Los animales de Nínive. Sección poesía de autor.
Gertrud Kolmar (1894-1943)
Los animales de Nínive
La noche
inclinó la copa de oro pálido y la leche lunar goteó
en la pila de cobre
sobre el tejado de la casa blanca.
Un gato gris azulado con ojos de ágata
se acercó e inclinándose, bebió.
En un nicho del desmoronado muro del templo
Se encontraba Racham el buitre, inmóvil, las alas recogidas,
durmiendo.
Lejos
tras las viñas, en el paraje yermo, yacía desplomado
un burro muerto.
Los gusanos roían su mirada rota,
su olor se volvió apestoso, mancillando el aire puro y mofándose
del ligero rocío que lo humedecía,
y él aguardaba las alas puntiagudas, caídas, el rostro amarillo,
horriblemente desnudo del ave, las garras taladrantes
y el pico dispuesto a desgarrar, a destrozar,
para que sea inhumado aquello que infesta la tierra y el viento…
El buitre soñaba.
Cerca de la puerta de la ciudad,
en una colina, con el cayado junto a él, descansaba
un joven pastor.
Su rostro de niño, levantado cual vaso vacío en ofrenda,
se llenó centelleando con la tintilante luz de los astros,
rebosó,
y el zumbido, el canto de sus órbitas suspendidas
en espacios infinitos alcanzó su oído.
Alrededor el blando vellón de sus corderos se fundía
en nubes vaporosas, sutiles.
Un niño,
el cuerpo pequeño, extenuado, sucio,
cubierto de harapos, cubierto de úlceras,
arrojado sobre el umbral de una cámara funeraria,
se estiró, dormido.
No conoció padre ni madre, y sólo un perro,
uno de aquellos parias, los más despreciados,
también pobre, también enfermo, vejado, con llagas,
se rascó, agachó la cabeza y, afectuoso, lamió la mejilla
bajo las greñas enredadas de los cabellos negros.
El niño cerró el puño y en sueños le golpeó.
Y una tempestad se elevó con formidable bramido,
una gran tempestad se alzó en el este y vino y barrió los pastos,
espantó los rebaños y agitó las ramas muertas,
y como con uñas agarró la barba del profeta, tiró de ella
y la desgreñó.
Pero Jonás partió,
y la carga que pesaba sobre Nínive, que él contempló,
pendía sobre su cabeza.
Pero él se puso en marcha apesadumbrado.
De la recia almena del castillo real cayó una piedra pintada,
y aulló en medio de la tempestad y clamó en la tempestad y
una voz exclamó:
«¡Por el amor de éstos!
¡Por el amor a estos animales, los puros y los impuros!»
Y el enviado del Señor se asustó y miró, pero sólo había tinieblas,
y no oyó más que un incesante resoplar y rugir
que asió su manto y tiró de él, sacudiéndolo como hace
una mano suplicante con el vestido del que huye sin apiadarse.
Mas él no se volvió; avanzó y
alzó el manto, conservándolo.
Bibliografía:
Kolmar, G. (2005). Mundos. Barcelona: Acantilado