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El hogar de la desdicha

El hogar de la desdicha

Edward Hartwig, Bez tytułu [Widok Warszawy z okna],1990
Edward Hartwig, Bez tytułu [Widok Warszawy z okna], 1990

El hogar de la desdicha. Índice y notas.

No pude saber si fueron los caminos inciertos de la culpa o las potencias ocultas tras la pesadilla las que me condujeron a aquel lugar. Caminaba entre tinieblas espesas, bajo la inmensa mirada de muros vaporosos que me impedían distinguir la realidad del sueño. Era un prado inmenso, de colosal horizonte y grandes pendientes resbaladizas. Bajo la brisa oculta del mediodía, atisbaba miradas inciertas, oculares nubes de humo que ensayaban sobre mí, el espanto del recuerdo. Caminé pues por el sendero de los tristes, afianzada promesa de desvelar oscuros nombres y mientras el tiempo se deslizaba ruin sobre la cumbre celestial, pude ver con horror cómo caminaba sin pisada, pues mi cuerpo no estaba presente. Qué podría ser yo sino un simple recuerdo, una triste sombra que deambula por el pretérito rumor de la vida. Contemplé ese valle que años atrás vi en tus dibujos, en aquellos bocetos sembrados de fina esperanza; con gran soltura diseñaste aquel lugar, haciendo crecer las flores donde antes sólo había malas hierbas y colocando pequeños árboles frutales en las escarpadas y resbaladizas pendientes de aquel vasto prado. Creaste nuestro hogar, allí, en medio de un solitario vacío y rodeaste sus muros de huertas, arbustos y rosales. Con gran soltura esparciste la sustancia sobre el lienzo y pusiste color en las formas que reflejaba la luz. Pero si en los dibujos y pinturas, estos paisajes se sentían llenos de vida y cubrían de vigor los ojos del expectante, ahora sólo se mostraban taciturnos, parcos en palabras de alegría. La niebla me impedía ver la extensión de la huerta, pero sí podía contemplar horrorizado como aquellos muros ajardinados se cernían sobre la casa, creando superficies opacas, formas angostas y claustrofóbicas que acentuaban el confinamiento y secretismo del lugar. Los arbustos carecían de flores y sobre las grandes celosías, había ahora corpulentos tallos que parecían moverse como arterias de un corazón dolorido.

Caminé trémulo hacia el pórtico, hacia la antesala del hogar que construimos juntos. Sin embargo, no era ya un refugio acogedor sino una prisión de punzante remordimiento. No podía sino intuir aquello que se escondía tras aquellos muros y aunque traté de recordar la puerta de roble, la superficie se mostraba rugosamente imperfecta, desprovista de oquedades o espacios que airearan sus penas. Miré hacia arriba y vi el tejado, negro, de pizarra enmohecida y aunque no pude ver la chimenea que antaño respiraba ociosamente, vi que los rosales crecían más allá de las enredaderas, llenando de flores negras la gran red de niebla que se cernía misteriosamente sobre la cúpula, haciéndome creer que ésta quizá siguiera incansable hasta el más alto firmamento. Fue esa infelicidad, ese amargo resoplido de ira que me invadió tras aquella visión, la que sobresalió de mis entrañas y me hizo recordar. Yo planté ese jardín para ti. Entonces una puerta se abrió en la oscuridad de las formas como si siempre hubiese estado allí, expectante de mis decisiones. Era la puerta de incansable roble, adornada con gruesas cadenas y clavos de hierro oscurecido. Parecían oxidados, pero abrieron correctamente la superficie orgánica, aunque con grandes crujidos de queja. El interior contenía un abatimiento imperceptible al ojo humano. Era como si toda la casa pensara únicamente en desplomarse sobre mí ante la más mínima razón de sospecha. Había oscuridad y tinieblas, aunque al entrar, empecé a ver pequeñas hebras de luz que se abrían paso a través de las grietas del segundo piso. Las paredes estaban calcinadas y los muebles de madera, aunque astillados y desquebrajados, contenían los utensilios de la vida pasada. Había finas copas de cristal, platos, botellas de vino y cubertería de gran calidad. No parecían gastados en exceso, aunque en algunas partes de la vivienda los cristales estaban esparcidos por el suelo. Pero éstos no descansaban sobre su superficie, sino que, por el contrario, permanecían adheridos a la misma, en cierta medida incrustados como si un gran peso los hubiera unido para la eternidad. Las paredes también estaban carbonizadas y los candelabros que colgaban del techo, no sostenían ni bombillas ni velas sino flores marchitas cuyos únicos pétalos incorruptos habían sido esparcidos sobre una colorida alfombra de tonos dorados cuyo resplandor revelaba la sobrenatural bondad con la que había sido bordada. Las ventanas poco a poco se empezaron a mostrar, acompañadas de andrajosas cortinas harapientas y unos cristales fragmentados que dejaban ver una realidad ajena al que previamente había podido presenciar. Entonces me acerqué para poder contemplar su naturaleza y al hacerlo la puerta se cerró a cal y canto, como si una mano invisible quisiera encerrarme en aquel cubículo. A pesar de ello, escudriñé con extrañeza los secretos del espacio y me horroricé a medida que me dejaba embaucar por sus apariencias. Fuera, había estanques de gran caudal, con formas difusas y aguas negras. Había algunos árboles mancillados por un viento ahora inexistente, pero que había deformado sus troncos y ramas hasta convertirlos en garras huidizas que me señalaban el camino de la perdición. Allí, en lo alto de una cima, rodeada de laberínticos jardines asilvestrados, había un gran tronco que partía en dos la línea del bosque y que emergía glorioso hacia el firmamento, fundiéndose en la niebla, como si sus raíces encontraran sustento tanto en el cielo como en la tierra. Todo aquello se movía de antinatural manera, como si sus propios cuerpos generaran un impulso vital capaz de hacer que el bosque se desplazara tras cada parpadeo.

