La feria triste. Índice y notas.
Era una noche de invierno cuando me visitó por primera vez el mago. Me acompañó en mi vida cuatro veces, cada vez por uno de los traumas que me marcaron, aunque nunca llego a recordar si hubo más. A partir de la última aparición ya nunca me abandonó y siempre lo veo reflejado tras algún cristal que haya sido tocado por la ira. No recuerdo cuando empezó todo, pero creo que años atrás iba con mis padres por la carretera rumbo a un pueblo zaragozano para visitar a una vieja amiga de mi madre que había tenido su primer hijo. Por el camino, el coche se tambaleó ligeramente. Tuvimos suerte de que no pillara el reventón de la rueda en plena curva; mi padre pudo maniobrar y dejar el coche reposado a un lado de la carretera. Mi madre me sacó a mí y a mi hermano. Se puso a hablar por el móvil compulsivamente con una de sus amigas, como hacía siempre, y nos dio un par de bocadillos con un caserío antes de ordenarnos que nos mantuviéramos cerca del coche, pero a la vez que jugáramos lejos de la carretera. Mi padre se puso a buscar las herramientas y la rueda de repuesto, así que nosotros, como siempre, desobedecimos y cogiendo un palo empezamos a deambular por las medianías. En algún lugar del bosque vi algo en el suelo que brillaba, era una especie de amuleto acompañado de una cadena resplandeciente. A su lado aparecieron dos zapatos muy pesados. Cuando alcé la vista lo vi, era un hombre alto y oscuro, pues además de mostrarse engalanado con vestimentas antiguas, su piel no tenía el menor ápice de color y permanecía en una tonalidad grisácea. Su rostro estaba poblado con un largo bigote y su largo sombrero de copa impedían ver el tipo de peinado que debía tener. En aquel momento me quedé quieto mirándolo a través de esas gafas oscuras que debían ocultar dos profundos ojos. Pero de golpe, desapareció, desvaneciéndose en el aire, convirtiéndose en una especie de humareda negra que cayeron como cenizas sobre el objeto que recientemente me había encontrado. Yo cogí aquel amuleto y me lo metí en el bolsillo. Era una especie de cadena que tenía una moneda muy rara que contenía rayas y círculos que por aquel entonces no podía entender. Unidos a la cadena había tres bellotas superpuestas y fusionadas que no eran naturales sino de piedra. Cuando mi madre me cogió del brazo, metí la otra mano en el bolsillo, pero el amuleto ya no estaba. Más tarde lo volví a ver un par de veces en la vida, siempre que podía entrar en la feria triste. De esa tarde ya no recuerdo nada más salvo que me dormí en el coche y que el viento me traía una especie de música muy lejana.
La primera vez que visité la feria triste fue seis meses después. Hablé en voz alta pronunciando el nombre de mi hermano y mi madre me dio un bofetón. Mi padre se levantó del sillón y ambos empezaron a discutir como de costumbre. Yo me fui corriendo a mi habitación y me coloqué sobre la cama. Mi cuerpo noto algo frío sobre la rodilla. Era el amuleto. Nunca supe cómo llegó hasta allí si creía haberlo perdido para siempre. Al ponérmelo escuché un extraño ruido de ruedas que se movían por encima y debajo de la casa. Un extraño resplandor púrpura empezó a asomar a través de las juntas del armario y éste se abrió lentamente, sonando como si unos sacos de arena se desplazaran en algún lugar invisible. Entonces apareció él. Esta vez su piel tenía el color del resplandor que emanaba tras sus espaldas, su rostro estaba más fortalecido y además de unos guantes impolutos, portaba un extraño bastón acabado en marfil. Me dio su mano y yo, agarrándola superficialmente, caminé adentrándome en el armario. El mago me mostró este camino oculto a través de la casa cuya apertura estaba relacionada con el miedo que se reflejaba en cada uno de los siniestros detalles del medallón. Una vez allí, la luz me guiaba a través de oquedades conformadas por tierra mojada y rostros carbonizados que parecían asomar insinuándose a través de una superficie medianamente plástica. Tras aquel horripilante túnel, un intenso aroma a caramelo inundó mis fosas nasales. Estaba en la feria triste. Era de noche, la tierra estaba cubierta de niebla y unos nubarrones negros impedían ver cualquier estrella. Era un espacio abierto, con cielo y tierra, pero no parecía de este mundo. No había luna, pero sí una colosal noria cubierta de luces de neón de colores violáceos. Ésta giraba con una lentitud inapreciable y emitía un ruido de óxido que era hábilmente disimulado por los ruidos de las atracciones cercanas. El mago me acompañó entre esa multitud que parecía absorbida entre sueños de tristeza y abatimiento. Todos estaban desprovistos de color, sus rostros carecían de expresiones y algunos incluso estaban tapados con vendas o emborronados por una extraña magia que no lograba entender. Todos caminaban cabizbajos, faltos de energía, arrastrando sus pies a lo largo de una feria llena de ruidos, comida caliente y luces incandescentes. Algunos disparaban esas escopetas de broma hacia patitos de goma y otros comían espesas nubes de azúcar con una lentitud y una tristeza que encogían el alma pues muchos de los visitantes lloraban silenciosos. Yo anduve durante unos minutos que se hicieron eternos a través de sus atracciones. La mayoría eran casas del terror, cuevas malditas, cementerios y carpas llenas de luces, ruidos y palabras susurrantes. El mago me habría dejado deambular más tiempo entre aquellas almas atormentadas, pero me dijo que debía regresar a mi propia pesadilla.
