Sesenta y tres parcas contra el viento. Índice y notas.
Tras el calor sofocante de la tarde y la noche sin rostro vino la luz que no ilumina sino a las sombras y entonces me olvidé de mi nombre y del recorrido de las estrellas mismas. Allí, donde el campo llano se convierte en laberinto, me encontré deambulando entre silencios mortecinos y no hallé más guía que el cercano suspiro del viento desesperanzador del este. La llanura se hacía extensa y bajo un manto sin nombre, su extensión parecía la del mismísimo firmamento. Debí caminar durante tanto tiempo que en mi cabeza se habían esfumado los días y las noches tratando de recordar cómo había llegado hasta allí. No había en mi interior recuerdo sino vacío, una desbordante sensación de miedo y unas ganas inconmensurables de escapar.
Entre oscuridades y preguntas opacas, la noche debió extinguirse, al principio tímidamente y luego con un extraño zumbido o resplandor que sólo acentuaba la hostil oscuridad que me engullía. Mis pies, que con tanto contacto con la tierra ya deberían haber enraizado, finalmente se paralizaron. Lejos de allí se escuchaba el murmullo de lo que parecía ser un riachuelo. Me apresuré a acercarme pues aunque en mi cuerpo no había señales de cansancio o sed, la singularidad de su existencia me atraía como un fin en sí mismo. Mientras lo hacía, empecé a notar un cansancio atronador y mis pies los notaba agrietados, llenos de inflamaciones y ampollas, pues desnudos estaban ante tanta calamidad. La tierra húmeda debió despertar en mí una conexión con el dolor. Pronto las lágrimas emanaron atraídas hacia el suelo y mis manos empezaron a temblar mientras el amanecer se encontraba ya curioso en el horizonte. A lo lejos una especie de círculo en llamas debió alzarse como la estrella mayor del firmamento, opaca en su centro y radiante en sus límites, como una corona llameante. Su luz me hizo ver la niebla que todo lo cubría y que emanaba desde todas partes menos desde aquel espacio recobrado, una especie de riachuelo secundario que emanaba de un gran río no muy lejano donde podía divisar un puente y algunas figuras en movimiento.
Aquel círculo solar estaba acompañado de varios cometas resplandecientes, siendo de un tono rojizo aquel que contrarrestaba el tono áureo del extraño horizonte. Su luz me permitió divisar, allí, en medio de un río, una figura espectral que parecía estar escrutando la corriente. Parecía un alma en pena, un hombre traslúcido que portaba algo en las manos que permanecía oculto a la vista. No obstante, en su mano derecha blandía una especie de lanza o arpón de pesca que debía usar más como medio de sujeción que como herramienta. La corriente no era en verdad fuerte pero aquel recuerdo oneroso permanecía allí sobre el río, expectante, como un espantapájaros que protege algo que él mismo ha olvidado.
Con el miedo a lo desconocido decidí andar con la cautela de un zorro y al bordear el pequeño riachuelo me encontré con la extraña forma de un corcel fantasmal. Desprovisto estaba de brida y aunque su aspecto era el de un espíritu asalvajado, me apresuré a coronar su grupa desnuda. Aquellos animales debían haber estando deambulando perdidos en la niebla y quizá habíamos compartido la misma curiosidad por el murmullo del agua en movimiento. Al intentar salir de aquel inusual páramo, el ruido de los cascos y el movimiento de los cuerpos en la maleza atrajeron la atención de algo que debía deambular por las inmediaciones. No debió pasar ni un instante hasta que me encontré con la Muerte. Allí, de pie, cerca de un meandro y cubierto de maleza hasta la cintura. Levantó la mano y me señaló con su huesudo dedo maldito. La calavera que tenía por rostro abrió sus fauces y en su neutralidad, no pude ver ni ira ni festejo, sólo la reacción de un mundo ante su opuesto.
