
I – Avoid
Era dura la noche para el escritor baldío, agotado en palabras y seco en imaginación. El día había resultado infructuoso, alimentando una sensación de aspereza anímica y rigidez del lenguaje que había empezado a forjarse para su propia consciencia desde los inicios del verano. Silvio pasaba las mañanas estudiando, preparándose para una oposición. Unas tardes trabajaba en una librería de un familiar y el resto las dedicaba a escribir o a estudiar. Ya no había descanso en su vida ni sensación de alivio o satisfacción; en lugar de eso, sobre su nevera sólo pendía una hoja con un rígido horario de escrituras y lecturas que había sustituido a la dieta. A pesar de escribir durante horas, a veces las distracciones lo arrastraban hacia un espacio de palabras no dichas e imaginaciones a medias. Muchas veces eran los ruidos externos los que lo atormentaban; otras, las obligaciones de una vida no vivida. Sin embargo, no eran pocas las distracciones propias las que lo apartaban de sus metas y a la vez lo condenaban a una fuerte sensación de mediocridad.
Para evitar tales desdichas, había decidido prescindir del ordenador y había comprado una máquina de escribir de segunda mano. Ésta funcionaba de una manera simple, accionándose mediante los golpes directos sobre las teclas. No era de aquellos últimos modelos que permitían retroceder y aplicar cintas correctoras desde la propia máquina. El ruido al principio resultaba molesto, pero además de acostumbrarse pronto a él, también empezó a entender la especial dinámica que empezaba a producirse entre su propia alma y la máquina. Sentía como si algo se le escapara entre los dedos, no como un rapto o un robo de palabras, sino como una emanación que no agotaba su existencia sino todo lo contrario; se sentía crecer con aquel torbellino de palabras que escribía, como si todas aquellas palabras no surgieran de una consciencia fija y delimitada, sino de los propios entresijos y misterios de su inconsciente.
La máquina de escribir, de esta manera, empezaba a ser concebida como un traductor del alma, como un catalizador de aquella energía que tenía por agotada o inexistente. Sin embargo, a pesar del torbellino de palabras que a veces caían sobre su escritorio, aquel martes de octubre, su máquina se paró en seco y mientras apretaba los labios en señal de esfuerzo, sintió como si algo dentro de él se hubiera movido, como si algo obstaculizara aquella conversación consigo mismo. Podría ser que algo en su interior lo estaba boicoteando o pudiera ser también que su propia mente, desprevenida al principio, hubiera desarrollado ya los mecanismos necesarios para frenar aquella emisión prohibida del inconsciente. El martes, al terminar la tarde, sólo había podido desechar unas frases, luego un folio entero cuyo contenido no llegaba a ninguna parte y finalmente un par de palabras que incluso había escrito con faltas de ortografía.
Al haber podido saborear algunos días de logros, con cuantiosas y valiosas palabras, no desechó tan rápidamente el desconocido optimismo que recientemente había acudido a él. En lugar de ello, decidió esperar. Esa noche cenó y luego, tras ver una película, simplemente soñó, antes o después de dormirse definitivamente.
II – Conexión
Al despertar, había algo sobre la mesa del escritorio. El folio estaba más que empezado. No lo podía creer. Éste no había sido colocado allí pues estaba todavía incrustado en la máquina, medio doblado sobre sí mismo, esperando quizás a ser descubierto y retirado. Silvio leyó lo que en él había escrito. Parecía el inicio de un relato o de un cuento. Sólo describía un lugar muy frío y polvoriento, con una pormenorizada atención al detalle atmosférico, con palabras firmes que alimentaban una atmósfera dual que oscilaba entre un presente material y real cargado de fatalidad y un pasado sutil, insinuado, imbuido de tristeza y melancolía. Él no recordaba haber escrito aquellas cosas y aquellas palabras, aunque lejanas y ajenas a su persona, no dejaban de sentirse como cercanas, próximas a un sentido que él debía haber experimentado. Aquella tarde libre la utilizó para escribir, agotándose en él una buena combinación de palabras que constituían el verdadero principio de una obra. Aquel lugar inhóspito, sobrecogedor y horrible en un sentido romántico no podía ser otra cosa que la tienda abandonada de un antiguo fabricante de juguetes. Un hombre que desapareció del mundo, no sin antes haber sufrido los tormentos de quien pierde algo en la vida. En este caso, el fabricante había perdido a su hijo. Le pareció un tema demasiado utilizado pero era lo que le parecía adecuado.
