Marcos. Frío y temblor. Índice y notas.
Buenos días, Marcos. Hacía tiempo que quería escribirte, pero los días han ido pasando y a mi natural inclinación a desdibujarme en bocetos que nunca termino de rematar se ha ido añadiendo un dolor que me ha silenciado el alma. Tiempo atrás llovió en demasía y aunque te recordé, la lluvia me trajo recuerdos muy lejanos de una infancia perdida. Podría contarte mil cosas desde mi último intento de comunicación. Te hablé de la tristeza y del laberinto, de la soledad y de mi natural inclinación a perderme en los fantasmales recuerdos de días menos felices. No podía contar nada realmente que tú no hubieras conocido alguna vez y por eso mis cartas no eran más que intentos vacuos de desahogarme ante las estatuas de mis recuerdos. Sin embargo, desde hace meses me persigue y acorrala un nuevo enemigo, el dolor. No se trata del dolor emocional o del tormento interior que todos hemos conocido, sino de un dolor puro y vestigial, un dolor punzante y abrasivo que recorre mi piel y acelera mi estado de descomposición anímica. Pensé que, tras la operación, el reloj daría la vuelva y me devolvería la arena vertida en mi nombre, pero siempre supimos que la vida nunca funcionaba así. La vida es una sucesión de pérdidas. Podemos frenar el desgaste, atemperar momentáneamente la erosión existencial, pero al final siempre terminamos perdiendo todo lo que fuimos o creímos ser. Desde hace semanas he visto como las rosas del desierto que planté se han ido secando; algunas se han perdido por el frío, otras quizás por la humedad de la tierra. No he podido hacer nada por salvarlas a pesar de mis cuidados. Mientras, los primeros brotes de las mandrágoras han emergido con el frío del refrigerador. Así siento mi vida.
Al principio tenía esperanzas de mejorar y así lo parecían indicar las estadísticas, pero pronto recaí y el remedio fue peor que la enfermedad. El dolor ha ido creciendo en mi interior y ahora corre bajo mi piel, dañando cada uno de los pedazos que me constituyen y convirtiendo mis sensaciones corporales en terroríficos agravios que enaltecen la victoria de la enfermedad. Desde las noches más oscuras de nuestro ser siempre imaginamos que el dolor del cuerpo sólo nos ayudaría a refugiarnos en nuestro interior y que de alguna manera retorcida nos ayudarían a distinguirnos en medio de los padecimientos como almas que realmente quieren emprender el último vuelo. La muerte me la imaginaba a veces como la piedra que golpea el ánfora y deja escapar el buen vino o como la fuerza indomable de un río imperecedero que elimina el barro que envuelve los objetos realmente valiosos, limpiándolos y purificándolos hasta hacerles recobrar su estado original. Pero llegados a este punto temo romperme con el dolor, éste se torna tan real que no hallo distinción entre éste y mi ser, entre mi cuerpo y los padecimientos de mi alma. Siento que es como un árbol tumoral que crece en mi interior y que termina abriéndose paso a través de mis entrañas, envolviendo mis órganos, expandiéndose a través de las tesituras del tejido conectivo, abriendo sus ramas por debajo de mi piel, amenazando con florecer en primavera con sus frutos de destrucción y desgracia. Es como una mancha que todo lo envuelve, como una raíz que me atrapa y me arraiga al sustrato de la desdicha. Desde hace meses me imagino la enfermedad no como el ácido que corroe el ánfora sino como la infección que transforma su vino en vinagre. Cuando el ánfora se rompa, ¿qué se verterá?, ¿será la muerte el fin o una continuación del dolor? Temo que esa imagen se cumpla en la realidad y que el fin de la vida sólo significa la continuación del sufrimiento. Este dolor no es una herida que amenaza con romper mi materia, sino la propia forma de mi consciencia retorciéndose y subyugándose a la fatalidad de mi destino. Tras la operación, sólo he sentido el abandono de quienes me prometieron cura, los cuales ahora perciben en mi cuerpo el prematuro aroma de la muerte. Desde entonces he pensado seriamente en la posibilidad de pedir la eutanasia si mi cuerpo sigue envileciéndose y carcomiendo mi espíritu. La imagen del tormento eterno es la única espina que me devuelve a la realidad y me impide abandonar mis principios.
