blog de fotografía, ya hubo alguna difusión previa pero lo cierto que fue su proyecto el que cimentó el nacimiento de una nueva moda viral.
La gente quedó asombrada por la extrañeza de aquellos dientes y antes de que alguien pudiera conocer realmente la razón detrás de aquella forma, porque bien podría tratarse de una anomalía de nacimiento, una modelo francesa pronto dio a conocer su radical cambio. Habiendo conservado sus dientes de leche, Jeanne logró reimplantárselos después de una larga y costosa cirugía bucal. Cuando sonrío para una revista de gran renombre, quedó allí inmortalizada aquella boca semiabierta de labios carnosos poblada por una retahíla de diminutos dientes que se agolpaban intentando representar un orden a una simetría imposible de alcanzar debido al natural espacio entre ellos. Al principio algunos vieron aquella moda como algo de mal gusto e incluso bautizaron aquellas anomalías como «bocas de piraña». Los dentistas profesionales siempre desaconsejaron realizar tales atrocidades. No obstante, pronto se convirtió en tendencia y la gente empezó a coleccionar dientes de leche para algún día poder disponer de aquella sonrisa cautivadora.