El relato, iniciado en un espacio inconcreto, construido con sentimientos solidificados y abstraído a través de una arquitectura del pesar, pronto se conformó como una historia de algo o más bien de alguien, dejando la puerta abierta para que aquel hombre, el viejo fabricante de juguetes, todavía innominado, falto de carácter o de sueños, pudiera bien ser un hombre sometido a la pena o un simple recuerdo, irreal o fantasmagórico de un testigo al que todavía le hacía falta esencia y acto de ser. Algunos pasaban frente a la tienda y ésta estaba cerrada. Otros aseguraban haber comprado allí alguna vez, no como juguetes o regalos para alguien sino motivados por una especie de afán conservador de aquellas cosas ya desaparecidas. Aquellos muñecos que había en el escaparate no parecían juguetes para niños, sino más bien para coleccionistas.
Silvio se fue a la cama aquella noche agotado, incapaz de comprender cómo había podido olvidar el inicio de aquella historia. Dudó de si era buena idea empezar un cuento si todavía tenía la novela para terminar, pero antes de que plantear el más mínimo borrador bajo su adormecida voluntad, su mente cayó bajo una lluvia de sueños diáfanos. En ellos se veía delante de una tienda mas ésta no tenía puerta ni ventanas. Quería entrar dentro pero no podía. Tampoco sabía qué quería y si había algo allí que él quisiera o pudiera comprar.
Al despertar, volvió a ver algo inexplicable. Sobre el escritorio había una serie de folios, habiendo uno que apenas había sido empezado dentro de la propia máquina de escribir. No disponía del tiempo suficiente para leer aquella historia porque tenía que trabajar. En su lugar, se llevó aquellos folios para leerlos en el descanso o cuando la librería se encontraba vacía. Mientras leía aquellas palabras, recordó el sueño que había tenido. Aquella tienda no sólo era una antigua tienda, era también una tienda de sueños rotos. Pensó entonces en una pila de muñecos rotos, desechados, dispuestos de tal manera que parecía que sólo las ratas jugaban ya con ellos.
Esa tarde, terminó de leer la historia y por poco llenó un folio entero antes de irse a la cama. Estaba claro que él no había continuado la historia y que alguien debía haber ocupado su lugar. Para cerciorarse de que él no escribía bajo un estado semejante al sonambulismo, cerró la puerta de la habitación con pestillo y colocó una cinta adhesiva entre la puerta y el marco adyacente. Todas las pruebas que aplicó sólo le confirmaron que él no era quien escribía por las noches. O alguien se colaba en su casa para escribir mientras él dormía o la máquina se escribía sola, alimentada por la energía de un fantasma o por las proyecciones de su mente a través de una dimensión desconocida. La historia continuaba, enfatizando ahora una serie de sucesos pasados y presentes en aquel lugar, dejando algo de lado la vida del fabricante y enfocándose en una especie de maldición que esta vez alcanzaba algunos de los objetos que éste había fabricado los últimos años de su vida.
