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El falso amanecer

El falso amanecer

Albert Welti, Spuk um Mitternacht, 1912
Albert Welti, Spuk um Mitternacht, 1912

El falso amanecer. Índice y notas.

Cuando el grupo cruzó el pórtico de los últimos días, no supo anticipar cuán profundas serían las aguas del subsuelo y la rapidez con las que éstas se desarrollaban hacia los mares tétricos de Shawn. Por suerte encontraron un bote lo suficientemente robusto para permanecer a salvo durante las horas que duró la travesía. Los remos estaban podridos y una parte de la cubierta tenía hendiduras lo suficientemente marcadas para indicar que un animal que con grandes mandíbulas se había aferrado a él en el pasado. Los primeros minutos fueron inciertos, pero los aventureros pronto se acostumbraron a las inesperadas sacudidas de los túneles negros. Estaban en las profundidades de la tierra, más allá de las grutas de los Amanaorath y muy por debajo de las más vestigiales minas de los enanos. Había ríos que transcurrían veloces, reptando como serpientes en la noche en busca de mares tenebrosos que nadie se ha atrevido jamás a navegar. A medida que se deslizaban por los recovecos de la tierra, las grutas se tornaban extrañas y donde antes sólo había piedra desnuda, ahora había columnas que parecían de marfil fundido, las cuales mostraban en el mejor de los casos rostros y fauces que parecían observarlos desde la lejanía. Intentaron no prestar atención a los malos augurios sobre el lugar. Estaban agotados y recientemente habían perdido a uno de los suyos, Wingol, un bárbaro de las estepas del suroeste. Los salvajes túmulos de los antiguos Bósphoros estaban repletos de Eorbes, los cuales no eran nada amigables con los intrusos. No eran muy inteligentes y no tenían gran vista, pero solían atacar en multitud y sus lanzas cortas a veces podían alcanzar a los enemigos si se acercaban lo suficiente. Pararon brevemente para descansar y abrir un pequeño fuego mágico que les reconfortara. Pensaron durante esos momentos de placidez si alguna vez volverían a ver la luz del sol.

Estaban allí porque buscaban un tesoro, pero sabían que les podía costar la vida y el olvido. El tratado de paz entre enanos y nékanos les había eliminado la posibilidad de seguir como mercenarios en la contienda. Pero sus problemas no quedaron ahí; la amnistía no incluyó a los mercenarios o a los soldados que procedían de lugares remotos y salvo Engon, todos los allí presentes eran humanos. Eso los había llevado a refugiarse en las minas de Tínga y retomar sus viejas costumbres de aventureros. Engon, el enano del grupo, un guerrero barbudo y muy querido por todos, tenía familiares en la región y fueron bien recibidos en el hogar de su tío abuelo Vengar. Además, el resto de miembros, al haber combatido en el bando enano, gozaban de un antiguo salvoconducto para entrar y salir por los riscos y volver a las tierras del imperio. No obstante, decidieron asentarse una temporada en la región escarpada y probar fortuna. Una extraña leyenda afirmaba que más allá de los lagos púrpura había una ciudad derruida, uno de los últimos bastiones de los Bósphoros. Pero no era un mausoleo o una necrópolis tal como las que solían encontrarse en la oscuridad de los ríos interiores, sino un palacio incorrupto que albergaba un gran tesoro en su interior. Los enanos no conocían nada de la región más que las leyendas que emergían a la superficie, pero sus primos lejanos, los nondorianos, les habían guiado a través de la infraoscuridad, dándoles los símbolos exactos de las runas que los llevarían a la ciudad de Megüel. Así pues, durante días inciertos deambularon por los túneles sin nombre, esquivando poderosos osgos, kobolds y trasgos. Cuando no había peligro hacían estallar las runas en la oscuridad y a través de las vibraciones encontraban los símbolos hermanados. Eran pequeñas líneas invisibles inteligibles sólo a las mentes entrenadas, pero de vez en cuando tenían que ocultarse en el barro o crear extrañas barreras de niebla para evitar ser encontrados pues si un peligro tenía las runas era que a veces solían provocar estruendos demasiado ruidosos. El encargado de ello era Joenar, un extraño hechicero de la mismísima ciudad de Linol; a todo el mundo le podría parecer extraño ver uno de aquellos ancianos gremiales fuera de la seguridad de sus muros, pero Joenar siempre dejó claro que, a su edad, sólo quería ver el mundo que nunca había podido disfrutar. En la oscuridad, al principio el camino resultaba fácil pero conforme se perdían en sus secretos, las grutas eran más cerradas y las oportunidades de esconderse, ínfimas. Las runas estaban cada vez más lejos y algunas habían sido derruidas por extraños seres que nunca pudieron identificar. Muchas de aquellas criaturas les atacaron en más de una ocasión, pero, aunque no eran temibles adversarios, algunos de aquellos guerreros montaban extraños gusanos grises, con patas y antenas que contenían una especie de ácido corrosivo capaz de sulfurar las superficies más resistentes.

