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El peregrinaje de los otros

El peregrinaje de los otros

El peregrinaje de los otros

El peregrinaje de los otros. Índice y notas.

Cuando Samuel llegó a casa, su fuerte respiración así como la espantada mirada de su rostro, alertaron a su madre. Begoña acudió a él como si llevara horas esperando la llegada de su hijo. Él no dijo nada, simplemente reafirmó lo que ella le había preguntado en más de una ocasión. Como siempre, se había perdido en el bosque y le había costado encontrar el camino, nada más. Su madre suspiró aliviada y le enseñó el plato tapado de la cena que horas antes debía emitir vapor. Acto seguido se fue a la cama, pero no sin antes recriminarle su enfado en forma de amenazas y prohibiciones. Samuel se quedó allí, inmóvil frente a la mesa. Ni siquiera destapó el plato para ver que había de cenar, simplemente se fue a la cama. Dormir le costó demasiado aquella noche, su mente no paraba de deambular alrededor de las mismas imágenes, recreando unos recuerdos inauditos que le aceleraban el corazón. No podía contárselo a nadie más, aquella imagen debía quedar enterrada en lo más profundo de su memoria.

Aquella tarde, Samuel venía de la escuela, situada a varios kilómetros de su pueblo. No todos los días podía acudir a las clases de la señorita Clara, pero los viernes le venían muy bien porque después de las lecciones, aprovechaba el camino de vuelta para comprar y vender algunas cosas en los pueblos cercanos y de ganarse algún jornal. En invierno se pasaba por la granja de Antonio y le ayudaba a dar de comer a las ovejas antes de que éste se volviera al monte. Otras veces aprovechaba para cazar o recoger setas por el bosque. No se pagaban excesivamente bien, pero su consumo amortizaba una gran parte de la economía doméstica. Samuel era hijo único, su hermano mayor había muerto años atrás de una simple neumonía y su padre no volvió de la guerra. Todavía no sabía escribir bien pero pronto debía conseguir un trabajo estable y tratar de salvar las pocas posesiones que les quedaban. Aquella semana era temporada de setas y por eso, sus andaduras por el bosque le habían retrasado tanto los días previos. A su madre no le enfadaba que llegara tan tarde del bosque, sino que no dedicara el tiempo a realizar sus deberes y terminara el año sin saber escribir.

Sin embargo, aquella tarde, su paseo por el bosque no fue como esperaba. El día anterior pudo rellenar su macuto de robellones y alguna que otra flor silvestre, pero ahora el monte se mostraba diferente. Todas las setas habían desaparecido, incluyendo el sonido de los gorriones y los grajos de los pastizales cercanos. Samuel descubrió unas leves pisadas alrededor de un pequeño montículo y cuando subió por aquel camino inclinado para descubrir el origen, comprobó que sus pies tocaban una tierra húmeda, con una plasticidad cercana al barro, aunque hacía ya algunos días que había dejado de llover. Antes de llegar a la cima, un mal movimiento le llevó a perder el equilibrio momentáneamente y aunque no cayó en mala postura, su cuerpo retrocedió por la resbaladiza ladera unos metros atrás, provocando el hastío con su mala suerte. Lo que extrañó a Samuel fue el mareo que sintió al reponerse. Tenía la ropa un poco sucia por la fricción de la hierba, pero cuando se levantó, sintió un pequeño dolor de cabeza que se hacía más fuerte cuando movía la cabeza de un lado para otro. Aunque la caída no le causó el menor daño, quedó totalmente extrañado del panorama que veían sus ojos. A penas había pasado una hora desde que se había adentrado en el bosque en busca de setas, pero el cielo se mostraba oscurecido, gris, como si una tempestad hubiera crecido en lo más alto del cielo. Sin embargo, el horizonte, que antes mostraba con nítida claridad la luz procedente de las verdes praderas del oeste, se mostraba totalmente opaco, como si un muro de oscuridad hubiera eclipsado la luz y avanzara lentamente hacia su posición. Aquella visión le hizo tener miedo. No podía volver por el bosque hacia su hogar, tenía que seguir por otro camino. Tratando de no mirar atrás, volvió a intentar subir el pequeño terraplén de tierra húmeda.

Esta vez lo consiguió rápidamente. Sus andares se volvieron estables y aunque el sendero todavía estaba inclinado, la marcada ansiedad que le embargaba, no le hacía detenerse en los leves impedimentos de su marcha. Había tenido una idea muy sensata. Subiría por la ladera este del monte hasta el camino viejo de los peregrinos. Siguiendo por aquel sendero marcado con piedras llegaría hasta el cruce de la fuente y entonces bajaría la ladera por un lado seguro, directo hacia su pueblo, siguiendo el pequeño riachuelo que caía desde el monte hasta un pequeño manantial. El viejo camino era un sendero abandonado y repleto de matorrales, pero todavía servía de guía para los cazadores de jabalíes. Los primeros minutos parecieron eternos, pero finalmente el joven llegó al sendero. Allí quedó extrañado por el estado del camino. No sabía si era la creciente oscuridad del bosque, pero el sendero se volvía difuso. Hacía años que no recorría aquellos pasos, pero las piedras parecían movidas y el propio camino se encontraba repleto de maleza y espinosas zarzas. Nervioso como estaba, no pensó lo más mínimo en los arbustos repletos de bayas. Tenía el corazón en un puño. Miraba atrás y era como si la oscuridad hubiera corrido tras sus pasos. Veía aquella impenetrable esencia ocultar el cielo y las estrellas. Cuando más rápido caminaba, el camino de vuelta más rápido desaparecía, como si tras sus pasos la noche se tornara viva y engullera prematuramente todo lo que pudiera reflejar luz.