Pasaron los días y las noches y la historia seguía creciendo. De un relato corto pasó a una especie de novela corta. Silvio, ante la imposibilidad de encontrar a alguien que le diera una explicación y ante el miedo a quedar en ridículo si contaba aquel hecho en el trabajo, decidió acudir a un experto en Internet. En un foro cuya firma digital había caducado un lustro atrás, un experto le dijo que aquella máquina estaba poseída por una especie de ente o demonio de otra dimensión. Otro experto opinó que había un fantasma que intentaba jugar con él y le recomendó que dejara de escribir. También había algunos usuarios en otros foros que afirmaban haber vivido lo mismo aunque nunca aportaban pruebas; otros en cambio, directamente lo insultaban o lo amenazaban con ir a su casa y robarle la máquina. En otro rincón de la web encontró un experto que le hizo un rápido diagnóstico: su máquina no se encontraba poseída sino que él estaba escribiendo junto con su sombra. Decidió pues consultar a otro experto y encontró a un junguiano algo entrado en años que tenía un blog. Tras analizar el caso y comprobar que Silvio no podía estar físicamente delante de la máquina de escribir cuando ésta escribía, llegó a la conclusión de que la máquina de escribir se había sincronizado con otra. En otro lugar había alguien parecido a él que se encontraba ante una misma situación de impass y la máquina había actuado como una especie de módem o catalizador entre él y el otro. Lo que él escribía por el día, aparecía en la otra máquina. Lo que no podían asegurar los expertos era si el otro recibía el mensaje instantáneamente o si la máquina reproducía el mensaje por la noche mientras el propietario dormía. Una hipótesis era que el otro escritor escribía de noche habiendo recibido ya el mensaje previamente; la otra hipótesis era que la máquina reproducía el mensaje por la noche, al igual que él. Esta hipótesis encajaba mejor en la historia porque explicaba el lapso que solía haber entre comunicación y comunicación, pues a veces podían pasar incluso tres días antes de que la máquina actuara.
III – Desconexión
La conexión se produjo a finales de octubre y terminó a principios de abril del año siguiente. Silvio dejó de preguntarse quién estaba detrás. Cualquier intento de comunicación fue imposible. Una vez dejó un párrafo aparte en la escritura preguntando directamente al otro quién era. La historia prosiguió como si el otro no hubiera leído aquella nota o la ignorara deliberadamente. Podría ser que aquel mensaje no apareciera en la otra máquina de escribir y que el otro interlocutor también hubiera lanzado preguntas sin retorno. No obstante, cuando quiso volver a preguntar, un escalofrío recorrió su cuerpo y no se atrevió a entremezclar aquellas cuestiones con la propia historia. Pensó al final que era mejor no saber con quién estaba escribiendo realmente. Su terapeuta de Internet le recomendó que analizara las partes por separado y que tratara de verlas también en su conjunto, buscando patrones o nexos referidos a la integración o a la compensación. Aunque al principio no resultó de gran ayuda, si terminó viendo un patrón. Cuando Silvio acentuaba la historia en un sentido, su interlocutor lo hacía en el otro. Si el personaje aparecía demasiado sumergido en diálogos internos, el otro incorporaba descripciones neutras y cambios de escena. Había algo en él que de alguna manera no permanecía ajeno. Y sin embargo, eran tan diferentes que sólo en su conjunto, aquella historia parecía real.
Al final, el personaje, uno de los muñecos que había creado el antiguo fabricante de muñecos, se encontró solo en aquel sótano mugriento, armado con unas tijeras. La madera de su cuerpo, aunque sanada, presentaba unas pequeñas marcas de carcoma y en su cara se había grabado unos lágrimas para poder llorar. El último paso que debía hacer era cortar los hilos que emergían de sus muñecas, su cabeza y sus rodillas.
Silvio acogió aquella última parte un 4 de abril y permaneció unos días sin saber qué iba a hacer el muñeco. Finalmente, éste cogió las tijeras y cortó sus hilos, quedando inmóvil en el sueño mientras lloraba desconsoladamente. Silvio se apartó de la máquina sobrecogido, sin saber si aquella era libertad o eterno cautiverio. Se levantó y apartó de la máquina durante aquella tarde y luego sólo escribió algunas frases más que terminaron convirtiéndose en dos párrafos de pura agonía y desasosiego. Al terminar, se fue a la cama. Pasaron los días y la máquina quedó enmudecida. El 17 de abril, retiró el último papel de la máquina. La conexión, sea como fuere, había desaparecido. La máquina ahora se mostraba ante él como una herramienta rota, vieja y oxidada. La conexión que lo unía con el otro se había cortado bruscamente. No sabía si algo le había ocurrido, si el otro había seguido escribiendo en su particular mundo o si realmente no había ningún otro. Pasaron varias semanas hasta que finalmente Silvio empezó a considerar que la historia había llegado a su fin.
