La historia del jardín de Ocielli. Índice y notas.
Sobre la gran finca de los Ocielli, el otoño encontraba allí su origen. Eran densos los mantos de hojas caducas y no menos caudalosos los ramilletes de flores marchitas que hasta hace bien poco se aventuraban a crecer en aquel descuidado jardín. Sin embargo, ni el creciente frío ni el triste otoño podían encubrir el halo de fatalidad que embadurnaba aquella tierra y en cuyo eco una mente entrenada podía percibir la sombra de un lejano desasosiego. Rodeada de varias hectáreas de tierra baldía y jardines asilvestrados, una robusta casa blanca hacía esfuerzo por resistir el flujo del tiempo. Estaba construida sobre madera, aunque buena parte de la fachada principal tenía piedra y varias pilastras conformadas por medias columnas de mármol de color crema. El tejado estaba ligeramente inclinado y sobre la enclaustrada efigie de la entrada, uno podía ver la decadencia a la que este lugar había sido sometido pues aquel rostro efímero y pétreo estaba tan desgastado por la corrosión que no parecía ya mirar a ningún sitio. Cerca de allí había una pequeña fuente pantanosa que ahora sólo conformaba una pequeña balsa repleta de agua de lluvia y el camino que conectaba ambos con la salida principal hacia el monte había sido engullido de manera sobrenatural por una naturaleza que se empeñaba en olvidar el paso del hombre. No obstante, la casa llena de polvo guardaba recuerdos, dolor y una envejecida sensación de soledad. Los muebles estaban intactos e incluso los candelabros de plata no habían desaparecido por el pillaje. El suelo estaba cubierto por un manto de polvo y las paredes y el techo estaban repletas de harapientas telarañas. Hoy, aquel hogar se mostraba decrépito, pero no había sido siempre así. Hubo un tiempo en que sus paredes albergaron vida. Una vida marcada por el dolor, pero vida al fin y al cabo.
La casa había sido cedida al menor de los Ocielli, de nombre Filippo. Los allí presentes, incluyendo los invitados, siempre lo llamaron conde, aunque era bien sabido que no ostentaba tal título. Su hermano había heredado el honor y gran parte de la fortuna de la familia; él era sin embargo el hijo de la segunda mujer del conde, Margherita, una mujer de provincia que no había tardado en enviudar tras dar a luz a su primer y último hijo. Filippo creció rodeado de belleza. Con gran añoranza recordaba la colección de cuadros de su padre y la casa de verano desde la cual podían ver el mar. Pero aquello paso muchos años atrás; ahora estaba enclaustrado en aquella mansión en medio de un bosque perdido de la umbría y el mar ya sólo era un simple recuerdo. La enfermedad con la que había nacido no lo había hecho accesible al mundo, pero por los contactos que mantenía su familia, lograron desposarlo con una bella mujer de origen noble. Era francesa y en sus venas corría la sangre de Orleans y Sajonia. Debido a las particularidades de su carácter, su familia había decidido que lo mejor era alejarla de Francia y casarla con un joven extranjero, aunque fuera de baja condición o no ostentara un título nobiliario. Desde los trece años había protagonizado algunos escándalos menores y cuantos más intentos deliberados realizaba la familia para organizar un enlace, más dejaba ella relucir un genio oculto que encontraba su contrapartida en los rumores. Los Ocielli nunca llegaron a escuchar de primera mano el contenido de alguno de aquellos rumores, pero sólo supieron que la familia dejó de exponerla en público tras un grave accidente en su mansión a los pies del río Loiret. De todos modos, vieron con buenos ojos la propuesta que les llegó a través de un pariente lejano que tanteaba la vida parisina y la dote que traía su familia era generosa y les iba a permitir a ambos tener una vida retirada alejada de los bullicios de la ciudad.
