Lunarpunk. La visión de Aimé. Índice y notas
I
Nadie había imaginado nunca que una sola visión pudiera cambiar tanto el devenir de toda una civilización. Todo empezó el último día de la primera luna de octubre, aunque nadie recordaba con exactitud el año de los acontecimientos. La cultura de los Förôme se extendía floreciente sobre el valle de Aduir, desde el desierto de sal hasta las frondosas tierras Nár, allí donde se asentaba la mayor ciudad construida, Nassindar Oïene. Ésta estaba construida entre los ancianos árboles del bosque, aunque buena parte de los edificios comunitarios y los templos se habían construido en los propios árboles, aprovechando en unas ocasiones las bifurcaciones entre el tronco y las ramas o habían sido emplazados a través de plataformas circulares que permanecían engarzadas como anillos a alturas considerables. Aquella civilización tenía varios siglos de antigüedad y aunque no había conocido la guerra, las historias narraban que sus gentes habían sido los supervivientes de una gran civilización, colapsada y derruida por el mal. Testigo de ello era la ciudad prohibida de Lushtar, un mar laberíntico de piedra y musgo que permanecía escondido en el interior del bosque, rodeado de murallas arbustivas y ríos fangosos que bien podrían haber sido construidos por el hombre. Tal era el miedo a la simple visión de la ciudad, que las sacerdotisas habían prohibido aventurarse por aquellos senderos y aunque nunca habían llegado a proferir castigos, corrían rumores que alguna de las lunitarias incluso había tenido que aparecerse en alguna ocasión para hacer huir a los infractores.
Por suerte, Aimé no creía en las lunitarias y aunque pronto llegaría a conocerlas, aprendería que había leyes más antiguas que las de su pueblo y otras que estaban todavía por llegar. Ella fue la que vio el furtivo campo de estrellas fugaces, un abundante surtido de luces incandescentes que bajó del cielo y se dirigió veloz hacia el interior del bosque, terminando con un gran estruendo. Por mucho que preguntara y mirara a su alrededor nadie había visto nada, y aunque iba acompañada de sus dos grandes compañeras, ninguna de ellas afirmaba haber visto nada, incluso cuando la última de las estrellas todavía descendía por el horizonte lejano. Fue entonces cuando Aimé comprendió que no se trataba de un fenómeno atmosférico, sino de una visión. Ni ella misma supo decir con claridad por qué había decidido ir al bosque y más aún por qué lo había hecho sola, a escondidas y de noche. El misterio se incrementó cuando ella misma se vio caminando por aquellos senderos ruinosos, en cuyo lecho se reflejaba la luz de la noche. No recordaba cómo había llegado hasta allí exactamente pero el horizonte se le empezaba a mostrar familiar. El sendero descendía hasta una pequeña planicie fangosa y enfrente de ésta tomaba forma una gran barrera de zarzas y arbustos secos que parecían extenderse hasta triplicarle la altura. En ese momento una voz la dejó paralizada. Era una lunitaria. Al girarse, vio resplandecer una figura lejana e incierta, semejante a la de una mujer de su pueblo. Sin embargo, aunque no podía verle la cara, su piel brillaba con un talante sagrado, armonizado por una luz azul que acentuaba la belleza de su larga túnica blanca. Sin embargo, aunque al principio parecía dirigirse hacia su persona, pronto su presencia se transformó en inquietud y nerviosismo. Era como si la hubiera perdido de vista. No obstante, allí estaba ella, no más lejos que una decena de metros. Seguía mirando en el horizonte, hacia su persona, pero con la mirada furtiva y vigilante. Su denotado nerviosismo implicaba que se veía amenazada por un poder superior. Pero ella misma no podía entender todavía cual era ese poder capaz de detener a una lunitaria o al menos de hacerla dudar. Aún así, Aimé, permaneció en silencio y no se movió en absoluto; quedó congelada con su instinto de supervivencia hasta que la guardiana decidió moverse y rodear el camino. Sólo cuando ella volvió a la soledad, sus músculos empezaron a moverse y trataron de encontrarse con las zarzas punzantes de la ciudad.
