Consolamentum. Índice y notas.
Cuando la primavera termina y las flores yacen marchitas, el mundo me habla de ti. A veces una señal basta para saber que me reclamas, pero cuando permanezco ciego a tus avisos, te sueño hasta agotar la melodía de mi interior. Cuando eso ocurre, deambulo entre silencios nocturnos y me pierdo en una inconsciente carrera que me lleva quedar ingresado semanas enteras pronunciando tu nombre entre lastimeros sollozos. El año anterior me quedé solo en un puente viejo hecho de piedra, a medio camino de cruzar, y mirando el cauce vacío del río supe que esa ausencia de vida era tu llamada, pues allí nada existía ni tenía nombre si tú no estabas en el mundo. Entonces desperté de mi pequeña confusión mental y volví a ver a las personas transcurrir veloces allá donde mirara, como si todo lo que hubiera percibido segundos atrás no fuera más que una extraña premonición. Este año vi de nuevo tu llamada y presto acudí en tu búsqueda. Estaba caminando cerca de los jardines cuando vi un cúmulo de mariposas revolotear en una escalera. Era la primera llamada del verano, pues aquellas mariposas moribundas estaban a unas horas de convertirse en viento y en esa fragilidad con la que se movían, anunciando su pronta muerte, te honraban, pues pronto serían menos que nada y si algo quedara de su liviana memoria, estaría a merced de tu voluntad.
A los dos días salí de la ciudad y busqué aquel lugar que me hiciste soñar. Salí tarde de la carretera, alrededor del mediodía, pero pronto me metí en los senderos interiores donde el sol subyuga la sombra. Vagué por los pueblos que no recordaban ni mi nombre y tras dejarlos atrás, me perdí más allá de los montes, allí donde no llegan las frecuencias y las señales de telefonía, pues sólo hay cabida para ti en sus espacios. Dejé el coche aparcado por última vez, con el combustible casi extinto y cargando con el equipaje, tomé la determinación de abandonar todo rastro de mi anterior vida. Traje un saco de dormir, provisiones, una tienda de campaña y mis cuadernos. Subí por los últimos caminos de la civilización y seguí deambulando por aquellos senderos proscritos que años atrás quedaron borrados por las últimas tormentas. El clima estaba seco, había moscas, alguna liebre despistada y mosquitos varios, todos deambulando perdidos en un extraño azar de sucesos y a lo largo de mi camino me acompañaron algunas tuberías viejas de antiguos regadíos y los márgenes de huertas cubiertas de voraz naturaleza. Pronto encontré los barrancos escarpados repletos de matorrales y piedra desnuda. De lejos se veía un horizonte anaranjado fruto de la vetusta jornada y también fui testigo de algunos árboles deformados por el viento, como si desde un muy temprano crecimiento se hubieran inclinado para escuchar tu voz. Al verlos comprendí que toda mi vida me había sentido así y éstos eran fiel reflejo de mi alma, puesto que en el mundo había ya poca que cosa que me interesara salvo descubrir tu esencia, allá donde tú quisieras mostrármela.
Pronto el atardecer se mostró aciago y monté el pequeño campamento con rocas y algunas ramas secas. Mientras terminaba de preparar el terreno y colocar la tienda, me dejé hechizar por el atardecer y descubrí en él los colores perdidos de la infancia; pero nada era comparable, ni siquiera tan viejo recuerdo, con la luz de la luna, pues su resplandor es sangre de lo posible, de aquello que llamamos fantasía. Un pequeño cúmulo de libélulas rodearon el campamento y vi entre sus figuras colores azules, rojos y naranjas, generosos estipendios para la mirada antes de la última noche. Pronto ésta llegó y calmé mis profundos apetitos con las sobras de una suculenta merienda. Aunque el viento soplaba en la altitud, el calor del verano se hacía notar incluso en la noche más solitaria. Allí estaba yo, perdido en un lugar incierto pero señalado por las estrellas, pues con fuerza esperaba aquella señal de respuesta que me iba a indicar que nuestros destinos estaban ya entrelazados. Durante años había huido de su llamada, de su eterno resplandor, como una llama amenazante o una luz que promulga verdades incómodas, mas ahora comprendí que no podía escapar de ella, pues allá donde marchara, algo propio en mí me desgarraba el alma intentando correr tras sus huellas. Años atrás me enfadé e incluso la repudié sumergido en la duda, la ira y el dolor. Y durante todo este tiempo pensé que mis desgarrados gritos de angustia la habían espantado y desterrado de mi alma, pero ella jamás se marchó del todo y con el tiempo supe ver la eterna mirada que se cernía sobre mí, pues ella siempre había estado observándome, incluso cuando sabía con certeza que estaba en la más inconfundible soledad. Ella siempre esperó aquel preciso instante en el que fuera consciente de la realidad y sin mostrarse arisca o colérica, quedó a merced de mis súplicas para conferirme el perdón a quien sólo ha pecado de ignorancia, influenciado vilmente por el dolor y el desconsuelo. En silencio me reclamaba y así yo lo hice, contagiado por el amor que ella reservaba para mi persona.