Antes de llegar a la fuente con el tan esperado cruce, unas pequeñas lucecillas en lontananza le llamaron la atención. Ya no podía caminar más, estaba agotado. Pero una vez avanzó aquellos últimos pares de metros antes del tramo de descenso, vio aquel campo de lucecillas fantasmales que tintineaban para sus ojos. Había muchas setas, setas que brillaban extrañamente en la oscuridad, pero lo hacían de una manera tenue, interrumpida, como si aquel brillo se produjera más en su interior que en la realidad palpable de su entorno. Cuando Samuel se acercó a una, no reconoció su naturaleza. Era una seta larga y estrecha, totalmente blanca y de textura poco carnosa. Parecía deshacerse entre sus dedos cuando la tocó. En aquellos momentos de intenso desconcierto, una luz blanca y potente estalló justo delante del sendero. Parecía la manifestación de una tormenta blanca, acompañada de una ventisca leve y un humo grisáceo más espeso que la niebla matutina. El impulso primario de Samuel fue correr y apartarse del camino, dejándose caer justo detrás de aquellos arbustos densos repletos de pinos y raíces muertas.

Lo que pudo ver con sus ojos, quedó siempre al resguardo de su memoria. Cerca de allí, por el oeste y caminando por el sendero, se acercaba una criatura nacida de la propia tempestad de la noche. No podía distinguir claramente su forma ni los atributos que le caracterizaban, pero era como una estructura metálica y a la vez fluida, cambiante con cada movimiento. Emitía luces de su cabeza que estallaban entre las piedras cercanas como rayos que habían encontrado su destino. El ruido que le acompañaba era indistinguible y Samuel lo recordó toda su vida. Era como una procesión de ruidos metálicos, cientos de latas de hojalata chocando entre un mar de piedras y en el fondo, un ruido blanco, inmenso, como el de una radio estropeada. Con cada pesado y lento paso que daba, el ruido se volvía más fuerte hasta el punto de ensordecerle. Aquel sonido era el origen de su incipiente jaqueca. Notaba el dolor en su cabeza vívido hasta el punto de sentir que la tierra se movía debajo de sus pies. Las piedras efectivamente se movían del camino y unas luces amarillentas emergían de sus corpúsculos inertes. Aquella figura incierta, de tres metros de altitud y de cabeza esférica, atraía las luces de las piedras y las absorbía con su colosal cuerpo resplandeciente. Lentamente avanzaba hasta su posición y justo a la altura del camino en el que él se encontraba, la figura se detuvo. Escuchó una voz metálica, entrecortada por un huracanado viento que pasaba a su alrededor. Pero rápidamente volvió a caminar y las piedras se movían a su paso, desquebrajando el camino y ensordeciendo aún más al aterrado Samuel que sólo podía permanecer escondido en su escondrijo. Cuando aquella figura empezó a alejarse rumbo a la oscuridad, el dolor de cabeza desapareció por completo como si nunca hubiese sido real. Lejos, en aquel lugar, aquella estructura extraña se movía, enfrentándose a una oscuridad que quizá sólo ésta pudiera manejar. Acto seguido se escucharon nítidos unos pasos que iban en procesión detrás de la figura. Samuel, vencido quizá por una temporal sensación de alivio, se atrevió a abrir una vez más los ojos y ver qué precedía a aquella singular figura. Por el camino se movían ruidosos pies. Simples pies humanos, diseccionados y ennegrecidos, quizá por la enfermedad o el fuego. Caminaban descalzos, en pares, desconcertando el raciocinio de cualquiera que presenciara aquella macabra procesión, pues no parecían poseer ningún dueño salvo la invisible voluntad maldita que los animase desde el otro mundo. Samuel no quiso ver más, cerró los ojos y esperó varios minutos hasta que aquel ruido infernal se alejara de su presencia. Cuando los ruidos metálicos cesaron y aquellas voces agónicas enmudecieron, Samuel quedó todavía inmóvil durante horas, acurrucado y amordazado por el terror.

Con la llegada de la noche, todo rastro de aquella oscuridad impenetrable había quedado reducida a una mera intuición. Samuel empezó a moverse y aunque no quiso correr, caminó al borde del camino, silencioso e inmóvil, mirando en todo momento las estrellas liberadoras del firmamento. Las piedras habían vuelto a su sitio y aquellas extrañas setas resplandecientes se habían marchitado convertidas en pequeños montículos de cenizas. Algunos pájaros empezaron a replicar con sus habituales sonidos y pronto la luna vertió su luz argéntea sobre el camino, mostrando por fin el cruce de la fuente. No había agua esta vez en su interior, aunque de lejos le había parecido que ésta brotaba con naturalidad. No obstante, volvió pronto a casa y por el camino perdió el miedo al encontrarse con algunos jornaleros que venían desde otros pueblos. Aquella noche Samuel no soñó, pero antes de dormir no dejó de recrear una y otra vez aquel hombre de luz. Sería su más recóndito secreto, algo que se ocultaría a sí mismo con los años, pero aquella noche no paraba de preguntarse una y otra vez el destino de aquellas pisadas sin rastro. No entendía a dónde se dirigían. Quizá hasta las criaturas más extrañas tienen sus propios caminos, destinos que sólo algunas mentes pueden llegar a entender.

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