Cuando llegaron al lago de los suspiros, Joenar hizo silbar una runa señuelo y el techo crujió sobre sus cabezas. Cayeron piedras afiladas y un sinfín de flechas que parecían proceder de un terraplén cercano. Al parecer cerca del lago de agua dulce un pequeño grupo de decrépitos kobolds aguardaban una nueva oportunidad para saquear. El ataque habría sido diezmado rápidamente si no fuera por las luces incandescentes de los chamanes que revelaron sus posiciones desde el inicio del ataque. Khaegal fue rápido en planificar la retirada hacia las lindes del lago para evitar que el enemigo los rodease, pero eso no les impidió caer presa de su vestigial malicia. Burial sufrió una herida en el antebrazo, aunque gracias a su escudo gigantesco, pudo salvar la vida de Nama y Juny. Wingol, en cambio, desprovisto de escudo, fue el primero en caer. Una flecha le atravesó el brazo y su garrote calló al suelo provocando un gran estruendo en los corazones amigos. Fue duro ver caer a aquel gigante de dos metros con una simple flecha. Algunos kobolds conocían extraños venenos que no dudaban en utilizar para volver la munición una trampa mortal. Tras varias lluvias de flechas, los kobolds atacaron, aunque uno a uno fue cayendo bajo el martillo azul de Engon. Burial organizó el contrataque y Nama gritó en la oscuridad con tal aullido que ensordeció a los chamanes rivales, haciéndoles inservible el uso de blasfemias. Así era aquella extraña sacerdotisa, capaz de sacar extraños poderes en los momentos más difíciles. Joenar había intentado cubrir de niebla el campo de batalla, pero el uso continuado de las runas lo había dejado agotado y aunque trata de encontrarse la débil niebla que emergía de su mente no era rival para las extrañas luces verdes de los kobolds. Mientras, Vinthas trató de proteger el cuerpo de su amigo, en un intento improvisado de curar unas heridas que ya habían cercenado su alma. Sólo el cruel estruendo de la pólvora alejó a los salvajes, pues del lago había emergido uno de aquellos botes sumergibles que recorrían los mares subterráneos. Los guerreros nondor habían escuchado los temblores al otro lado y habían acudido en su ayuda. Todos pudieron correr y ponerse a salvo en su interior, aunque Burial tuvo que retrasarse para poder levantar junto a Vinthas el cuerpo del guerrero caído. Vinthas era un paladín y no estaba dispuesto a dejar aquel cuerpo sin una sepultura digna.

Durante el camino bajo el agua, el jefe de los nondor les presentó sus máximos respetos y los escoltó a la ciudad de Megüel. Sin embargo, lo que encontraron allí socavó sus esperanzas. Los muros de la ciudad estaban medio derruidos y tras una larga guerra contra seres que ni siquiera los habitantes podían describir, una gran peste se había cernido sobre sus habitantes. El gran jefe de los clanes les dio provisiones y las indicaciones que consideraron precisas, pero si entraban en la ciudad, no podrían salir hasta finalizar la cuarentena. Sólo los exploradores y comerciantes como los que habían conocido podían seguir sus rutas. Negociaron con el oro de los enanos y luego dejaron el cuerpo del caído para que recibiera honorables sepulturas. Joenar parecía cada vez más enfermo, pero se negó a quedarse en aquel amasijo de cuevas y cúpulas; si su fin estaba cerca, prefería ver en último misterio antes de cerrar los ojos. Así pues, comieron a las orillas del lago y animados por el fuego, siguieron las rutas de los nondorianos. Aquellos túneles eran tierra de nadie y aunque estaban cercanos a la ciudad, no había nada que hubiera sido trazado en mapas. Allí mismo se había fraguado la leyenda, pues detrás de aquellas grutas de confusión y laberintos intestinales, debía haber una gran ciudad desconocida.

Tardaron un día entero en encontrarla y a punto estuvieron en varias ocasiones de perderse. Allí a lo lejos, una luz débil asomaba en uno de los túneles de bajada. Siguiendo sus extraños senderos sinusoidales, llegaron a un entramado azaroso de múltiples sentidos. La luz era cada vez más potente pero finalmente pudieron contemplar el origen de aquella claridad. En el interior de la tierra había un gran lago y sobre éste, un pequeño sol resplandeciente que se movía sobre una cúpula escarpada en las entrañas mismas de la tierra. Joenar quedó estupefacto. Nunca nadie en vida había visto un falso amanecer, una magia tan potente que ni siquiera uno de los arcanos podía haber leído en ningún libro. Sobre el lago distinguieron un pequeño templo repleto de losas de piedra y láminas de plata resplandeciente. Cerca de allí había pequeños kobolds y trasgos, pero cuando los vieron se pusieron de pie, con un ademán ajeno a los signos de la belicosidad. Los aventureros quedaron extrañados. Eran más altos que los trasgos normales y aunque no parecían hostiles, mostraban en sus rasgos la impresión de quién goza de alguna especie de inteligencia bondadosa. Siguieron la ruta y llegaron al puente de piedra que le daba acceso al templo de metal mientras aquellos seres los espiaban extrañados desde la lejanía. La superficie estaba impoluta, como si en aquel lugar no pasaron los años. Entonces entraron, pero lo que encontraron allí les marcó para siempre.

