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El hambre devora al mundo

El hambre devora al mundo

Toshihiro Okada. From the Fragments of memory, 2015
Toshihiro Okada. From the Fragments of memory, 2015

El hambre devora al mundo. Índice y notas.

I

No todas las noches desciende el sueño sobre el hombre al igual que no todas las mañanas el sol recupera el color del mundo. No fue así al menos aquel día incierto de diciembre, cuando Juan José se encontraba encadenado a sus propios pensamientos. Entre sombras palidecidas por el prematuro ocaso, su semblante recorrió la marabunta de calles que lo conducían a su supuesto hogar, haciendo caso omiso de las luces navideñas que encendían su cara a los ritmos de unos pasos acelerados. Tras llegar al hogar soltó las llaves sobre un cuenco de cerámica, se quitó la camiseta y abriendo de par en par la puerta del pequeño balcón, esperó a que la fría brisa le aliviara. Su cuerpo estaba dolorido, sudoroso. La gente por la calle, el concurrido trabajo, la fuerte medicación, todo le producía malestar, migrañas y una sensación de sofoco perpetuo. Era como si su cuerpo se calentara y su piel fuera incapaz de perder el calor, como si él no estuviera allí realmente donde está sino en un lugar tórrido, húmedo e inerte. Aunque trabajaba de cara a las personas, en sus horas laborales no solía sufrir en exceso; aquella opresión ocurría más bien cuando se encontraba haciendo gestiones con otros compañeros de trabajo, cuando volvía del trabajo a casa, cuando estaba comprando en el supermercado o alguna contada vez que alguien le propuso tomar algo en la hora del almuerzo. Mientras el calor iba abandonando tímidamente su maltrecho cuerpo, los pensamientos empezaron a abordarlo de nuevo, abstrayéndole hacia una superficie imaginada donde las estrellas tintineaban y él, desde su oscuridad, observaba en silencio el misterio del firmamento. A veces ocurría que sus pensamientos lo perseguían hasta las cárceles de su memoria, pero otras lo compungían de tal modo que lo desterraban hacia un lugar incierto y tomaban éstos su lugar en el mundo.

Así ocurrió aquella noche. Mientras la oscuridad avanzaba, Juan José se quedó en el sillón, descamisado frente al balcón abierto y tras servirse una copa de aguardiente, sus ojos se cerraron apagando el insomnio que creía tener. Su mente arrebatada quedó por las estrellas y en su sintonía, su luz fue armónica durante el breve periodo en el que duró el suspiro de un agente desconocido y lejano, pero siempre providente. En aquel extraño lugar, en lo que él creía reino de Morfeo, una bocanada de aire bastaba para albergar todo el aire del firmamento y su forma vívida quedaba aliviada del abrasador infierno en el que se había convertido su vida. Lo que no podía saber es que la luz material quedó enrarecida y que todo aquello que existía en el mundo, bien como observación, generación o rememoración, fue pasto de la tercera figura de la sombra del inframundo. Ella, la madre de los hambrientos, ungió a los durmientes con el vino agrio y mientras éstos quedaban reducidos a simple cal, los que observaban el mundo quedaron absorbidos por la última luz que estalló en la noche oscura. Cuando Juan José volvió a su cuerpo, el mundo ya no era el mismo. No era un sueño lo que había vivido, pero de la luz de lo desconocido, despertó en un mundo que agotaba su última posibilidad de redención.

Su cuerpo por primera vez en muchos años conoció el frío. Su cuerpo estaba sudoroso y sus músculos, entumecidos, tiritaban de tal manera que le costó levantarse y cerrar la puerta del firmamento. No sabía donde había estado pero no tenía sueño, su cabeza estaba lúcida como si hubiera estado horas hibernando en el más reconfortante refugio de la tierra. La luz se había ido y todos los aparatos, resguardados con su batería o no, no funcionaban. La calle estaba a oscuras y aunque podía ver el atisbo de un amanecer, los edificios se mostraban pálidos y las calles siniestras, silenciosas y vacías. El color era tan débil que su mirada sólo podía distinguir una gama de grises. Su intuición le llevó a no hacer ruido y mientras se cambiaba de ropa apostando finalmente por una chaqueta cálida, un estruendo metálico estalló en la calle.