La boda se celebró en menos de una semana. El acuerdo inicial fue traer a Suzanne en febrero, pero por las lluvias y unos contratiempos que no llegaron a esclarecerse llegó justo una semana antes del compromiso, cuando la primavera ya estaba avanzada. Cuando la vieron por primera vez, todos los asistentes quedaron estupefactos. Era menuda, con una nariz aguileña que sobresalía debido a su notoria delgadez. Pero en ella había un porte extraño, grandilocuente. Su postura era rígida, desafiante y sus dos grandes ojos negros a veces quedaban invisibles detrás de una larga cabellera oscura que se movía inquieta siguiendo los mandatos del viento. Apenas pudieron conocerse tímidamente, pero la joven no dio muestra de desagrado y durante aquellos días la propia familia de origen quedó sorprendida con lo fácil que resultó todo. Allí se enteraron los anfitriones que no eran pocos los pretendientes que ella había rechazado y que los padres incluso habían traído un médico de confianza con ellos para que le diera algún brebaje curativo en el caso de que su comportamiento comprometiera la ceremonia. Pero no sospecharon que aquella lucidez, serenidad y virtud que acompañaba con precioso ademán de princesa era en ella una cualidad que rara vez solía manifestarse. Nada de lo que ella pudiera haber dicho o hecho habría cambiado la posición de Filippo y menos aún de su familia, especialmente de su tío Giò, al que él consideraba como un verdadero padre y maestro de la vida, pero la familia francesa era temerosa de dejar en mal lugar el buen nombre de su familia, más aún con la presencia de tantos invitados, aunque fueran de tierras lejanas. Después de la ceremonia el banquete se prolongó durante toda la tarde y la noche. Finalmente, los invitados se fueron yendo hasta que los familiares de primer orden terminaron despidiéndose de sus respectivos congéneres. Parecían todos felices, como si hubieran cerrado o un gran negocio o se hubieran librado de un gran problema.
Además de los pequeños regalos, los novios pudieron estrenar aquella mansión perdida en alguna parte de la Umbría; ahora sería de su propiedad. Tenían una pequeña suma de dinero y un pequeño servicio que costearía durante los primeros años el bolsillo de su hermano Domenico. La parte más difícil en los primeros días fue el idioma, pues fue Filippo quien se comunicaba con ella con el francés que durante tanto tiempo había descuidado. La pareja empezó a dormir en unidad desde el primer día, pero el matrimonio nunca fue consumado. No hablaron del tema, pero nadie esperó que de aquel matrimonio surgiera ningún vástago. Por una parte, la enfermedad de Filippo conllevaba alteraciones en la sangre que en el mejor de los casos sólo daría como fruto una herencia debilitada y enfermiza; en cambio, Suzanne, aunque joven, no parecía ser una mujer fértil, en parte debido a su escasa estatura y su débil constitución, pero también por la extrema delgadez que en los días venideros empezó a marcarse. Al principio sólo parecían jugarretas o manías extravagantes; si el cocinero preparaba sopa de calabacín y una guarnición de guisantes, ella demandaba calabaza. Si traían carne de buey de la ciudad o pescado fresco del Trasimeno, ella prefería huevos y postres dulces. Los empleados tuvieron que empezar a ampliar la huerta y tratar de que hubiera siempre una gran variedad de ingredientes, pero finalmente ella optó por dejar de comer. Se negaba en rotundo a probar bocado y durante horas podían permanecer todos los allí presentes en el salón principal a esperar que ella se terminara el primer plato. Filippo así lo dispuso y aunque al principio le costó aceptarlo, terminaron todos ejerciendo extremada vigilancia sobre ella. No obstante, sus extravagancias más profundas todavía no se habían despertado. Pronto su carácter empezó a alterarse. Algunas veces comía por tres personas, pero lo más extraño era verla comer con las manos y cómo