El otro día soñé que subía a una especie de gran vehículo. Estaba en una gran estación rodeada de un océano turbulento. Descendían sobre la pista un conjunto de trenes gigantescos insuflados por unas grandes estructuras esféricas. Parecían barcos de vapor metálicos que viajaban por el aire, anclados a una especie de palos o varillas de metal. Estas grandes estructuras descendían hacia la estación y la gente subía a ellos por unas rampillas. Todos iban solos, como una especie de masa traslúcida, transparente y sin rasgos definitorios. Nadie se miraba entre sí, parecían todos enajenados de la realidad que dejaban atrás. No portaban nada y yo tampoco lo hacía, pero a diferencia de otros, a mí me acompañaban dos figuras de barro. Una estaba formada por una especie de arcilla cocida porque su consistencia era firme y tenía un color más compacto y suave, la otra, sin embargo, estaba hecha de barro fresco con corpúsculos de arena fina o lodo arenoso. Una tenía un rostro parecido al mío, pero la otra se deshacía y la parte de la cabeza estaba ya totalmente desfigurada, con trozos y huecos que se habían desprendido por la erosión. No obstante, ambas me miraban y despertaban en mí una sensación de pena y culpa terribles. De alguna manera estaba atado a ellas y no podía subir porque éstas no podían acompañarme. Estaban de pie, silenciosas en frente a la maquinaria pesada y no me acompañaban al interior de la nave. No se negaban, simplemente no podían seguirme. Entonces me giraba y las contemplaba y me embargaba una angustia tremenda al sentir el destino que nos había ligado. Sentía que no podía quedarme más en la estación, pero tampoco podía subir sin ellas y abandonarlas a su suerte. Entonces me desperté con uno de los sonidos de la maquinaria.
Esto me recordó mucho a la visión que tuve de las estatuas. No sé cómo puedo elegir el eterno viaje a lo desconocido cuando el barro todavía está fresco y la estatua ha quedado inacabada. Siento que cuando no esté, lo que dejaré no será más que una tablilla indescifrable, un mensaje inacabado en una lengua muerta que habla acerca de un Dios cuyo nombre ya fue olvidado. Así ha sido de cruel la vida con nosotros, que ni siquiera nos ha permitido dejar un mensaje completo. Todo este dolor me ha traído de nuevo el frío y el temblor, algo de lo que creo, no llegué a hablarte. Hace años tuve esa sensación una noche de verano. Empecé a tener mucho frío, sentí que bajaba la temperatura en la habitación y así lo testimonié con un termómetro. Empecé a temblar de frío y me agencié un calefactor con ventilador. Permanecí apegado a él, así durante varios minutos hasta que el temblor desapareció. Y con él, el frío. Aquello sólo me ocurrió una vez en muchos años desde que tengo memoria, pero esta temporada ya me ha ocurrido dos veces. La otra noche me volvió a pasar por última vez; permanecí en ese temblor durante casi una hora, aunque me pareció una eternidad. Era como si el calor abandonara mi sangre y sentí como si una mano gélida se posara sobre mi espalda. Por mucho que me cubriera, tardé media hora en recobrar el calor y mi cuerpo dejó de temblar. Era como si la mano de la muerte intentara ya reclamarme, darme a entender que ya estaba allí esperándome. Marcos, lo peor no es cuando la vida cesa, sino cuando se envilece y la sustancia espiritual que nos llenaba de fundamento se estropea, corrompiéndose con el dolor y la miseria. La vida cesa y la llama que nos ilumina se puede extinguir, pero el frío es eterno y al final nada nos puede librar del temblor. Así siento la eternidad que me aguarda, pues nunca tuve tu suerte. De momento me despido de ti y te prometo que trataré la próxima vez de escuchar la lluvia. Un saludo y hasta pronto.