En medio de aquella dolorosa oscuridad punzante, pudo describir una pequeña oquedad. Era un túnel minúsculo y aunque parecía llevar a buen recaudo, pronto pudo ver que su interior permanecía carbonizado, como si las zarzas se hubieran oxidado en su presencia, formando un túnel perfecto donde inclinar el cuerpo y confiar en el destino. Así lo hizo y aunque a primera vista aquello podía verse como un túnel de sinuoso recorrido, a los dos metros, la luz se vio venir desde el otro lado. Había una claridad antinatural, porque allí el astro nocturno brillaba con total impunidad y aquellas superficies no hacían sino acentuar la exótica naturaleza de la diosa. Era Lushtar, la ciudad abandonada. Desde lo alto de aquella torre escalonada, dejando atrás el muro de zarzas, pudo ver la inmensidad de aquella vestigial obra del pasado. Era una ciudad de piedra, vacía y abandonada a su suerte, inmortalizada por mil leyendas terroríficas que ahora no podían encubrir la belleza de sus formas. Miles de preguntas recorrieron la mente de Aimé y aunque sus piernas querían recorrer todos aquellos misterios, se preguntaba por encima de todo qué le había traído hasta allí y por qué aquella voz interior que le motivaba había desaparecido sin dejar rastro. Ella caminó por sus calles y contempló las puertas abiertas de aquellos extraños cubículos rectangulares. La perfecta simetría de las casas chocaba con el laberíntico recorrido de sus barrios. Con cada calle, con cada pared de piedras encajadas, miles de imágenes se proyectaban en su mente provocándole recuerdos extraños que se fundían con los propios. Eran como aquellos meteoritos, luces fabulosas e impactantes que inundaban sus ojos de color. Veía personas caminar por aquellas estancias, escuchaba en los rumores del viento la historia de aquella ciudad. Así pudo desvelar sus misterios y conocer cuales de los mitos eran ciertos y cuales habían sido deformados por las arenas del tiempo.
Había certeza en la historia, pero también muchos interrogantes inconclusos. En la ciudad de Lushtar había tantos hombres como mujeres, lo cual dejó intrigada a Aimé. En los últimos veinte años apenas habían nacido un par de varones y nunca había imaginado que pudiera haber tantos en una ciudad antigua. La longevidad de las mujeres y la baja mortalidad expresada en los niños hacia que la natalidad no fuera realmente un problema, pues con un solo varón podían crear toda una nueva generación de personas y en el último de los casos, una lunitaria podía dejar prendada a una mujer haciendo uso de sus poderes. No obstante, aquello le resultaba extraño, porque desconocía realmente el carácter de estos y qué tipo de civilización hubieran podido construir si fuesen mayoría. Al formular esta pregunta, una extraña emoción recorrió todo su cuerpo. La ciudad le estaba transmitiendo algo. Ese algo era el miedo. Aunque la gente lo nombraba diariamente, hablaba del miedo para referirse a la negación de algo o a la motivación para no realizar una acción, pero el miedo como tal no existía como emoción. En esa ciudad, el miedo había quedado almacenado y ahora se proyectaba hacia sus adentros. Pero no era una mera descarga energética, sino un mensaje del pasado. En aquella ciudad creció el miedo. No era un miedo a lo desconocido, o un miedo vital, sino el miedo entre unos y otros. La ciudad lo conoció y quedó imbuida con su esencia. Aimé se desmayó ante la fatalidad de aquellas emociones encontradas, pero antes de desplomarse, vio unas sombras emerger de las paredes, unos rostros amorfos que le miraban con odio. Si algo pudiera expresarse como lo opuesto a las lunitarias, ese algo eran las sombras. Y entonces cayó en un profundo sueño.
II
Cuando despertó, era de día y, sin embargo, todo estaba oscuro. La ciudad resplandecía y dejaba entrever un cielo lejano, apagado por la intrínseca luminiscencia de los hombres. Aquella sombra seguía caminando, presente entre las coloridas presencias de los transeúntes, que seguían con sus vidas, como fantasmas atrapados o como simples recuerdos de días mejores. La sombra era consciente de su tiempo, de su demacrada realidad y en su gesto, conducía a Aimé por aquel laberinto de viejos recuerdos. Le narraba historias ancestrales, comunicadas a través de imágenes o sonidos simples. Pero aún así, a pesar de su inconfundible serenidad, el miedo seguía metiéndose por todos los poros de su alma, hasta el punto de provocarle destellos lumínicos, contradictorios y aparentemente inconexos que la desbordaban. La sombra era consciente de su dolor, pero seguía transfiriéndole su miedo, consciente de la importancia de su mensaje. Con hábil diligencia, la llevó hasta el templo y allí le hizo ver la realidad oculta de la ciudad. Aimé vio los cimientos de su civilización.