La torre había sido construida puliendo directamente una gran masa dee piedra que parecía emerger hacia lo más alto. Desde fuera, alguna especie de magia impedía ver el fin de la torre, pero desde dentro, parecía un confortable castillo, con siete habitaciones en cada uno de los tres pisos. Había cocinas, despensas, almacenes, dormitorios, vestidores y varios laboratorios equipados con todos tipos de materiales alquímicos, orgánicos y talleres para pulir cristales. Sin embargo, la biblioteca no tenía rival y aunque los libros estaban en un idioma indescriptible, uno podía ver en ellos la sabiduría de siglos de civilización. Sin embargo, no entendieron el fin de todo aquello hasta que ascendieron por la torre. Allí, Nama pudo leer los jeroglíficos e intuir a través de su extraño espíritu, la naturaleza de aquella construcción. Allí estaba él, el mago oculto, medio amortajado, sentado sobre su silla de fino arce, con su capa caída y una barba que buscaba descender hasta el suelo. Era el último de los Nafririm, el hermano caído de los siete sabios de Susna. Nadie podía haber imaginado cómo un mago tan poderoso había podido huir en un solo día de la faz de la tierra y deambular en silencio hasta perderse en los últimos cimientos de la civilización bósphoroniana. En su mano sujetaba un extraño libro carmesí y su largo gorro de mago estaba en el suelo, convertido en un inservible harapo de tela enmohecida. Aquel cráneo desnudo, sin ojos, totalmente pulido, los miraba desde la mismísima neutralidad del otro mundo. Mientras Juny, el pequeño ladronzuelo de la ciudad de los pozos, jugueteaba con los adornos de las paredes, Vinthas se acercó al esqueleto del mago y conjuró sobre su frente, tratando de que la iluminación le escrutara alguna verdad. Y así fue, pudo ver imágenes de grandes conjuros que se proyectaron sobre la mente de todos los presentes. Un mago, poderoso y desafiante, capaz de fundir un castillo con una mirada y reducir un imperio a cenizas, huyó en la soledad de la noche y se perdió en sus misterios de la tierra. Allí desenterró el poder de sus ancestros y su poder fue comparable a la de un dios reencarnado. Conjuró soles y lunas y donde allí posó su pie, el agua se convirtió en sagrada y los monstruos que de ella bebían crecían y su progenie se convertía en bondadosa. Sin embargo, el único gran conjuro que desató tras su ascensión fue la de preparar aquella tumba en mitad de la nada, preparada para que después del ocaso, un sol siguiera resplandeciendo en el vacío más profundo.

A pesar de encontrar sumas referencias en aquel libro carmesí, no pudieron entender como alguien tan poderoso había huido de la civilización y se había refugiado en la porción más recóndita y abandonada de la tierra. Era difícil entender como aquel que se había alzado victorioso sobre los magos negros de Vem y que había sido adorado por los humildes siglos atrás, desapareciera una noche cualquier sin dejar rastro. No podían imaginar qué graves tormentos debían haber sepultado su alma, pero la leyenda decía que una enfermedad se había apoderado de su alma. Las paredes de aquel lugar reflejaban ese dolor almacenado durante años y las personas más sensitivas, pudieron pronto ser testigos de las emociones que emanaban de su cráneo. Sólo mediante el escrutinio preciso del grupo y las dotes para leer el mensaje de los tiempos, pudieron comprender las razones de su destierro. Aquel mago, poderoso como ningún otro, huyó atormentado hacia el silencio, tratando de entender el único gran misterio que le había superado en vida. Con hábiles magias y destrezas inusuales construyó su propio palacio, hizo nacer criaturas inimaginables y creó decenas de autómatas que le ayudaran en el mantenimiento de su hogar. Mientras, permaneció allí en silencio, tratando de entender aquello que le atormentaba, la simple y llana muerte. Hizo construir espejos sobre el firmamento, extraños artilugios repletos de engranajes y sacos, todo ello para medir, cuantificar y predecir el tiempo, pero sólo cuando lo pudo comprender, cerró los ojos al misterio, después de más de cien años de meditaciones. Entonces murió, justo después de que comprender que por mucho poder que alcanzara en vida y que por muy poderosa que fuera su magia, la muerte siempre le estaría esperando.

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