Mar de Octubre. Índice y notas.
Cuando desperté aquella mañana no me encontraba en mi hogar, sino en un lugar abierto, ajeno a cualquier rastro de civilización. Era una playa desierta, desconocida y aunque la naturaleza de su arena me resultaba inquietantemente desconcertante, había un rastro de familiaridad que no podía integrar en mis recuerdos. La textura de su arena era áspera, pues estaba conformada por gránulos y pequeñas piedras de grava. El horizonte de la costa era amplio y a mi izquierda podía verse una gran montaña arbolada que terminaba en un abrupto arrecife y desde cuya altura uno podía ser testigo de la magnificencia del paisaje. Sin embargo, el día estaba gris y el cielo obnubilado y otoñal de aquel mundo sólo dejar pasar una potente luz blanquecida que despertaba en mí una incómoda cefalea. No había rastro de edificios ni paseos marítimos, sin embargo, los rasgos de la playa y de los montículos arbustivos con los que hacía frontera me resultaban familiares, como si hubiese visitado aquella playa de niño, antes de que el hormigón todo lo cubriera. Cuando creí firmemente que me encontraba totalmente solo, una figura apareció bordeando las primeras olas de la playa. Era un hombre trajeado de negro, mayor en edad y con un sombrero que acentuaba la delgadez de su rostro. Me miraba con total indiferencia y aunque se movía lentamente cercano a la línea de la costa, sus hombros no parecían moverse lo más mínimo, dando la sensación de que efectivamente se desplazaba flotando dentro del agua. Me miraba y cuando mis ojos coincidían con los suyos, abría la boca tratando de decirme algo, pero ningún sonido emitía, sólo el rumor de un oleaje lejano parecía volverse más intenso. Intenté acercarme, pero él simplemente se giró y señaló hacia aquel montículo lleno de pinos y arbustos de frondosa naturaleza.
Caminé entonces hacia aquel preciso lugar y conforme me acercaba pude ver que los árboles no eran pinos sino personas. Hombres y mujeres que permanecían de pie, trajeados con vestidos antiguos y todos ellos estaban mojados de arriba abajo; algunos de sus sombreros incluso goteaban y aunque en sus rostros podían verse los rastros del salitre, no había ninguno que ofreciera el más tenue gesto de vitalidad. Todos estaban totalmente grises, faltos de color y con una sentida expresión alexitímica, miraban el horizonte pleno sin pestañear lo más mínimo, aún cuando el viento soplaba con fuerza. Ninguno parecía percatarse de mi presencia, pero aun así, tampoco creí que los demás fueran conscientes de la presencia de otros. Parecían sacados de otro mundo, de otro contexto. No parecían estar realmente allí, en aquel montículo. Todos miraban al unísono una extraña presencia en el mar. Al principio no pude verlo por mis propios ojos, pero conforme me acercaba al borde del acantilado, pude ver aquella mancha negra en el mar. Era una oquedad, una vacío vertiginoso y estático y a diferencia de un remolino de agua, su constitución parecía amorfa, como si algo dentro de su vacío moviera la propia frontera de su alrededor. Desde aquella distancia aquel agujero parecía abrirse paso a través del mar, pero cuando oteaba el horizonte cercano, podía comprobar que no parecía moverse más allá de mi concurrida imaginación.
Entonces escuché un gran sonido. El mar empezó a quedarse quieto y a pesar de que el viento se hacía más fuerte, las olas menguaron hasta convertir el mar en un gran espejo negro que reflejaba con total claridad el tenebroso cielo de octubre. La figura de aquel viejo empezó a adentrarse en el mar y desde aquella altura pude comprobar que era cierto que volaba por la superficie, pues no tenía pies; sus extremidades quedaban interrumpidas más allá de las rodillas sin que pudiera verse ningún tipo de terminación material, ni siquiera unos pies cercenados o unos trajes rasgados, sólo un límite tajantemente desconcertante. El ruido de fondo se volvió más fuerte y todos los allí presentes empezaron a caminar hacia el acantilado. No pude detenerlos. Grité e intenté agarrar a algunos de aquellos extraños hombres, pero ni me escuchaban ni me veían. Todo era en vano. Cuando intentaba agarrarlos algo me lo impedía, mis manos quedaban entumecidas y mis dedos se congelaban como si su mero contacto alejara de mí todo calor corpóreo. Cerré los ojos para no verlos caer por el desfiladero. Aún así, escuché los ruidos de grandes cuerpos caer al mar y sólo cuando cesaron pude atreverme a descubrir aquel acontecimiento. Cuando abrí los ojos, no había ningún rastro, huella o cuerpo; sólo aquella oquedad en el mar que se había teñido de rojo. El mar estaba embravecido y esta vez el ruido de las olas sobre la costa sí se volvía ensordecedor. Lo que sí pude comprobar era la veracidad de mi pesimista intuición. Aquel vacío en el mar, aquel agujero teñido de sangre no había desaparecido engullido por el mar, sino más bien todo lo contrario, se había hecho más grande y esta vez crecía por encima de las olas, tragándose la realidad que le rodeaba. Parecía crecer con cada uno de mis pestañeos y las olas a su alrededor pronto se volvían de una oscuridad infranqueable, haciendo que fuera el cielo el que reflejase el color del mar y no al revés. El viejo hombre seguía allí, posado sobre el mar, pero esta vez sólo podía ver su rostro saliendo del mar lentamente hasta alcanzar el límite de su cintura. Me sonreía afablemente y me miraba con unos ojos resplandecientes, blanquecidos, propios de un cadáver. No podía entender nada de lo que decía y esta vez no hacía ningún esfuerzo por abrir la boca; el mar hablaba por él y lo podía entender todo a la perfección. Aquel agujero iba a seguir creciendo y nos iba a engullir a todos por igual. Nada que alguna vez hubiera estado vivo podía escapar de su destructivo apetito. Yo era el siguiente.