En su mente aparentemente consciente pudo ver a aquellos hombres fabricar las primeras piedras. No eran piedras, sino la primera vida materializada. Modificando la esencia de los organismos más pequeños, los hombres aprendieron a hacerlas crecer, a que adquirieran la forma de grandes ladrillos y que, con la consistencia requerida, se fosilizaran en grandes bloques minerales. La ciudad creció con aquella forma, se edificaron ladrillos cada vez más grandes hasta alcanzar la cúpula del templo. Sin embargo, con las lluvias llegó el desastre, había algo en su agua que hizo que los organismos despertaran y las paredes siguieron creciendo, continuando con patrones formales que los hombres no habían predispuesto en un principio. La ciudad siguió creciendo, aunque los hombres no eran conscientes por aquel entonces de lo que ocurría en sus propias calles. Luego vino el fuego del cielo. Algo descendió entre las nubes y entre gritos desesperados la ciudad entera quedó carbonizaba. La guerra final terminó en el más dulce silencio. En su soledad, las calles siguieron expandiéndose y las casas lentamente crecieron. No había nadie consciente de su animada voluntad, pues las casas crecían, aparecían o se transformaban con un tiempo lento, ajeno a la mirada de cualquier vida mortal. Pero un día cualquier los hombres volvieron a invadir la ciudad y la habitaron durante años. Ellos, seres que emergen desde los vacíos, los alertaron, pero no pudieron comunicarse. Así pues, intentaron hablar con el único don que los hombres les habían dejado. Dieron el miedo a los hombres y entre ellos volvió a reinar el desconcierto. Provocaron una gran guerra que terminaría con una buena parte de la ciudad destruida. De nuevo, abandonada a su suerte, la ciudad aprendió la lección y sólo cuando fue habitada de nuevo por los supervivientes, después de que el mar de Aquilea fuera convertido en sal, decidió evolucionar y actuar de diferente manera. Ellos, soltaron esporas que dañaban levemente a los humanos, les provocaban enrojecimiento, les despertaban alergias incurables que provocaron todos huyeran hasta los límites del bosque, antes de la construcción de la gran ciudad arbolada. Ellos querían entablar comunicación, pero simplemente no pudieron. Decidieron al fin y al cabo que era mejor alejar a los hombres de su fatídico destino.
Con los años, ellos recorrieron el suelo y conquistaron la tierra, edificando en sus entrañas túneles romos que crecían como raíces en un bosque fértil. Edificaron sobre los ancestros, sobre los dioses que los habían creado y habitaron también en sus huesos, tratando de horadar en ellos las respuestas a su existencia. Con hábil lentitud movieron sus restos y los colocaron sobre el templo, tratando de establecer conexión con la energía que seguían sintiendo en su interior, aunque cada vez más lejana. Finalmente lo consiguieron. Lograron contactar con sus dioses, aunque el camino había sido largo y agotador. Años después de la primera comunicación exitosa, las lunitarias habían vuelto a la ciudad, tratando de encontrar en ella las razones de su antiguo éxodo, pero lo que vieron las aterró. La ciudad cambiaba, crecía y evolucionaba. Sólo la memoria de ellas, inmortales, era consciente de su naturaleza escondida. Sus miedos crecieron cuando contemplaron el mar de esqueletos que crecía entre las paredes del tiempo y el fin de todo intento de comunicación sucedió cuando uno de segundos nacidos intentó comunicarse con ellas. A pesar de su intención, ellas sólo vieron la aterradora visión de la muerte, un esqueleto mohoso, levantarse entre los muertos para hablar con sus hijas perdidas. Las lunitarias huyeron no sin antes derruir la entrada al templo y construir alrededor de la ciudad un lago artificial con el que dificultar la formación de nuevos cimientos. Pero establecida la segunda comunicación con éxito y habiéndose construido el segundo nacimiento, la ciudad había decidido establecer un nuevo intento de comunicación con las habitantes del bosque. Llegados a ese punto de la conversación, Aimé despertó y se encontró en el interior del templo, en el mismo enclave de sus visiones. No parecía el fin de un sueño sino una continuación del mismo, aunque lo que vio era totalmente real, desconcertante. Allí estaban ellos, uno de los primeros nacidos. Un amasijo de barro repleto de huesos, hiedra y un cráneo que se movía tratando de emitir sonidos que resonaban en su cabeza. Aquel ser le pidió que trajera de nuevo a las lunitarias a la ciudad, pues tenían que darle un mensaje urgente que podía cambiar el fin que se avecinaba. Aimé, les dijo que lo intentaría, pero antes de marcharse, le habló de su visión y le preguntó cómo habían podido ellos comunicarse con ella a través de las estrellas fugaces. El primer nacido quedó desconcertado y tardó varios minutos en proseguir. No entendían su pregunta, pues ellos no habían podido comunicarse con ella hasta que se adentró en la ciudad y respiró las esporas de su pueblo. Dicho esto, la sombra concluyó la conversación y la acompañó hasta el túnel por la que ella se había introducido; le dijo antes de marchar que se diera prisa, pues ellos, los otros más allá de las arenas, podrían llegar en cualquier momento. Aimé no pudo preguntar nada más, se adentró en el túnel cuando la sombra se fundió en su oscuridad. Atrás vio a los segundos nacidos, criaturas extrañas que le despidieron desde sus frondosos ojos mohosos y articulados gestos de despedida. Era consciente de la importancia de su misión, pero también del miedo renovado en su interior. Fuera de la ciudad, otros la observaban y de golpe, el bosque se representaba ante ella como un laberinto lleno de peligros y misterios sin resolver. El miedo seguía en su interior, como si siempre hubiese habitado allí.