Durante esos dos años pude llegar a la feria en dos ocasiones, ambas en un intervalo de quince días. La primera vez pude ver más atracciones, incluyendo el estanque de peces. Había caballitos de mar, peces gato que maullaban de vez en cuando y alguna que otra carpa con cara de persona que no hacía más que murmurar y decir groserías. También había un tren subterráneo, autómatas que leían las cartas y brujas que leían las manos, aunque nunca tuve la oportunidad de verlas. Las personas que deambulaban por la feria estaban igual de tristes, pero esta vez me fijé que también se podían ver por el suelo sombras que se movían inquietas, como manchas de tinta que no encuentran nunca su lugar natural. La segunda vez, el mago me acompañó a una de esas carpas y allí me presentó por primera vez al arlequín disecado. En aquellos momentos no se movía y sólo se atrevía a mirarme con una cara de tristeza muy húmeda. Giraba el cuello siguiendo mi rostro y aunque su rostro era blanco, el resto de su cuerpo estaba seco, deshidratado, como una especie de maniquí de madera que todavía estaba por montar. Tras mi regreso, no dejé de soñar con ella, con su marcada melancolía y con las llamas que siempre parecía estar contemplando. Me imaginaba que paseábamos juntos por la feria y que en alguna ocasión ganaba uno de aquellos ositos de peluche quemados y ella se alegraba tanto que dejaba de llorar durante unos minutos. Un día no sé que pude pensar ni cómo termine haciendo lo que hice, pero decidí sacarme el corazón con un cuchillo. Creo que pensé que a ella le faltaba uno y que quizá con el mío podría ser algo más feliz. Recuerdo una primera puñalada que no llegó a entrar en mi cuerpo, pero nada más. Luego el recuerdo se vuelve oscuro y me vi en un lugar lleno de blanco. Esta vez el mago vino a visitarme, apareciendo incluso al lado de personas que creía reconocer. Nadie parecía verle, pero alguna vez, alguna de las enfermeras se quedaba enfrente de él como si de alguna manera intuyeran su magnífica presencia. Cuando apareció, su semblante estaba triste. Al principio parecía algo decepcionado conmigo, pero luego comprendí que era simplemente compasión. Él era mago y sabía todo lo que iba a ocurrir, pero nunca quiso contarme el final de la vida. Aquella vez apareció sin guantes y pude ver sus dos manos ennegrecidas, deformes, con unos dedos finos y anormalmente largos. Debajo de sus gafas asomaban algunas lágrimas gemelas y un pequeño resplandor naranja. Se despidió de mí, diciéndome que tardaría esta vez un poco más a verme, pero que cuando nos volviéramos a encontrar, la feria triste siempre estaría abierta para mí.
Y así fue, pasaron los años y aunque no recuerdo mucho de aquella vida, sólo puedo saber que ya nunca volví a ver a mis padres. Desde entonces sólo había hombres altos que me miraban con desprecio y algún que otro enfermero que me preguntaba muchas veces sobre la conexión incierta entre los días y los ánimos. Yo siempre contestaba que sí y así podía acceder a una vida más tranquila. A veces me daban flan, pero aunque me engañara continuamente sobre la felicidad del mundo, todas las noches recuperaba la memoria de la feria triste. Sabía que, sin el arlequín disecado, la felicidad en mi vida ya no sería posible. Nunca volví a pensar en el corazón, pero sí lloré durante mucho tiempo. En mis sueños, mientras, ese estanque se iba llenando de lágrimas, pero por mucha tristeza que acumulara en mis adentros, éste siempre aparecía como un manantial cerrado, desprovisto de vida. Pasó mucho tiempo hasta que sentí el gran dolor. Creo que deambulé por muchos sitios y vi muchos tipos de pájaros. Todos hablaban idiomas diferentes, pero en el fondo me narraban la misma historia. En el mundo sólo había vientos de tristeza. Cuando abrí los ojos, estaba de nuevo en ese túnel y el mago me esperaba, iluminado por un gran fuego multicolor. Esta vez estaba feliz, sonriente y sus manos se movían con una soltura inigualable, haciendo grandes trucos de magia que yo no dejaba de aplaudir como un poseso.
Cuando entré, el túnel se cerró y creo que ya no abandoné nunca la feria triste. Sé que antes de entrar mi piel ardía con un dolor absoluto, pero el olor a caramelo recién hecho me quitó toda sensación. La gente caminaba como siempre, perdida entre bancos de nieblas y escaparates dispersos que reclamaban funesta clientela. El mago me acompañó hacia una gran carpa. Antes de entrar rompió todos los espejos con su bastón. A pesar de sus trucos violentos yo pude verme reflejado en alguno de aquellos cristales rotos. Ante mí había un hombre que no conocía. No era yo, un niño, sino alguien extraño, triste y gris. Mi cuerpo estaba repleto de vendas, cicatrices y llagas y aunque mi rostro quedaba al descubierto, estaba emborronado, como el de esas personas que había visto tiempo atrás. Se podía decir que aquel ser no era un ser humano real sino una momia sacada de alguna pesadilla. Pero entonces apareció ella, el arlequín y la maldad pareció extinguirse durante días. Esta vez caminaba y su cuerpo estaba cubierto con extraños trapos oscuros. Mientras avanzaba los cascabeles de sus pies se movían alegres. Seguía llorando, pero en su cara había una gran sonrisa dibujada. Me dio la mano y ambos caminamos por la feria, perdiéndonos en la niebla para siempre. Antes de probar el primer corazón de caramelo, giré la vista atrás. A lo lejos podía ver el mago, sonriente; se despedía de mí con sus manos enguantadas y su bastón en lo alto. No sé qué pasaría después de aquella noche si es que terminara, pero su magia siempre estaría ahí para protegernos.