todos los allí presentes hicieran por no ver lo que estaban viendo. A veces parecía frenética, nerviosa, como si algún nervio o humor en su interior hubiese quedado alterado o trastocado por los misterios de lo insondable. De día se la podía ver correteando por el jardín, a veces arrancando y comiendo flores o hierbas, pero lo peor fue cuando empezó a hacerlo por la noche. Nadie la veía dormir durante aquella semana eterna y durante aquellos días antes de llegar el verano, deambulaba por las noches por los pasillos de la mansión; nadie sabía si sonámbula o despierta puesto que sólo el señor de la casa tenía la potestad para despertarla de su rutina. Al principio fue fácil adaptar las puertas y colocar cerrojos, apartando de su vista los candelabros y las lámparas so pena de que la casa ardiera hasta convertirse en cenizas, pero al llegar el verano su comportamiento empeoró. Los días de mucho calor acostumbraba a desnudarse y corretear por el jardín saltando detrás de las mariposas. La servidumbre iba tras ella tratando de taparla con una manta, pero ella solía escaparse a veces trepando a los árboles. Filippo decidió cambiar de estrategia e intuyó que lo mejor que podían hacer era adaptarse a ella y fingir que aceptaban todo lo que ella tomara por costumbre. Al principio la cuestión se hizo más manejable y aunque había días en que su comportamiento empeoraba hasta límites insospechados, todos vieron como ella misma empezaba a moderarse cuando veía que los demás no trataban de castigarla u obligarla a cambiar de aptitud. No obstante, el punto débil de Filippo y de toda la casa fue cuando ella descubrió el clavicordio. Lo peor no era escucharla tocar por las noches en la más remota oscuridad, sino que tocara sin tener la menor idea de música. Alguna de las sirvientas rompió las cuerdas del instrumento sin que el amo diera las órdenes. Todos parecieron respirar aliviados, pero Suzanne protestó de manera enérgica, con berrinches y pataletas propias de una malcriada. Volvió a negarse a comer y sólo permanecía allí en la silla, desnuda, haciendo ruidos raros. Si se acercaban a ella les lanzaba comida o amenazaba con irse al bosque y no volver jamás. Filippo la calmó e hizo traer un afinador de la ciudad no sin antes hacerle prometer que tomaría clases musicales de día y que sólo tocaría sola cuando pasara un año. Ella aceptó con una alegría inusitada y aunque él siempre permanecía alejado de ella en el plano sentimental, sintió que su mirada de alegría le quemaba por dentro. Había una conexión que quizá se había estado fraguando en las últimas semanas, pero sentía que si ella era feliz, algo en su interior cobraba vida, por muy mísera o débil que fuera esta sensación en un principio.
El servicio de la casa, al enterarse de la permisividad del señor, empezó a dimitir y abandonó el trabajo. Al principio sólo quedó el cocinero que hacía a su vez de jardinero y dos doncellas que de alguna manera habían tomado aprecio por la señora. Los rumores empezaron a llegar a oídos de Domenico y su tío Giò, los cuales prometieron visitarle antes que terminara el verano. Giò tuvo que posponer la visita por motivos de trabajo pues al dedicarse al mundo de la banca tenía que realizar incontables viajes al norte; en cambio, Domenico llegó y se quedó con ellos una semana a finales de verano. Durante aquellos días, el ambiente de la casa era más íntimo y la señora parecía haber recobrado la razón. Él recomendó encarecidamente que la visitara algún médico, pero aunque sólo fue una recomendación oportuna, al enterarse de que no estaba tomando la medicación, insistió en ello y se comprometió a pagar la visita periódica de algún viejo médico de la familia al lugar. Domenico se despidió de su hermano no sin antes conminarle a que le siguiera enviando cartas. Él asintió y ambos se separaron sin saber que sería la última vez que volverían a verse. Durante aquellas semanas, entre