Vorágine. Índice y notas
Cuando el sujeto llamado Jorge acudió al médico, en una primera toma de contacto éste le restó importancia a los síntomas que el paciente planteaba. El médico de cabecera, con una larga trayectoria profesional, había recomendado al susodicho mantener la calma y reposar durante unos días, ya que los síntomas parecían derivarse de un exceso de trabajo. Jorge había estado trabajando en un pequeño huerto plantando hortalizas y desde hacía unas semanas no se sentaba más que para comer y llamar por teléfono; venía del trabajo y se ponía a explorar su recién descubierto pasatiempo. Después de poner cañas, atarlas y dejar que las tomateras crecieran sobre su horizonte, empezó a escarbar en la tierra con el objetivo de crear un pequeño embalse de agua. Pensaba que recogiendo el agua de la lluvia se ahorraría algún dinero, pues al tratarse de un huerto urbano, se veía obligado a utilizar el agua doméstica. No obstante, los síntomas empezaron la noche misma en la cual empezó a cavar. Tras el tercer o cuarto golpe de pala, algo en la tierra se abrió. Era como un agujero. No había nada en su interior y por el diámetro, el propio Jorge se había alegrado porque aquella oquedad tenía las dimensiones exactas de su deseada balsa así que no le hacía falta cavar más. No obstante, la propia imagen le causó un gran desagrado. La tierra que había descubierto tenía una textura extraña, era oscura y, sin embargo, no parecía fértil sino más bien lodo contaminado. No se veían raíces a su alrededor y allí donde la naturaleza misma del mundo subterráneo se había detenido, una pequeña brisa de polvo se levantó sobre el jardín y marchó hacia la calle, como si una nube de perdición se hubiese liberado sobre el alma del mundo. Jorge no fue consciente de aquel acto tan soberbio, pero en sus noches, los recuerdos de aquella nube polvorienta le atemorizaban. Se cernía sobre su sombra una sonámbula muestra de persecución insidiosa. Algo le estaba asediando y enajenado por el desconocimiento, fue sucumbiendo a la atenazadora traición de su propio ser.
Al principio eran temblores, objetos que desaparecían. El primer día, unos libros de historia, algún manual sobre fitoterapia, algo de comida, unas zapatillas, varios cómics japoneses y un diccionario de alemán. Luego, Jorge empezaba a mostrar signos de desorientación. Iba a la cocina y de pronto olvidaba los motivos, a veces se despertaba faltándole el aire y los objetos del trabajo también empezaron a desaparecer; la noche llegaba cada vez más temprano, como si algo le hubiera robado parte del día. Y ese algo no podía ser el huerto, porque por mucho que trabajaba, siempre había algo que arreglar, plantar o cosechar y tenía la sensación certera de que cada vez dedicaba menos atención a sus labores, incluyendo las profesionales. Era imposible que, con un simple huerto, la vida se le diluyera tan rápido. Algo se le escapaba. Pronto esos temblores se tornaron muy continuos, a veces incluso dolorosos. Llegaron los espasmos, los calambres y finalmente una continua sensación de hormiguero bajo la piel. El médico, le tranquilizó al principio con palabras y una crema antibiótica, pero luego le derivó al dermatólogo, el cual quedó perplejo por la anómala maraña de síntomas, algunos de los cuales superaban las fronteras de su propio cuerpo. En circunstancias normales, se habría podido activar alguna investigación, pero cuando Jorge acudió a consulta por última vez, el médico no pareció muy dispuesto a creerle. Vio que había hormigas incrustadas en su piel. Sin ánimo de intentar explicar el fenómeno, le recetó una pomada y le preparó una cita para hacerse las pruebas de la alergia. Pero, fue ya demasiado tarde.
Después de la desaparición de objetos, Jorge se levantó un día sin algunos dedos. El primer día le desapareció el dedo anular de la mano izquierda, pero luego fueron varios los dedos de los pies que se esfumaron, incluyendo el meñique derecho y el pulgar izquierdo. Luego también había empezado a desaparecérsele el pelo. Y éste evidentemente no cayó por sí mismo, simplemente desapareció, porque no había restos en la almohada o en la ropa. Cuando quiso reaccionar ya era demasiado tarde, primero fue el pie derecho, luego el izquierdo. A los dos días, deshidratado e incapaz de moverse, Jorge se mantuvo consciente durante las últimas horas de la noche, viendo como las hormigas acudían en tropel, ascendían sobre su cama y se iban llevando pequeñas partes de su ser. No sentía un dolor exacerbado, pero sí unas nauseas considerables y una intensa sensación de abandono. Tenía un gran pesar, pero su cuerpo estaba anestesiado por el terror; quizá fuera alguna sustancia que le inyectasen las hormigas al morder o puede que en su alma ya no tuviese la capacidad para albergar más desdicha. Pero conforme iba desapareciendo, el dolor se iba transformando en sueño y éste finalmente en una sensación de pérdida.
Antes de que llegaran las primeras horas del día, sobre su cama ya no quedaba nada, solo polvo de momia esparcido sobre la sábana en señal de Anábasis. Pasaron los días y su huerto se marchitó, llenando todo el aire de bichos y moscas nauseabundas. Cuando llegaron los agentes de policía, encontraron el mayor escenario macabro que habían visto en años. En medio del huerto había un pequeño agujero y sobre esa superficie vacía, estaba semienterrado el cuerpo de Jorge, cortado a trozos y desprovisto de piel. Los dedos estaban cercenados, ennegrecidos por la corrupción, pero el cráneo se mostraba desnudo, como si se hubiera descompuesto más rápido que el resto o perteneciera a otro individuo asesinado años atrás. Nunca pudieron encontrar al culpable, pues por mucho que investigaron, siempre creyeron que debió ser otra persona la causante de su martirio. No indagaron en su enfermedad ni se preguntaron si había algo más debajo de todo aquel cúmulo de tierra y piedras. Retiraron el cuerpo, lo incineraron y dieron su caso por perdido. Sólo los vecinos contemplaban de reojo aquel huerto que les causaba escalofríos. Por la noche escucharon leves susurros, al principio más fuertes, pero luego meras palabras ensoñecidas. Lucía, hija de la vecina, se despertó por la noche y vio algo en el jardín vecino. Una sombra permanecía de pie, mirando a su alrededor como si buscara algo, pero no lo encontrara. Miraba el huerto, sufría, se arrodillaba implorante al cielo y luego la densidad de la noche lo exorcizaba hacia los túneles insondables de la tierra. Fueron varias las veces las que Lucía contemplaba desde su ventana aquel eco doloroso. Miraba a escondidas, intentando entender qué le atormentaba. Pero luego la sombra volvía a desaparecer y Lucía cerraba sus ojos al sueño, dejando que aquellos sollozos retornasen al cielo de los vencidos.