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El Bajo Cielo

El Bajo Cielo

Alexander
Talbot Master, «Alexander», British Library Royal MS 15 E vi f20v. , France, 1444-1445

El Bajo Cielo. Índice y notas.

En los primeros años de la edad oscura, en medio de la densa bruma del este, una pequeña multitud de reinos empezaron a reclamar su posición. No muy lejos del Bósforo y todavía constituidos por los ecos lejanos de una Roma incendiada, una multitud de pueblos se alzaron contra los bárbaros y un rey se proclamó soberano de las cenizas. Corrían tiempos inciertos; Algunas nuevas conciencias habían ido surgiendo desde todos los rincones del antiguo Imperio. Los pueblos más osados habían iniciado largas marchas desde oriente, siguiendo la marca del sol y abrazados a la nueva fe cristiana. Otros se perdieron entre los bosques fríos del norte, buscando pasar inadvertidos entre las incursiones de los salvajes de las estepas. Algunos incluso lograron dominar el mar y empezaron a habitar en pequeñas islas, tratando de construir mediante sueños una nueva república. No obstante, en un lejano reino oriental, atenazados por los que todavía ostentaban el nombre de romani, un joven líder, Andreija, entendió que si su pueblo quería prosperar, debía encontrar su propio espacio. Las montañas eran de los bárbaros; los ríos, del imperio; el mar, de los piratas y los bosques, de las bestias. Huían de un lugar que no querían recordar y tan sólo habían podido salvar los carros y algunas piezas de ganado que les seguían en su extraño éxodo. Sin embargo, no sabían dónde debían ir. Cuando llegaron a aquel pueblo costero, los habitantes pronto los recibieron como héroes, pero no eran las cruces que portaban las que les dieron el sobrenombre de hermanos, sino la esperanza de una reciente profecía que adelantaba su llegada.

El viejo ermitaño Hasías había predicho su llegada a través de un sueño y aunque hacía años que estaba enfermo de reuma, gota y cataratas, su voz era escuchada por aquellos hombres que ya poco tenían que perder. Sin entrar en corteses saludos, el viejo pronto reconoció al que parecía el jefe entre la multitud y le dijo que las voces del viento le habían susurrado que le guardaba un gran tesoro en el fondo del mar. Mientras los inmigrantes se asentaban y desmontaban sus tiendas, éste divagaba profundamente sobre cómo podía acceder a un tesoro en tan inaccesible abismo. El día todavía estaba en una hora ventajosa y los hombres talaban madera en las lindes del bosque para preparar nuevas barricadas cuando uno de los hombres se acercó a los dirigentes. Era un reconocido comerciante de las tierras orientales. Conocía las tierras de Bitinia como la palma de su mano y había pasado años entre Constantinopla y Alejandría. El gobernador, Oecus, abrió los ojos cuando escuchó su idea sobre el vidrio. Durante el resto del día y las primeras horas del nuevo sol, aquellos hombres, artesanos aguerridos, soplaron el vidrio y con hábil maestría convirtieron la simple arena en una masa gigantesca que por poco llega alcanzar la altura de una casa. Muchos quedaron sorprendidos, pero algunos se quejaron en silencio al pensar que aquella construcción no servía de nada y que el dirigente malgastaba demasiados hombres en la improvisada forja que habían construido sobre la playa. Pronto, nuevas gentes empezaron a llegar al pueblo. Algunos eran vecinos costeros que huían de pueblos devastados por el fuego y por las oscuras fuerzas de los bárbaros; otros, eran también viajeros perdidos venidos de las tierras más orientales del Imperio. Mientras los rincones más lejanos eran masacrados con total impunidad, el Emperador y sus tropas no parecían hacer nada para evitar el desastre generalizado de sus tierras, más bien parecían entretenidos con sus conjuras palaciegas y en reclamar las tierras perdidas de occidente.