que Suzanne estaba más tranquila y que aceptó tomar una dosis diaria de aquel brebaje traído de su tierra, su salud mejoró. No estorbaba durante las comidas, se alimentaba de todo lo que le ofrecieran sin rechistar y dejó de corretear por la casa para cambiar todos los muebles de lugar. No obstante, algunos días de luna llena o de lluvia veraniega todavía se la podía ver por el jardín a altas horas de la noche, saltando bajo la lluvia y cantando. Cuando él se despertaba, solía ver las sábanas manchadas de tierra y a veces todo su cuerpo estaba cubierto de flores, yerbas y raíces. Quizá eran un regalo o bien formaba parte de algún extraño ritual que sólo los desprovistos de cordura podían entender. La cuestión es que a veces se despertaba y veía sus ojos en la oscuridad brillar de una manera antinatural, de un color azul frío. Le observaban en el más pulcro silencio, sin ápice de locura. Y él empezó a desearla de una manera enfermiza hasta el punto que si no escuchaba alguno de sus extraños ruidos durante más de un minuto, ya empezaba a preocuparse por si ella se había salido del jardín y se había aventurado en el bosque para perderse. Ella sentía ese calor y por eso a veces él se despertaba a su lado, con sus manos entrelazadas a la suya. Entonces ella le decía cosas en francés y él asentía, porque lo que más le pesaba en el corazón es que la echaba de menos, incluso cuando la tenía allí presente. Ella no podía entenderlo, pero una vez que ella había vuelto empapada con la lluvia se arrimó a él acorralada por el frío, sin antes secarse entre las sábanas. Ambos permanecieron allí, sin movimiento, durante horas. Manteniéndose vivos y alimentados por una extraña energía que no parecía proceder de ninguno de los dos cuerpos. El calor que ella despedía aceleró el corazón de Filippo y ella así lo sintió, porque apretando la cabeza contra su pecho pudo ver lo mucho que éste latía por su presencia. Es ese sonido la reconfortaba y de alguna manera le traía a la realidad de la vida misma. Entonces se dormía y hablaba en sueños, dejando a Filippo como intérprete de su peculiar inframundo.
Pronto las tormentas de verano dieron lugar a un crudo otoño que parecía avecinarse más frío que de costumbre. Las plantas empezaron a desaparecer del jardín, especialmente desde que el cocinero también decidió dejar la casa. Sólo quedó Elena y Bianca, una de las cuales sólo acudía una semana al mes ya que tenía un trabajo parcial en uno de los pueblos cercanos. El brebaje empezó a terminarse y el médico que acudía de vez en cuando al lugar no supo determinar qué compuesto era aquél que habían traído de Francia. Recetó en su lugar unas pastillas que ella debía morder y tragar con abundante agua. A partir de entonces, ella quedó allí, frente al fuego, abatida en una mecedora de madera y mimbre, mirando las brasas como si nunca hubiera visto una chimenea. Todos los allí presentes estaban abatidos al ver a la señora allí sentada todo el día, como si al perder ella la vitalidad, toda la casa se hubiera oscurecido hasta engullir el más mínimo ápice de alegría. En parte ella representaba la felicidad de la casa y aunque nadie lo podía sospechar, para él, ella era el alma del mundo. De su mundo. Aquella noche donde el otoño ya empezaba a presagiar la crueldad del invierno, ella se acurrucó a él en la cama todas las noches y le dijo que muy pronto ella le daría un hijo. Filippo se rio. Le dijo que él no podría tener hijos y que, aunque pudiera, tenían que hacer otras cosas juntos además de abrazarse y acurrucarse juntos bajo las sábanas. Ella dijo que eso no importaba, que ella le daría un hijo, que tarde o temprano pariría una hija, pero sería un pájaro, un pájaro hembra. Él se dormía escuchando sus historias y aunque cerrara los ojos, ella seguía hablando en sueños hasta el punto que de las conversaciones que ambos mantenían, él ya no supo distinguir las que eran realidad o ficción.