Al asomarse tímidamente por una de las ventanas, vio una especie de gran columna gris que atravesaba el cielo hasta un punto incierto en medio de la ciudad.  Unas nubes oscuras revoloteaban a su alrededor y en la cúspide del colérico firmamento podía distinguir una hilera de seres diabólicos, puras sombras aladas que revoloteaban victoriosos sobre la corona de la destrucción. Fuera empezó a llover pero lejos de descubrir el típico tintineo en los tejados y ventanas, se percató de la extraña alteración; la lluvia ascendía desde la tierra al cielo y en esa inversión, las ventabas quedaban salpicadas con gotas negras, como si el propio asfalto se derritiera antes de ascender frío y escapar hacia aquella nueva gravedad. Pronto un molesto ruido rudo y malicioso sonó tras las paredes, como si cientos de animales rasgaran el muro de la casa contigua y unos gritos le despertaron del obnubilado estado en el que se encontraba, no haciendo menos terrible los pensamientos e incógnitas que surgieron en sus adentros pues aquel grito no era humano pero pretendía serlo. No sabía que estaba pasando y qué era aquello que azotaba el mundo de ahí afuera ni tampoco sabía qué hacer mientras la realidad parecía quedar sometida a una de aquellas pesadillas que meses atrás le habían estado atemorizando cada noche.

Se asomó al pasillo y al ver que no había nadie caminó discretamente hasta el portal. No llamó al ascensor pues aunque no sabía si éste pudiera estar operativo, no se atrevía a reclamar la atención de lo desconocido. Cuando salió a la calle, el recuerdo le abrumó, pues en sus sueños siempre soñaba con su antiguo hogar, una casa en un pueblo no muy lejano y cuando oscurecía y las ventanas se cerraban a cal y a canto, una voz le decía que la luz le esperaría. Atravesó la calle desierta en busca de su coche y mientras discurría atemorizado, observó como unas sombras maquinaban algo en algunos portales. Sombras que se mecían arriba y abajo, algunas incluso con rasgos desafiantes pero siempre humanos que carecían de un objeto real y referencial, sin luz ni esperanza. Sombras de algo que ya no era pero que había existido en la esperanza de un otro. Parecían animadas por sí mismas, motivadas por una energía o lamento incapaz de ser pronunciado pero justo cuando encontró su coche y pudo ponerlo en marcha, las luces se hicieron visibles como entes espectrales en medio del desolado páramo. Toda la calle se materializó con oscuras pesadillas pero éstas empezaron a discurrir sin percatarse de su presencia, como almas en penas embrutecidas por la rutina de días ya pretéritos. Pudo salir del barrio y tomar la via general de salida pero allí empezó a ver coches circulando. Todos estaban desprovistos de color, sus cristales estaban tintados de negro y sólo uno de los vehículos que tenía el cristal roto pudo descubrir al conductor. Éste, un cadaver pegajoso y grotesco, lleno de arañas y con una clavo clavado en la frente, se giró mientras se cruzaba un paso de peatones y mirándolo a los ojos, abrió las fauces emitiendo un chillido tal que una grieta apareció y se diseminó a lo largo del cristal principal, provocando también que algunos de los escaparates de las tiendas más cercanas estallaran desplomándose sobre la acera. Las sombras empezaron a acudir corriendo hostilmente y mientras el conductor maldito giraba el volante para encontrarse y estrellarse con él, Juán José, cargado por una adrenalina infundada, aceleró evitando el golpe, atravesando la calle con la mayor celeridad que le permitía su coche de segunda mano.

