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El tren de la bruja

El tren de la bruja

Fotografía en blanco y negro. Un niño mira por la ventana trasera del último vagón.
Elliott Erwitt, New York City, Third Avenue El, 1955

Juan y Pepe habían sacado muy buenas notas y como es tradición en la familia, Teófila, la madre, les había prometido que tendrían una generosa recompensa. Lo mismo había ocurrido con Laura y José Luís, unos jóvenes de la misma clase. Para Fran, el hijo de Ricard, el que tenía una mediana empresa con una docena de camiones, era habitual sacar buenas notas, independientemente de las recompensas o amenazas que profirieran sus progenitores. Aunque el ánimo era positivo, en general, las notas habían sido peores que otros años. El que sí había roto la media había sido Enrique, cuyas notas rozaban lo increíble. Sus padres no daban crédito a la holgazanearía del niño. Incluso con la amenaza de negarle la posibilidad de ir con los demás niños a las futuras excursiones de la clase, había suspendido cada una de las asignaturas, incluyendo gimnasia y plástica. Era como si se hubiera tomado el hecho de suspender como un reto. Ambos habían decidido que debían hacer algo al respecto aunque no se habían atrevido a retirarle los regalos que ya le habían comprado. Tampoco le habían prohibido ir al parque; a pesar de todo, ahí estaba Enrique junto al resto de los niños de la clase disfrutando del ocio familiar. En las inmediaciones del centro comercial, en las afueras de aquella ciudad mediana, se había montado un recinto ferial doble, por un lado una feria que en principio debió hacerse en octubre pero que aquel año, debido a las intensas lluvias se había trasladado a finales de noviembre. Por otro lado, estaba la feria de Navidad, con su belén, con sus luces y con el famoso muñeco de Papá Noel que hablaba con los niños.

Era extraño ver como convivían viejas atracciones ruinosas y carpas roídas con un pequeño conglomerado de tenderetes adornados con intensas luces blancas. Los chirridos de alguna de las atracciones de terror se entremezclaba con los potentes villancicos que un conjunto de altavoces hábilmente repartidos entonaban aunque no con una meticulosa sintonización. El olor a harina frita todavía envolvía el ambiente e impedía saborear el olor dulzón de la Navidad. A nadie parecía importarle que no hubieran desmontado la feria aunque alguno sí pensó que era una lástima porque el poco espacio disponible en medio de aquel conjunto de pequeños lagos artificiales repletos de carpas invasoras impedía que se hubieran desplegado el belén con figuras gigantes que el año pasado había despertado la curiosidad de los asistentes.

Mientras unos padres se saludaban siguiendo un anticuado protocolo de preguntas y síes, unos niños de la clase de segundo B jugaban cerca del estanque. Uno de los niños repetidores, Carlitos, intentaba encender un petardo para tirarlo sobre un cartón marrón que flotaba sobre la superficie del agua. Apuró en encenderlo y tirarlo con un ángulo muy directo. El petardo aterrizó sobre la superficie pero deslizándose por el borde, cayó al agua para convertirse en pólvora mojada. Los niños se rieron de su torpeza. Carlitos les habría dado alguna que otra colleja a ambos pero algo en el agua se asomó para observarlos. Era redondo como una cabeza humana y tenía una larga cabellera que caía por ambos lados hasta sumergirse en la insinuada profundidad del estanque. La contaminación lumínica les impedía ver bien que era aquello que les observaba pero a Miguel le dio un gran susto cuando dos pupilas parecieron iluminarse con el color de una sangre fosforescente. Les preguntó a los demás si habían visto los ojos pero nadie pronunció palabra; Carlitos señaló la figura y se puso la palma de la mano sobre los ojos a modo de visera para poder distinguirla mejor. Adrián, el amigo de Miguel, se agachó para coger una piedra pero justo en ese momento el bulto coronado de pelo y misterio se zambulló haciendo un gran ruido y dejando una ondulación de agua a su paso. Los padres de Adrián se acercaron y todos le dijeron al unísono que ahí había algo. Los padres se rieron. Les aseguraron que entre los peces debía haber alguna carpa grande o algún tipo de pez extraño que alguien había tirado al estanque.

Las comidas de consumo rápido se iban sucediendo al igual que la compra de pequeños artefactos y utensilios variados. La gente compraba tazas, inciensos, pequeños detalles para llenar las estanterías carentes de libros, llaveros, piezas de belén y jabones artesanales. Mientras, el ruido de los niños se iba amotinando alrededor de una atracción. Era el tren de la bruja. El extraño hombre que gritaba por una especie de megáfono advertía que éste iba a ser el último viaje. Manolo, un viejo conocido por los jóvenes del barrio, hacía de bruja. Muchos lo conocían por su faceta de gorrilla aunque recientemente dos semanas atrás había empezado en un taller de motocicletas; por la mañana había estado Josebi, el que apodaban el Chatarra. Aunque desde su juventud había ido y vuelto del mundo de las drogodependencias, hacía años que había logrado un equilibrio en su vida. Todo el mundo le había visto vestido de bruja. Con aquella escoba que parecía de madera o cartón piedra, golpeaba a los niños con devoción religiosa. Se había tomado muy en serio el papel de bruja y alguno decía que incluso notaba como el carácter se le fortalecía con cada retahíla de golpes. Con cada escobazo que daba, Josebi se santiguaba y cada niño recibía el perdón a sus pecados.