En unas semanas se desató una terrible tormenta y la lluvia amenazó las ventanas del hogar que no habían sido preparadas para los fuertes vientos de altitud. El poco personal disponible estaba preparando la casa cuando nadie reparó en la ausencia de la señora. Filippo corrió por toda la casa, siendo para él difícil respirar debido a la opresión y al miedo que sentía con todo su ser. Fue Bianca quien la descubrió en el jardín, cerca de la fuente y en medio de la lluvia. Estaba sentada con las piernas abiertas hacia el cielo, dejando que sus partes íntimas quedaran descubiertas bajo la lluvia. Fue arrastrada inmediatamente al interior. Todos la interrogaron y llorando trataron de saber qué locura estaba haciendo. Ella parecía confundida, alterada por las voces inquisitivas que se turnaban a su alrededor. La pusieron cerca de la chimenea y la secaron como pudieron. Más tarde la llevaron a la cama y la cubrieron con todas las mantas disponibles. Ella empezó a toser con gran deliberación. Le costaba respirar, sudaba y parecía tener fiebre. Él nunca se apartó de ella y cuando estuvieron a solas, mantenían extrañas conversaciones donde ella podía mostrarse lúcida. Cuando él le preguntaba las razones por las que tanto daño se hacía, ella simplemente decía que quería ser madre y que por eso debía llenarse primero de lluvia. El médico justo llegó a los dos días sin estar preparado para tales sucesos. No tenía la medicina apropiada ya que su viaje era una mera formalidad, pero prometió volver y traer unos bálsamos especiales para bajar la fiebre. Efectivamente fue así. El cuerpo de la señora parecía encontrarse mejor y la temperatura bajo a los tres días. No obstante, él dejó constancia de que ella debía permanecer en la cama durante al menos cinco días más para evitar una recaída. Le aplicaron el ungüento, unas infusiones medicinales y unas pastillas que la dejaron dormir durante toda la noche.
En una de aquellas nocturnidades Suzanne se despertó. No había luna, pero él pudo notar como su cuerpo buscaba sus manos. Parecía que ella quería decirle algo. Él acercó su cabeza a la suya. Como ya se encontraba mejor había decidido compartir la cama ya que así podría comprobar que no saliera de la habitación por las noches. Ella le dijo que ya no había viento. Y no paraba de repetirlo incesantemente. Él intentó tranquilizarla y le dijo que todo era pasajero, que pronto volvería el viento, el frío y las nubes y después de todo eso otra vez las flores, el sol y el canto de los pájaros. Al escuchar la última palabra ella sonrío y aunque él estaba ciego en aquella intimidad pudo imaginarse como la felicidad iluminaba su rostro. Pudo ver una vez más aquella luz extraña, de color azul, iluminar la aureola de sus pupilas. Ella se acercó más y le preguntó aquello que le tenía que preguntar desde un principio. Le preguntó si él la amaría pasase lo que pasase, si la querría para siempre, aunque ella muriera. Él le dijo que así sería. Que siempre la querría, aunque dejara de existir. Entonces ella apretó sus manos y le hizo jurar que la amaría eternamente, que sufriría siempre por su ausencia y que no podría vivir sin ella. Filippo lo juró por su vida sin pensarlo dos veces pues tal era el aprecio que sentía por ella que estaría dispuesta a morir por ella. Le dijo que él la amaría eternamente, más allá de la vida y la muerte, que no habría día que no la echara a faltar y que jamás sería feliz con otra persona. Si a ella se la llevase la muerte, él ya no encontraría la felicidad nunca más y sólo viviría de su recuerdo añorado por siempre jamás, sintiendo que todo su ser de desquebraja cada día que no está a su lado. Sería el más desgraciado de los hombres si se quedara solo y antes permitiría que se lo comieron los lobos a dejar de amarla un sólo día. Ella estaba tan feliz al escuchar aquellas palabras que se abrazó a él y le dio un tímido beso en los labios.
