El ruido. Índice y notas.
Desde un pequeño rincón de la ciudad, en una noche de eclipse lunar, empezó a manifestarse un leve sonido insinuado. Era en cierta medida estridente pero tenue y siempre lejano, como si por mucho que alguien intentara acercársele, el epicentro de aquel sonido siempre se mantuviera en un punto ajeno a este mundo o realidad. El sonido era arrítmico e itinerante pues tenía una naturaleza cuya constitución material desposeída estaba de todo atisbo de causalidad o racionalidad humana. No obstante, no parecía proceder, de acuerdo a su movimiento itinerante, a una causa estática o fija puesto que el sonido, desprovisto de una fenomenología clara y absoluta, se movía lentamente como si algo la motivara a deambular incesantemente, siempre de noche, siempre en la más estricta soledad, existiendo desde un tiempo inmemorial una manifestación mínima incluso cuando nadie se percatase del acto de ser en el mundo circundante. Algunos podían pensar que aquel sonido pervivía a través de su repercusión en el mundo de los sueños o bien que siempre había un interlocutor capaz de escuchar y/o comprender aquellas artificiosas vibraciones desde un inhóspito lugar. No obstante, si al principio, su más recóndita naturaleza permanecía recelosa de ser descubierta, pronto las motivaciones ocultas detrás de aquella potencia empezaron a explicitarse.
Todo empezó cuando el ruido encontró un primer receptor, un ser viviente capaz de escuchar. Entonces las hebras circundantes que parecían conectar aquel sonido natalizado en algún lugar incognoscible cobraron realidad en la mente de un otro capaz de dar cobijo a su ser. El sonido, al principio estridente, empezó a crecer y a convertirse en un incipiente ruido. Al principio no era más que una serie de pitidos y oscilaciones agudas que se asemejaban al saliente de un tejado sobresaltado por los excesos del viento, pero luego empezó a convertirse en un ruido molesto, en una sucesión de capas de ruido blanco que albergaban en sí una correlación inaccesible al entendimiento humano. Adrián fue el primer receptáculo de aquella voz incomprensible. Al insomnio inicial le sucedieron toda una retahíla de las más furibundas pesadillas. Tan pesadas eran éstas que fueron cohabitadas de monstruos y alucinaciones nocturnas que condujeron al propio sujeto a la más remota locura. Una noche de verano, calurosa y húmeda, éste accedió a la calle alertado por la presencia de unos ruidos que parecían cada vez más cercanos. Al salir a la acera contempló como detrás de todas y cada una de las ventanas y balcones de la calle, incluyendo los pisos de su propio bloque, unos seres oscurecidos por el velo de la nocturnidad le miraban, con ojos amarillentos y sonrisas que brillaban blanquecinas y furiosas en medio de un panorama inquietante. Algunos de aquellos seres permanecieron estáticos, con las fauces abiertas, multiplicando los ruidos ambientales que martilleaban una y otra vez sus entrañas, pero si la situación fue al principio inusualmente desconcertante, el grado de horror desbordó sus propias posibilidades cuando alguno de aquellos seres que emergían de los balcones o atravesaban las paredes del vecindario, empezaron a caminar lateralmente por las fachadas, violando todo sentido de juicio racional y razonable, pues en sus miradas se iba perfilando cada vez más una denostada maniobra de hostilidad o acoso hacia su persona. Adrián se refugió en casa, pero mientras dormía no podía olvidar como aquellos rostros inhumanos se insinuaban detrás de las finas cortinas de su dormitorio, observándolo y perfilando cada uno de los rincones de su intimidad más radical.
Una noche, Adrián no pudo huir de sus pesadillas y perseguido por el ruido de aquellos seres vociferantes, salió al balcón en un acto de desesperación y se precipitó al vacío. Tras saltar, las voces aparentemente imperecederas desaparecieron y aunque algunas de aquellas manos envilecidas por la oscuridad trataron de agarrarlo y salvarlo del vacío silencioso al que tanto temían, sus ecos desaparecieron instantáneamente del receptor al que habían considerado su propio mundo. No obstante, el sonido del desplome fue escuchado por otra alma noctámbula que no tardó mucho en despertar de su latente estado de ignorancia. Él era Ignacio. Escuchó un gran estruendo en la calle y aunque trató de cerrar los ojos y hacer oídos sordos para conciliar el sueño, un pequeño murmullo empezó a despertarse en su interior. Escuchó el ruido de unas llaves, como si una cerradura en su interior empezara a ser girada en un sentido jamás descubierto, girando y girando sin cesar, como si en algún lugar una puerta estuviera a punto de ser abierta. Cuando creyó despertar, al día siguiente, escuchó los rumores de la muerte en forma de voces vecinales y murmullos entrelazados, pero la tremenda jaqueca que le asolaba le impidió salir a la calle y encaminarse hacia el trabajo. Al principio escuchaba un pitido molesto en los oídos, pero al cabo de unas horas, era como un estruendo metálico que le recordaba al aparataje de los televisores antiguos. Al día siguiente volvió al trabajo, pero cada vez que oscurecía, aquel ruido abarcaba más espacio en su interioridad hasta el punto que pronto empezó a percibir la extrañeza de aquella sintonía a través de su propia oscuridad exteriorizada.