No obstante, a pesar de las adversidades, el pueblo encontró la manera arrastrar aquella estructura transparente hacia el mar y allí quedó suspendida, atada temporalmente a varias barcas de pesca y a los robustos pilares de los muelles. Poco después, la única embarcación digna, una pequeña galera mercante, se encargó de llevar la reluciente esfera ovalada hacia las aguas profundas. Los marineros no estaban seguros de poder reflotar aquella estructura si se hundía demasiado, pero el capitán de la embarcación, experto en materiales pesados, ideó un ingenioso sistema compuesto por una grúa y varios toneles que actuaban como engranajes. Para su misión, los hombres debían cargan su interior con piedras que luego podían retirar por una especie de oquedad inferior antes de tirar de la cadena para que iniciar el ascenso. Algunos preguntaron sobre el agujero, pero el mercader les calmó diciendo que por aquella oquedad no podía entrar gota alguna ya que su interior estaba repleto de aire. El gran problema, empero, era quién iniciaba el viaje. Los dirigentes acordaron que, a modo de prueba, lo mejor era que un delincuente bajara primero. Sin embargo, no se encontraba en aquellos momentos ningún esclavo o recluso en el pueblo. En medio de la desesperación, un joven sacerdote dio un paso al frente y quiso sacrificarse por su pueblo. Muchos temieron al ver ese peligro tan cercano que algo le ocurriera a aquel joven muchacho, pero el miedo a los bárbaros era peor. Así pues, el joven entró dentro de aquella burbuja de vidrio y el barco se alejó varias millas hacia el interior.

Cuando volvieron ya casi había anochecido y el sacerdote parecía eufórico por lo que había visto. Los marineros confirmaban su versión. Sin embargo, el gobernador no daba crédito a lo que escuchaban sus ojos. Había visto cientos de sirenas, seres marinos, silvestres y desnudos como vinieron al mundo. Se agolparon alrededor del cristal para recibir al sacerdote mientras exhibían nadando sus cuerpos. Los marineros decían que no era la primera vez que aquello ocurría y que incluso desde su posición podían ver alguna que otra cola asomarse desde el mar en calma. No obstante, tanto el gobernador como el ermitaño quedaron defraudados, así que decidieron posponer la visita hacia el día siguiente. Era posible que los bárbaros todavía tardaran una semana más en arrasar aquellas tierras, pero quizá el establecimiento de empalizadas y de abundantes zanjas les garantizara la supervivencia. Aquella noche, delante de la hoguera algunos hablaban de luchar hasta el final. Los más valientes estaban dispuestos a defender su pueblo con la vida, pero incluso los campesinos-soldados más veteranos sabían que aquellas huestes no eran simples bandidos, sino un colosal mar de caballos que cegaban el cielo con sus flechas incendiarias.

Cuando el jefe de los hombres nómadas despertó, un fuerte murmullo le indicó que había sucedido algo nuevo. Los marineros habían partido al mar una vez más. El hombre estaba enfadado, si por el día era peligroso no sabían qué podía pasar allí abajo durante la noche. Sin embargo, la noticia que recibió le impactó. Era el ermitaño el que había bajado con la esfera y sin embargo, no estaba entre ellos. Los marineros decían que no recibieron señal en las cadenas así que subieron la esfera sin más. Cuando estuvo en la superficie, se dieron cuenta que estaba vacía. El rey creía que igual había encontrado algo ahí abajo y que elevar la estructura fue precipitado. Así pues, pronto marcharon hacia el mar, esta vez acompañados por los dirigentes del pueblo y varios hombres aguerridos. El jefe forastero bajaría esta vez. El comerciante rico, jefe de la embarcación, se negó. Él tenía más experiencia con gente de otros mundos, así que, si habían raptado al pobre hombre ciego, él era mejor guía para iniciar una negociación. Todos asintieron. Así pues, la estructura descendió dejando un gran oleaje a su alrededor. Cuando subió, la cara del comerciante estaba pálida. No eran sirenas lo que había visto, sino sirenos. Y al escuchar esto, todos los marineros se echaron a reír. Alrededor de la estructura se habían agolpado toda una surtida tropa de sucios sirenos, monos peludos con cola de delfín que gritaban emitiendo grandes burbujas por la boca y realizaban extraños gestos obscenos que provocaban calambres ante la menor amenaza de contacto carnal. Pero el líder de los forasteros no reía. Había algo en la conversación que mantuvo con Hasías que le hizo pensar. Así pues, el siguiente en bajar fue el propio Andreija. Pronto se encontró dentro de la esfera y aunque el inicio fue turbulento y el descenso una travesía ciega, pronto el mar empezó a quedar iluminado por una luz que le era natural. Podía ver al fondo de aquel abismo bosques donde no alcanzaba la vista, bloques de peces nadando al vaivén de una música invisible, pero lo que más le inquietó fue ver aquellas luces fluorescentes que indicaban sin lugar a dudas la existencia de alguna ciudad humana. Antes de llegar al fondo, vio sobre una piedra a un viejo sentado en una roca. Le saludó desde aquella colosal distancia y aunque estaba tapado por una extraña capucha negra, pudo ver en sus ojos que era el viejo ermitaño. Era Hasías y a la vez no lo era. Tenía su forma, su andar, su vejez, pero no era él. Entonces supo que su fin estaba cerca y cerró los ojos.