A la mañana siguiente, ella ya no despertó. Filippo se mostraba desorientado. Temblaba como si algo en su interior se hubiera roto. A ella se la llevaron y la enterraron en el jardín. No hubo ceremonia y aunque buscó las palabras precisas, no se atrevió a escribir ninguna carta para comunicar el fatídico desenlace a nadie. El médico le aconsejó que avisara a su familia, pero no pudo hacer más ya que él le hizo prometer que no avisaría a la familia en su nombre. Sólo pudo recetarle las mismas pastillas que ella había tomado en sus últimos meses. Las dos doncellas pronto se marcharon de la casa fruto de la voluntad del amo y él allí quedó solo, descorazonado, viendo como el invierno se había llevado su más preciado tesoro. A veces se quedaba en el jardín, mirando el lugar exacto donde ella solía caminar. Si tenía frío encendía la chimenea y se relajaba mirando sus brasas, pero, aunque quisiera buscar otra afición, no podía apartar su memoria de la cabeza. Tal era el dolor de la vida que respirar se le volvía una ardua labor. Cuando dormía, soñaba con ella e incluso cuando no sabía si estaba dormido o despierto, sentía aquel cuerpo a su alrededor que a veces le tocaba tímidamente con las manos. Alguna vez se levantaba y sobre la cama había restos de hojas y flores, aunque estuviera en el más crudo invierno. Pero lo que más le hundió fue escuchar alguna vez en la más silenciosa noche, el ruido de aquel clavicordio desafinado. Él hizo todo lo posible por intentar acercarse a su memoria, pero a veces su rostro se desdibujaba y él lloraba desconsoladamente al ver que su ausencia se podía volver real. Permaneció allí, en aquella casa perdida del bosque, en la más tenebrosa oscuridad, en un eterno otoño del alma, recordándola, añorándola, rezando en silencio hacia su amor, recordándole con cada fuerza de su alma lo mucho que la quería y seguía queriendo. Pues si ella no estaba, él ya no era nada y su existencia no tenía ningún propósito verdadero. La primavera ya no podía existir si no era con su rostro mirándole como el cielo mira la tierra. Así pasaron los días y las noches, las semanas, los meses y finalmente los años. Filippo se consumió en aquella soledad, buscando reencontrarse ilusoriamente con su verdadero amor, su amor sagrado. Por mucho que trataba de recordarlo, nunca pudo ver la imagen de aquel cuerpo frío y marchito en su memoria. Se lo habían arrebatado. Ni siquiera recordó su entierro. A veces llegaba a pensar que todos le habían mentido, que ella simplemente se había escapado hacia el bosque y que tarde o temprano volvería para darle ese hijo que le había prometido. Quería imaginar que habría una posibilidad futura de que ambos pudieran volverse a reunir, pero conforme el tiempo avanzaba y los días se volvían noche, sentía que aquel día estaba más lejano en el pasado. Aunque la familia terminó enterándose de lo sucedido, nadie encontró nunca a Filippo y la casa sólo se mostró para el visitante como un edificio ruinoso, vacío, como si la existencia entre sus muros se hubiera vuelto incomprensible, inmaterial. Él no envejeció, simplemente quedó allí en silencio durante seis inviernos más y un día, mirando el jardín desde su silla de jardín, su corazón dejó de latir. Entonces él también se marchitó y aunque nunca fue enterrado, no quedó rastro de él. El viento simplemente limpió su recuerdo material y la casa quedó realmente solitaria, manchada por alguna extraña maldición que sólo los sensibles de corazón pueden comprender y sufrir.
Entonces el tejado fue debilitándose, la casa se llenó de polvo, la fuente se colapsó terminó convirtiéndose en un pequeño lago improvisado que sustentaba un jardín asilvestrado, lleno de zarzas y flores espinosas que crecían hasta alturas insospechadas. Los que visitaban el lugar empezaban a sentir una extraña sensación de desasosiego y algunos de los aventureros más indómitos incluso empezaban a sentir una sensación de soledad tan fuerte que los rumores sobre la maldición del lugar empezaron a alimentar la llegada de otro tipo de turistas. Algunas personas llegaban a su inmediatez y quedaban embargados por su angustia; otros, en cambio, rompían a llorar, como si resonaran en ellos sentimientos que el tiempo no había podido borrar del lugar, pues era como si algo o alguien todavía siguiera esperando en la más remota oscuridad un amor perdido. En esa eternidad de dolor, los jardines crecían y morían, alcanzando formas inusitadas, fantasmagóricas. Sin embargo, lo que más impresión podía causar a los expertos, era el ruido de un extraño pájaro negro que deambulaba a veces por el lugar. Era un ave nocturna, negro como el azabache y de gran cola blanca. Éste interrumpía en medio de aquel jardín, observando con sus ojos de celestiales como el jardín iba desapareciendo cada año para ir convirtiéndose en bosque.