Pero no pude ver nada más porque entonces empezó el primer llanto. Era un llanto femenino, lejano, al principio simplemente insinuado, acompañado de algunas palabras inciertas y susurros en idiomas desconocidos. Y justo ante el primer sobresalto, la ventana se rompió y la realidad se fue con ella. Desde la oquedad ahora sólo se podía ver el jardín enclaustrado y la enorme valla de arbustos y flores que carcomían lo que antaño podía ser un pequeño huerto casero. El olor a podredumbre entraba al interior, pero nada podía enmascarar ese extraño aroma, que, aunque neutro al sentido olfativo, me advertía de una naturaleza familiar. El llanto seguía, aunque a menudo se acentuaba mi sensación de sofoco a través de las vibraciones que sentía a través de cada una de las paredes de aquel infernal cubículo. Podía ver el techo crujir como si algo gigantesco se arrastrara sobre sus vigas y de igual manera las paredes sudaban una especie de humedad que corroía la estancia como lágrimas ácidas que arrasaran una cara perfectamente maquillada. El llanto se hizo más fuerte a medida que deambulaba en su interior, pero fue especialmente incisivo cuando encontré la escalera que me daba acceso al segundo piso. Mientras subía cada uno de los peldaños, sentía unos temblores, unas vibraciones tan repentinas y profundas que parecía que encontraran su fundamento en los misterios más insondables de la tierra. Entonces vi claramente aquel símbolo resplandeciente, un símbolo grabado a fuego en toda la superficie y que hablaba de la maldición. Aunque las palabras estaban entremezcladas y había otras emborronadas por la herrumbre, una voz extraña y profunda susurró unas palabras entremezclaban que decían algo así como ane šà-ak ma-mu.d-šè šúm-ra. Al principio me parecían una advertencia, una orden, pero entonces vi que detrás de aquella espesa masa de aire se encontraba quizá la narración de un acto que yo vi consumir. No lo pude saber con certeza, pero creo que en vida, mi lengua llegó a conjurar aquel extraño idioma.

Había sangre y lágrimas esparcidas por el suelo y una sustancia corrosiva que parecía gotear desde el tejado, cayendo al suelo y quemando su superficie, como si su único objetivo fuera digerir la madera desde sus adentros. Si en la planta baja había tristeza y amargura atenuada el secreto que me animaba a seguir, ahora sólo había horror, pánico y culpa. La sangre seguía ahí, fresca, como si procediera de las habitaciones contiguas. Algo horrible debió pasar en aquel lugar, algo horrible que hizo que sus jardines acorralaran toda posibilidad de recuerdo para que ninguna de aquellas imágenes pudiera recorrer libremente el mundo. Y tu me negabas el recuerdo, me negabas mi memoria. No se si por tu odio o por tu pena, pero yo pertenecía a su horror. Quizá habría podido recordar con exactitud qué escondía la marca, pero aquel largo pasillo terminaba en tinieblas y tras éstas, podía ver tus dos ojos anaranjados, furiosos y coléricos, que me miraban como si mi sola presencia te suscitara todo el mal que hay en el mundo.

Entonces la bruma emergió de tus pies, presta a cubrir los angostos espacios tras tus pasos y la realidad empezó a marchitarse sobre mis córneas. Aquella figura en la que te habías convertido, espectro que llora en tinieblas desdichadas. Empezaste a caminar sabedora de mi intrusismo, irascible y furiosa como siempre. Escuché voces de niños, gritos, sollozos y a mi mente acudieron imágenes inconfesables que no puedo asumir. Vi aquellas cunas, aquellos cuerpecitos cubiertos de serpientes, engullidos por la maldición, por la enfermedad que nos arrastró a todos a la más amarga existencia. Quise pronunciar sus nombres pero ella no me dejó. A gritos trastocó mi consciencia y ensordecido de dolor, me arrastró por sus oscuros senderos hasta golpear mi corazón y hacer que la náusea me derrumbara contra el suelo. Cuando desperté, recordé como las puertas se abrieron por última vez y fui expulsado del hogar con una violencia indómita. Sus ojos enrojecidos de ira se cerraron cubiertos de olvido y la bruma volvió a emerger haciendo que el paisaje pareciera más irreal que nunca.  Toda la casa pareció encoger y mientras seguía escuchando las lamentaciones más amargas de mi pasado, una negrura empezó a rodear el hogar y la bruma se fundió en tinieblas, como si una lluvia de aguafuerte empezara a borrar mis recuerdos. Sentía pequeños pinchazos en mi alma y luces y sombras incandescentes, como si algo ardiera en un lugar muy lejano del cual no puedo acordarme. Caminé errático, temeroso de ti, implorándote la memoria que me arrebataste. No puedo recordar ahora en este transcurrir errante, si fue tu odio o tu compasión la que me desterró de aquel lugar, pero se que la maldición me traerá tarde o temprano aquí, pues el dolor llama al dolor y la memoria siempre elige la culpa frente al olvido.

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