El último grano de arena cayó en el interior de aquel reloj. Entonces los marineros empezaron a subir las cuatro cadenas de las que dependía la esfera. Cuando sacaron a la luz la superficie, todos quedaron asustados. En el interior había un hombre muerto. Era el joven cacique de los recién llegados. Sobre las mismas vestiduras alguien le había colocado una larga mortaja negra con adornos dorados. Tenía las manos pintadas con extrañas escrituras y aunque su tez estaba muy pálida, su rostro no expresaba la menor de las angustias. El gobernador simplemente enmudeció. Pensó en las consecuencias de llegar al muelle sin el jefe, en la división política que eso podía suponer en medio de aquella crisis bélica. Decidió dejar aquella embarcación parada y que todos los hombres volvieran a sus casas con las barcas de pesca. No podían volver con la esfera, pero tampoco se atrevía a desembarazarse así de un cuerpo que se había sacrificado por sus vidas. Cuando volvieron, en cambio, pocos susurraron palabra alguna. Ninguna obra se había realizado y las últimas gotas de optimismo se habían ido con los últimos rayos de sol. El capitán de la guarda le indicó que había sido imposible terminar una sola empalizada. La tierra estaba seca y los hombres abatidos. Realizar una sóla tumba les hubiera llevado un día entero. Entonces Oecus sólo quiso dormir, esperando encontrar una muerte fácil entre sus pieles.

Al día siguiente, el gobernador hizo sonar el cuerno de guerra. Todos acudieron al muelle, no sabían qué estaba pasando. El rey les dijo que trajeran sus posesiones más valiosas y todos lo hicieron. Fue extraño no encontrar resistencia pero en verdad era comprensible en aquel contexto tirar los tesoros al mar antes de que lo pudieran encontrar los bárbaros. Había algunos que incluso sonreía al desprenderse de algunos amuletos y anillos con piedras preciosas. Se imaginaba la cara de los saqueadores, la rabia que debían tener al ver que allí no había nada. Entonces el gobernador hizo que llenasen las barcas con todos los tesoros y desde el muelle se embarcaron hacia la galera mercante. Cuando llegaron, el comerciante les gritó. Los marineros se movían inquietos. Decían que, de la noche a la mañana, el cuerpo se había consumido por completo, que sólo quedaban unos huesos ennegrecidos cubiertos por aquella siniestra mortaja. La superstición se había apoderado de ellos y el comerciante repetía sin cesar que aquel cuerpo debía reposar ya en tierra firme. No obstante, el gobernador pronto lo calmó. Hasías y el forastero se le habían aparecido en sueños. Ahora lo entendía todo. Todos se quedaron de brazos cruzados hasta que vieron al gobernador llenar la esfera con todas las cosas de valor. Entonces todos le ayudaron. No comprendían nada, pero prefirieron cumplir órdenes. Cuando todas las barcas quedaron vacías, el gobernador mandó cortar las cadenas. El sudor frío corrió por la frente del comerciante. No eran artefactos de gran valor especialmente, pero sí había una suma de dinero considerable por todas aquellas baratijas. Sin embargo, su lealtad fue más importante que la codicia porque más de alguna vez pensó en ordenar a sus marineros retirarse con aquellos tesoros. Cuando cortaron la última cadena, la esfera cayó irremediablemente al mar. Entonces, Oecus se agarró inesperadamente a alguna de aquellas cuerdas sueltas y se dejó arrastrar hacia el fondo junto con su artefacto. Nadie daba crédito. Pronto no quedó nada, ni oro, ni dirigentes ni ningún plan. Los hombres zarparon con las manos vacías hacia el pueblo y entonces allí el comerciante y sus hombres se marcharon con la nave hacia otro puerto sin despedirse de los habitantes de aquella pequeña villa condenada.