Al principio eran los objetos de la casa que parecían moverse u ondear, como si su sustancia adquiriera una solidez semilíquida, casi gelatinosa. Todos los muebles de su casa parecían vibrar ante sus propios pasos y cuando hablaba, le parecía escuchar una voz oculta en cada una de sus palabras, como si detrás de todo mensaje, se escondiera un eco repleto de los horrores de otro mundo. Su razón quedó totalmente obnubilada cuando escuchó todo un conjunto de ruidos que no parecían conjeturar nada bueno. Marchó por el pasillo, haciendo caso omiso a la pared que parecía desdoblarse por momentos como una simple sábana frente al viento huracanado. Llegó al salón principal de la casa y salió al balcón. Asomándose, vio una cabeza que permanecía asomada justo en el piso de abajo, quizá reclamada por la misma sonoridad infernal que le había arrebatado la cordura. Sin embargo, cuando más se fijaba en aquella cabeza saliente de mujer, menos perceptivo estaba ante la realidad de la calle, que poco a poco empezaba a transformarse. La cabeza femenina empezó a girarse hacia arriba, doblándose en un arriesgado ángulo denotando la total independencia de su cuerpo hasta tal punto que sus ojos abismales llenos de vacío se encontraron con los suyos. Entonces la cabeza empezó a acercarse hacia su posición elevándose junto con un cuello que no paraba de estirarse, deformando su piel hasta convertirla en una espiral de carne estriada. Su boca se abrió, dejando salir una voz de ultratumba metálica que parecía conectar con cada uno de los recuerdos dolorosos de sus adentros. Ignacio a punto estuvo de perder el control y precipitarse al vacío como tan sólo cuatro días atrás había hecho su vecino Adrián; sin embargo, cayendo de espaldas hacia atrás logró levantarse a tiempo y correr hacia el interior de la vivienda. No obstante, el rostro de aquella mujer monstruosa pronto asomó por su propio balcón y empezó a entrar su cabeza por la apertura de su balcón, deformando el cuello mientras el ruido dentro de la casa transmutaba cada una de las realidades en sus contornos, haciéndola a cada instante irreconocible e imposible de descifrar.
El enloquecido sujeto cerró la puerta de la habitación, no sin antes ver como aquella cabeza de melena azabache y ojos ennegrecidos de odio y locura se acercaban a un ritmo vertiginoso por el pasillo, arrastrando tras de sí una masa de carne gelatinosa que producía un incómodo ruido desazonador, como el de un gran recipiente o bolsa rellena de plásticos y piedras que es retorcida por unas manos enajenadas y llenas de extenuante desesperación. Fuera en la calle, una extraña figura repleta de una desconcertante lluvia de polvo y luces incandescentes caminaba a ritmos acompasados. Su rostro apenas era una insinuación y ante la falta de ojos, toda una serie de miradas grotescas contemplaban cada uno de sus pasos desde la más remota oscuridad, detrás de cada una de las ventanas. Todo soñante o mente enloquecida observaba de alguna manera a aquel ser que se abría paso por debajo de cada onda de luz y que, a la vista de un ojo experimentado, no era un ser en sí mismo sino todo un conjunto de capas de polvo conjuntadas por una extraña vibración que parecía proceder de otro mundo. Su extraño rostro, si es que así pudiera denominársele, miró hacia la casa de Ignacio y la puerta de su habitación se abrió de golpe, finalizando ese ruido de llaves que se había iniciado días previos. Entonces las motas de polvo y luces incandescentes que le conformaban se deshicieron debajo de la exigua luz de un fanal viejo y pequeños chispazos de luz, seguidos de estruendos de ruido blanco, se intensificaron en algunas calles colindantes, amplificando aquella señal que trataba de cobrar vida a través de la locura de otro.
Ignacio vio como ante la puerta abierta de par en par, no pudo hacer nada frente a aquella cabeza flotante que se colaba en el último reducto donde creía mantenerse a salvo. La cabeza de la vecina, con la mandíbula desencajada y los ojos llenos de oscuridad se colocó a la altura del acorralado y desesperado hombrecillo asustado y empezó a gritar, haciendo que cada uno de los entresijos de su ser vibraran hasta quedar irreconocibles. Ante el caos espantoso de aquellos dos abismos que lo miraban con locura, Ignacio sólo pudo gritar y seguir gritando, como un poseso, hasta la extenuación, haciendo que de aquellos dos pozos abismales que debían ser inabarcables a la razón humana brotaran frondosas lágrimas negras y sollozos que escondían cierto alivio y consuelo, como el de una voz que encuentra por vez primera su precisa correspondencia. Su cuerpo permaneció desde entonces en algún lugar inhóspito, entre el emborronamiento de la consciencia y estados casi permanentes de catatonia, presentando una deformación de los rasgos faciales que ningún médico pudo jamás explicar. Su espíritu o aquello que tiempo atrás le había caracterizado, sin embargo, estaba ahora lejos de allí, materializándose a través de formas superpuestas de polvo, rodeado de luces incandescentes y vibraciones que lo conectaban a los sonidos que emergían del mismísimo abismo. A través de la oquedad de su propio miedo empezó a emitir viscerales sonidos de angustia, gritos desgarradores que en la ausencia de un lenguaje sólo quedaban transducidos a un ruido metálico que poco a poco empezaba a ser audible ante una casa sin número. El mensaje debía seguir transmitiéndose. El ruido no podía quedar silenciado.