II

Sin dificultad pero no sin temor pudo escapar de aquella ciudad y marchó por los caminos que lo llevarían de nuevo a su primer hogar. Por el retrovisor, mientras se alejaba, pudo ver como aquella columna negra de humo crecía hasta alcanzar proporciones colosales. Reflexionó por el camino si aquellas sombras eran seres de otro mundo o bien una consecuencia o evolución de los seres que habitaban el mundo que él había conocido. Pensó también si habría más supervivientes pues quizás aquella oscuridad sólo había cautivado una única ciudad. Mientras avanzaba por la carretera no vio ningún rastro de actividad humana o animal. Las luces de las pocas casas que pudo ver estaban apagadas y los cristales enturbiados o rotos. Los coches, parados al lado del camino o delante de las cocheras y tampoco había rastro de animales domésticos ni salvajes. Nada le impidió regresar a la casa de sus sueños pero cuando llegó, los pelos se le erizaron como si una energía temblorosa emergiera del propio asiento. El coche se paró en seco aunque avanzó unos metros por la inercia a unos metros del portal. La casa estaba oscurecida, como si un extraño muro o vaho gris cubriera cada una de las entradas. Fuera, el mundo ya no tenía color. La hierba era gris y el cielo, estaba marcado por unas capas superiores opacas, el gris de lontananza y una extraño resplandor blanquecino y molesto que brillaba siempre en el horizonte, en esa fina capa ilusoria que separa la tierra del cielo.

Cuando exploró las inmediaciones, no encontró ninguna señal de movimiento y aunque lo intentó no pudo acercarse a la casa. No lejos de allí, se escuchaban ruidos de caballos, como si algo se acercara. Eran sombras, como miles de patas gigantescas que nadaban por el asfalto trotando con un ruido desesperanzador. Todo parecía empezar a quedar bajo sus dominios así que el hombre se metió entre las zarzas laterales de la casa y se escondió en la parte trasera; allí había un jardín con varios árboles frutales abandonados y totalmente secos. En medio de todo había un pozo y sobre el borde de sus pétreos muros, un extraño resplandor asomaba. Atemorizado por el hallazgo y doblemente compungido por el temor a las sombras, se asomó y en su interior descubrió una luz lejana pero intensa. Había soñado siempre con aquella casa abandonada décadas atrás por su familia pero era imposible que hubiera un pozo pues lo habría recordado. En sus sueños tampoco aparecía tal misterio. Habría permanecido allí, sometido a sus interrogaciones, divagando sobre la existencia de lo real pero por mucho que hubiera pensado, la luz de su interior, debilitada y fugaz, no era más que un eco de inteligencia que había quedado eclipsado por el miedo, desconectada del mundo e incapaz de aprehender aquello que estaba más allá de su reino.

Las sombras pronto se acercaron. Escuchó su alarmante ruido y vio en el firmamento varias de aquellas columnas de humo. Como huracanes parecían moverse en un sentido aleatorio e incierto. Ahora ya no tenía ninguna duda de que aquello se había expandido por el mundo y como un hambre imperecedera, había convertido en tinieblas a todo aquel ser capaz que había visto la última luz del mundo. Se acercaron hacia él y su figura, rodeándolo, pues también surgieron otros rostros diabólicos detrás del jardín a sus espaldas. Juan José, acorralado por el miedo, se arrojó al pozo y mientras caía, una luz lo envolvió entre tinieblas. Una luz que no era de este mundo y que jamás le había olvidado. El pozo, bajo sus pies, parecía derrumbarse y el mundo entero emitió un crujido como si algo en su interior se despertara con ganas de devorar al propio rey del firmamento. Él nunca lo pudo llegar a intuir. Perdió el conocimiento y suspendido estuvo durante horas inciertas. Cuando despertó, sintió cosquilleos por todo el cuerpo y no se sentía caer aunque sí había movimiento; sintió que a cada instante la gravedad giraba a su alrededor a una velocidad vertiginosa, haciendo que a veces la sangre se posara sobre rostro o volviera a las extremidades inferiores. Al final, chocó contra el agua y a punto estuvo de ahogarse si no fuera porque su propio cuerpo salió a flote sobre un lago de agua salada. No había rastro del pozo y el firmamento brillaba con tal intensidad que le dañaba la vista. Nadó lentamente hacia la orilla como pudo y allí, mientras se acostumbraba a la luz, pudo distinguir árboles y maleza con colores vívidos, extraños e incluso cambiantes. Había al lado del lago un camino de tierra y el viento empezaba a soplar con un frescor reconfortante. El cielo parecía una mezcla de nubes púrpura, azul y violeta. Aquella sensación era semejante al sueño que lo abdujo la última noche, protegiéndolo del hambre devorador del mundo. Él, que había escapado de las sombras, dejó atrás la pesadilla para encontrar el sendero a un nuevo mundo. No era su mundo seguramente, pero era el lugar más real que jamás había podido sentir.

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