Durante la noche, una esfera marina brilló con la más nítida de las intensidades, con un fulgor dorado que se podía ver a lo lejos, como una estrella diurna. El pueblo acudió al muelle, extrañados por aquella marea inusual. El nivel del mar estaba ascendiendo y pronto incluso empezó a cubrir las primeras casas del pueblo. De golpe, todos lo vieron, una esfera reluciente salir desde las aguas en medio de lo que debía ser el muelle. Una fisura se abrió en su interior y un hombre muy joven, resplandeciente como la luz de las llamas, empezó a hablar en el olvidado idioma de los antiguos. Todos quedaron adormecidos e incluso algunos caminaron cegados hacia aquella figura divinizada. Sólo algunos pudieron comprobar que aquel joven llevaba las ropas del muerto y era portador de una corona del oro más fino que nunca nadie había podido imaginar. Entonces unos gritos sonaron en la noche, los cuernos de guerra estallaron sobre la oscuridad y los cascos de miles de caballos empezaron a estremecer el suelo. Nadie murió. El pueblo entero se desvaneció en aquel sueño. Cuando llegaron los bárbaros quemaron las casas y saquearon las únicas baratijas que pudieron, las aguas estaban tan altas que apenas pudieron darse cuenta que se había producido una inundación. Las flechas quemaron todo a su paso y los pastos quedaron reducidos a cenizas. Sin embargo, de aquellos centenares de bárbaros que superaban ligeramente el millar, ninguno salió con vida. Las lanzas emergieron poderosas desde el bosque y el mar y atenazaron la hueste en una trampa mortal. Sus mares de flechas sólo adornaban los escudos de aquellos extraños soldados salidos de la nada. Atacaban como un solo ser de lanzas, escudos y furia encarnada.

Cuando los habitantes despertaron estaban en medio de un extraño palacio de alta bóveda circular y pilares exquisitamente trabajados. Hasías los estaba esperando en el centro de todo para guiarle hacia su nuevo hogar. Había hombres vestidos con antiguas túnicas blancas y desde aquella posición se podía ver una docena de personas curiosas espiarlos desde los grandes pórticos abiertos. No muy lejos de allí, el joven rey, que había muerto para renacer en el otro mundo miraba al horizonte, viendo el reflejo de Oecus en sus propios ojos. No podía creer la inmensa joya que había descubierto, aquella ciudad construida sobre el propio lecho marino y en el cual se podía ver el propio firmamento. El sacrificio había funcionado y en su renuncia al poder y a las riquezas, Andreija, el viajero errante, había muerto para renacer como rey. Siglos atrás, los helenos, tristes por la ausencia de nuevas tierras que conquistar, trataron de conquistar el mundo desconocido. Muchos perecieron y otros no volvieron para contarlo. Fue el caso de Sículos de Corinto, un general heleno ascendido tras la muerte de Alejandro Magno que quiso conquistar el mundo submarino. Tras su larga marcha encontraron el Bajo Cielo, una parte de la bóveda celeste que se había quebrado durante las guerras antiguas entre dioses y titanes; ésta había caído al mar cerca de la costa y se había quedado allí suspendida durante eones protegiendo la vida en su interior. Allí los helenos fundaron la ciudad de Kairónimas y prosperaron en secreto hasta el fin de los últimos sucesores. Cuando aquel fatídico día llegó y el imperio Seléucida pasó a la historia, los habitantes de aquella ciudad sellaron los túneles y se alejaron del mundo terrestre. Entonces, simplemente guardaron silencio y crecieron apartados de toda civilización, explorando el fondo del mar y construyendo extrañas naves que los romanos nunca llegaron a descubrir. Allí desarrollaron la medicina, la astronomía y junto con las matemáticas revelaron casi todos los secretos del mar. Durante aquellos siglos de oscuridad, crecieron y fundaron nuevas colonias, aunque siempre desde la más profunda soledad del océano. Desde entonces, crearon una vieja profecía y esperaron durante innumerables años la llegada del mensajero. Si aquellos hombres forasteros habían soñado con la llegada de un nuevo rey y la promesa de una tierra, aquellos viejos sabios de ojos azules habían estado durante siglos esperando la llegada de un nuevo sacerdote, aquel que les iba a decir que no habían sido olvidados.

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