Faltaba una media hora para que la atracción cerrase. Josebi había vuelto para hacer el último turno pero llegaba tarde. Los niños habían empezado a agolparse alrededor de la falsa estación. Por un lado, estaba el hecho de que la atracción estaba a punto de cerrar. Por otro lado, estaba la figura de Josebi, famosa por los escobazos que bien en otros contextos podrían llevar a los padres a poner una denuncia. El jefe le recriminó por por no haber estado en toda la tarde. Manolo estaba ya tan cansado que con aquel traje más que sudado a duras penas podía mantenerse de pie y menos aún ir detrás del tren. Josebi calló al jefe con un solo gesto. Se puso la máscara verde de nariz afilada y se cubrió con aquella capa del color de la noche. Manolo le dijo que iba un momento al baño pero que le esperara, que el último viaje lo iban a hacer juntos. Los niños empezaron a comprar la entrada y al poco rato salió Manolo con un nuevo traje. Todo el mundo lo reconoció por la estatura y por la espalda medio encorvada. Enrique en aquellos momentos le comentaba a la clase que ese año seguramente no podría ir con ellos a la granja porque lo había suspendido todo. Pronto las sirenas silbaron en una noche casi aterrizada y el tren empezó a entrar y salir de un pequeño túnel de lonas y cartones pintados. Los niños gritaban y ambos, Manolo y Josebi iban detrás de los niños, escondiéndose cada vez en un rincón diferente para provocar sorpresa. La atracción marchaba y mientras los padres paseaban viendo los últimos espectáculos de luces.

De golpe, unos gritos alertaron a los presentes. El jefe intentó parar la atracción pero ésta no se detenía. El viejo hombre cayó sobre su espalda con los brazos inmóviles, como si le estuviera dando un colapso. Algunos jóvenes empezaron a huir en manada y eso hizo que muchos no vieran lo que estaba pasando. Había sangre, gritos y espanto. Josebi vio desde la otra punta como la bruja golpeaba a los niños con un martillo. La sangre le salpicaba el traje y mientras éste, reía, los niños lloraban incapaces de bajar del trenecillo pues ésta incrementaba la velocidad gradualmente. En el primer vagón podía verse el cuerpo de un niño abatido sobre su asiente con la cabeza partida en dos. Josebi intentó voltear a la gente al haber ya una explanada libre pero la bruja del martillo se colocó velozmente al otro lado de la vía antes de que pasara de nuevo la locomotora y acto seguido se subió a ella mientras gritaba de júbilo y éxtasis demoníaco. Su larga cabellera brillaba con un aura de antinaturalidad y la extremada ligereza de sus pies ya le adelantaron la posibilidad de aquella figura no fuera realmente la de Manolo. Los padres llegaron en multitud, gritando, preguntando qué pasaba, que quién había hecho daño a los hijos. Muchos de ellos pensaron que se trataba de un fallo mecánico y que el tren se había descontrolado. Hasta que no vieron la sangre no empezaron a entrar en pánico. Querían salvar a su hijos pero no sabían que hacer.

El tren entró por las carpas entreabiertas que simulaban ser un túnel. Pronto se escuchó un ruído fuerte, como de un disparo o de un petardo de gran calibre. Las risas continuaron hasta extinguirse en la lejanía y el silencio empezó a coexistir con los gritos y amenazas. El tren entró en la oscuridad de las lonas y no volvió a salir. Los guardias del parque entraron y salieron por el otro extremo. Empezaron a desmontar las faltas pantallas de cartón mientras la sirena de los coches de la policía municipal llegaban. Tras las lonas encontraron el tren vacío y un sólo cuerpo de un niño, el de Enrique. Su cráneo había sido vaciado a golpes de martillo y uno de sus omóplatos se encontraba hundido por la contundencia de los golpes. El asesino se había ensañado con él. La policía rastreó la zona y al poco tiempo llegaron los coches de la policía nacional. Detuvieron a Manolo que apareció en escena a los pocos minutos. Juraba haber ido a la caravana a cambiarse y que allí le había dado un tirón en la espalda que le obligó a quedarse unos minutos sentado. También se llevaron el cuerpo del jefe de la atracción que había sufrido una parada cardíaca. Nunca supieron quién se los había llegado ni dónde y Manolo fue puesto en libertad ya que todo parecía indicar que en la escena entró una tercera persona. La declaración de Josebi fue desestimada porque tenía contenido paranormal y todo el pueblo terminó creyendo que aquella tarde estaba perjudicado con alguna sustancia. Juró que algún día volvería a montar el tren y que iría a por los niños, aunque nadie se tomó en serio sus palabras. La policía nunca pudo determinar quién era esa persona que llevaba el disfraz de bruja. Aquellas Navidades desapareció casi una clase entera de niños y adolescentes que jamás volverían a ser vistos.

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