Hola de nuevo, Marcos.
Sé que ya ha pasado mucho tiempo desde que te escribí por última vez. La lluvia de nuevo me trajo tu nombre y aunque esta vez ha venido cargada de desgracia, no ha podido socavar los cimientos de mi memoria. A veces ocurre que en los tiempos más ásperos y cuando más frágil se ha tornado la esperanza, emerge un aliento renovado, una fuerza auxiliar que motiva a las almas a seguir su peregrinaje. Esto me ha pasado en innumerables ocasiones pero ahora todo ha cambiado. He logrado terminar mis estudios o al menos doy por concluida mi etapa de formación. Sé que todavía tengo la tentación de seguir estudiando y desde luego no quiero dejar de aprender en ningún momento, pero estos meses ya he dejado zanjado el tema de la universidad. Desde entonces, el viento que me impulsaba se ha vuelto salvaje, errático, pues tras la formalidad de los estudios el camino se vuelve arenoso, haciéndome sentir como un tren que ha dejado atrás sus propias vías. Ya no es una cuestión de impulso sino de fines. Si sigo formándome será en estudios de posgrado y si aprendo, será por mi cuenta, cosas que en verdad me ayuden a seguir en adelante. Han sido años de sacrificio sin ninguna recompensa más que el saber en sí mismo pero hoy va siendo hora de pensar más en algo que sea real no en el sentido que le daría San Anselmo.
Pienso demasiadas veces en cómo sería mi vida si hubiese elegido otra cosa; me reconcome la duda de si lo que estudié fue lo adecuado, lo mejor o lo bueno. Por último, también reflexiono si los estudios pudieron apartarme en algún momento de alguien, directa o indirectamente. Estas reflexiones pesan en alguien formado en la historia del pensamiento, pues aunque de nada sirve mortificarse por las malas decisiones tomadas, las preguntas siguen estando ahí, volviéndose cada vez más complejas y agrupándose para formar verdaderos libros interrogativos. No se aprende de todas esas preguntas, no se aprehende verdad o mejora, ni siquiera advertencia futura. De ser errores, serían fallos que uno sólo puede cometer en la vida y sólo se reconocen cuando la piedra ya ha sido golpeada.
Hablando de mis escritos privados. En mis escritos más íntimos, la muerte ha empezado a coexistir, aunque no viéndose desplazada, por otro protagonista. Esta vez es es una figura difusa, metálica, fantasmagórica que cohabita en mi interior. Antes pensé que podría ser una personificación del tiempo pero ahora entiendo que es algo más. A veces me lo imagino como un golem de mil caras, otras como un caballero espectral. Está conformado de tiempo más que de espacio pero aglutina en su interior las potencias perdidas, aquellas cosas que podría haber sido en esta vida pero que se me escaparon. Es como la luna de Orlando dedicada exclusivamente al ser. Por eso quizá su armadura sea de plata o su carne esté conformada de espejos relucientes que fortalecen la neblina que despierta su silueta. Tarde o temprano sé que aparecerá ante mí y me mirará despejándose de niebla e interferencias. Entonces tendré que mirar a sus ojos que son parecidos a los míos e interrogarme sobre el pasado que en aquellos días de psicoanálisis fue tierno presente. Hablando de la vida y la muerte, se me olvidó contarte que el año pasado estuve a punto de morir. Afortunadamente no pasó nada y no me quedaron secuelas. Lo peor de todo es que fue en un accidente estúpido. No puedo contar los detalles aquí pero puedo decir que cuando uno se acostumbra a hacer ciertas cosas peligrosas por necesidad, a veces se produce una especie de desensibilización y uno baja la guardia. Un día reflexiono sobre la identidad diacrónica, otro día escucho música mientras instalo una versión de arch en un dispositivo arm, otro día escribo y al siguiente casi me convierto en estatua. Desde entonces he tenido algún que otro problema grave de salud. Parece que la vida empieza a pasarme la factura de los platos que no he comido.
Cambiando de tema, estos meses he estado buscando un nuevo hogar. Busco algo fresco, salvaje y preferiblemente frío o seco antes que húmedo y cálido. De ser húmedo, es preferible que sea frío que cálido. El frío en los huesos podría mantenerme vivo. El viento levantino desde luego no me sienta bien y no invita a la reflexión, es sofocante y contrario a la razón. Ha pasado el tiempo, ya lo sé. He dicho esto en algunas cartas. También reconozco que muchas veces he buscado cambiar de aires pero ahora es en verdad el único momento en el que realmente tengo tiempo para ello. Debe ser un lugar abandonado, relativamente lejano de la ciudad y desde luego solitario, siempre solitario. Sé que mi enfermedad ha sido un impedimento durante muchos años, pero tampoco busco un lugar apartado de todo, sino un pequeño rincón que mantenga su naturaleza intacta. Hace ya una década esta búsqueda nos habría parecido aventajada por una especie de arrebato Nietzscheano o por la sombra del propio Thoreau. Nada más lejos de la realidad; no busco convertirme en una especie de nuevo Zapffe. El lugar que busco no es simple naturaleza sino sacralidad oculta, el germen mismo de la civilización que otros han corrompido. Esa soledad que me encontrará será la soledad del eremita. No creo que vaya a escribir algo realmente importante o encontrar nada que no haya leído ya en libros, pero sí quiero encontrar algo de paz antes de que sea ya demasiado tarde. El dolor de la operación ha ido cesando o al menos ahora ya no es tan fuerte como hace dos años. No obstante, el dolor del cuerpo y el del alma siguen estando presente. Ambos se unen contra mí, configurándose como un síntoma de la caducidad del tiempo, pues estoy convencido que en mi peregrinaje, al final de la vida, dejaré este dolor atrás.
En ese lugar construiré el jardín que le prometí. No puedo decirte quién es porque cuando ella llegó, nuestros caminos se habían separado. Puede que ella nunca venga a mí. Es más que probable que jamás vuelva a reconocer su rostro, pero yo seguiré allí esperándola. Esperaré hasta que la muerte venga a recogerme.