Tras el encuentro, aceleré la marcha y mi corcel intuyó rápido la situación de peligro, acelerando como un alma prófuga del mismísimo infierno. Se escucharon el sonido de otras bestias y pronto, de la maleza y otras lindes, el páramo se lleno del eco de la vida, de su sombra. Como lobos hambrientos, emergieron objetivadas en siniestros jinetes y me siguieron desde las lindes del río hasta la planicie infinita. Sus corceles eran vivaces, unos negros y otros blancos, pero todos ellos eran la misma muerte. Pude contar al principio seis, luego dieciocho y al cabo de media hora, sesenta y tres. No todas las parcas iban a caballo, algunas corrían o simplemente estaban allí de pie, apareciendo y desapareciendo con cada giro desesperado de mi montura o con cada horizonte donde la niebla parecía ser menos hostil. Muchas gritaban con un sonido desolador, agudo, asfixiante, ácido, con unas hebras de tristeza que marcaban mi corazón y que por algunos instantes hacían que mi vista se volviera borrosa. Con el paso de las horas, sus galopes se escuchaban más cercanos y entonces pude ver que lo que llevaban no era una lanza o guadaña sino cazamariposas. Muchas de ellas llevaban aquel extraño artilugio y lo zarandeaban al viento haciendo ostentación de intenciones.
Mientras las horas pasaban, mi corcel se cansaba. Su espíritu parecía envejecido, abatido. No podía reprocharle nada a aquella forma salvaje pues su cuerpo estaba ya agrietado al igual que mis pies y aunque a lo lejos vi aquel puente que debí intuir tiempo atrás, ambos conocíamos que no podríamos llegar hasta él. El cuerpo del corcel pronto se endureció y mientras caminaba más lentamente, su vello se hizo blanco y las crines que hasta el momento parapetaban el viento, se deshacían ahora entre mis manos convertidas en pura ceniza. Antes de caer al suelo, vi el puente de madera a lo lejos. Detrás de él, había un viejo molino cuyas colosales aspas giraban eternamente, despertando la primordial pregunta de si el viento mecía sus brazos o eran éstos la fuente de todo el movimiento del cosmos.
Entonces caí y antes de sentir la tierra, el barro y las cenizas de mi corcel hecho tiempo, sus cazamariposas se cernieron sobre mi cuerpo y me apresaron. Entonces descubrí, entre chillidos de júbilo y triunfo, que yo no era humano sino una simple mariposa. Mis pies habían desaparecido y mis preciosas alas permanecían aplastadas por las redes de aquellos utensilios infernales. Cruelmente alejaron de mi forma su aleteo. No podía ver a más de varios pies a mi alrededor y en mi memoria sólo hay cuerpos amortajados y pulcras calaveras que me observaban con sus ojos de tiniebla.
Entonces escuché unas losas de piedra deslizarse y se hizo de nuevo la noche. Llegaron a un camposanto, a la morada de los muertos y allí, librándome de las redes, me arrojaron a una nueva cárcel, un sepulcro de mármol embellecido con hermosos relieves que no llegué a disfrutar. Mas por dentro sólo había piedra áspera y desnuda que albergaba un pequeño agujero por donde entraba la luz del inframundo. Allí, sometido a la noche del sepulcro, empecé a escuchar sus aullidos hasta que éstos se convirtieron en cántico. Intenté entonces volar, desplegar las alas y asomarme hacia aquel pequeño agujero para escapar pero entonces me di cuenta que ya no era una mariposa sino un gusano que había crecido con el miedo y cuyas patitas se movían trémulas ante las vibraciones que agitaban la tierra. El agua de aquel río debía anegar las grutas subterráneas de aquel lugar, imbuyendo la tierra con un aura sobrenatural que estremecía mi alma pues las vibraciones se sentían con el clamor de las voces de los muertos.
Finalmente, los rezos de las parcas se volvieron más fuertes. Sus palabras se convirtieron en chillidos y finalmente de éstos emergieron gritos humanos, gritos que parecían de niños doloridos por el hambre y el frío. Mi cuerpo empezó a hincharse y con ellos, entré en pánico y comprendí el miedo que había entre todas sus voces desesperadas. Me hice uno con ellos. Sólo pude gritar y mis sonidos empezaron a resultarme humanos. Encerrado en aquella oscuridad, cautivo entre los muertos, sin esperanza, gritando y sollozando esperaba a mi propio nacimiento.