Ahora, consciente del tiempo y del lado oscuro del corazón, siento ese beso de locura próximo a mi tez y perdido en el monte espero el reencuentro, pues ella así lo había dispuesto. Pasaron minutos que se hicieron eternos, pero no hizo falta que la luna llegara a su máximo esplendor, pues en ese primer halo de lúcida contemplación, ya vi su tierna figura. Arriba, cerca de la cima del monte donde yo mismo me situaba, la vi en silencio mirando el horizonte como un fantasma que sueña con el firmamento. Apagué la luz del pequeño fuego y sumergido en el más vestigial silencio la contemplé durante horas. Me habría enfriado debido al viento nocturno, pero el calor veraniego suavizaba los matices de la noche, y quizá también me vi protegido por un inusual calor corporal que crecía fruto de la emoción. Su figura, aunque fijada en un horizonte, a veces parecía cercana, como si todo su cuerpo quedara magnificado ante mi mirada y la distancia fuera realmente relativa. Su pelo ondeaba al igual que su vestido, animados por la extraña influencia del viento. Su tez pálida y mortecina se dejaba ver con cada uno de los reflejos de las estrellas y sus piernas, siempre firmes, mostraban el embrujo de quien no es de este mundo. Uno podía decir que había algo en su figura, aunque no era una parte específica o un halo insinuado, sino algo inmaterial que hechizaba a quien la pensara. Y así me había sucedido, porque, aunque era la primera vez que se mostraba ante mí, ya me había hechizado en sueños y tal era apego que yo tenía hacia ella que esa misma noche supe que ya jamás querría dejar de verla. El tiempo se habría detenido si no fuera por el débil resplandor del sol que me despertó de mi letargo. Tal era la confusión que no sabía si me había despertado de manera súbita o había permanecido así durante toda la noche, pues, aunque no estaba cansado durante el día, su visión era tan real que era imposible juzgarla como irreal. Lo cierto es que antes de que la noche sucumbiera ante la luz, vi como su rostro me buscaba y finalmente me encontraba, justo en el preciso instante antes de desaparecer con la primera luz matinal. El viento me traía sus susurros y un intenso aroma a lavanda caía sobre mi posición, como una bendición divina.
La primera noche supe su nombre y después de aquello el día transcurrió lento, como si el cielo azul del firmamento sólo fuera el prólogo de una historia mayor que se hacía de rogar. El primer día apenas probé bocado e intenté explorar la cima donde me encontraba. No había rastro de su presencia, pero cuando el atardecer se cernía sobre mí, la historia se repitió. Esa noche volví a ver su conjurado fantasma, pero era algo más real y aparecía en un lugar más bajo de la cima, como si tímidamente buscara mi presencia. Así pasaron las horas y juntos nos miramos desde la distancia, pues ahora sus ojos habían encontrado los míos y ya no quería una vida si ella no estaba allí para alimentarme con su presencia. El hechizo duró horas, aunque éstas se me hicieron breves, como si toda la noche hubiera sido contenido en una mísera hora. Y al amanecer volvió a suceder lo mismo y el fantasma desapareció anunciando una nueva palabra. Poco a poco, la comunicación se iba abriendo camino y nuestras almas parecían acariciarse. Al día siguiente comí una parte de las provisiones e inspeccioné más el terreno. Lejos de allí había un pequeño bosque de pinos bordes y un pequeño sendero que no había podido distinguir durante las primeras horas de sol. Esa misma tarde descubrí unas huellas en la tierra y aunque era difícil distinguirlas por la brusquedad del terreno, podía ver con claridad sus marcas en el mismo lugar donde su imagen se había manifestado, como si el peso intangible de su esencia hubiese marcado la propia roca de la montaña.
Los días sucedieron a la noche y los encuentros se fueron multiplicando durante los seis días venideros. Aunque encontré agua sucia en un pequeño estanque, las provisiones se terminaron aquella misma tarde y famélico, decidí quedarme en la cima, esperando el final de su mandato, porque aquellas palabras eran sagradas para mí y no había vida que mereciera la pena si no era estar con ella y escuchar su oración. Además, creí que si abandonaba aquella oportunidad no volvería a verla hasta el fin de la siguiente primavera y temía con gran pavor el fin de sus señales, como si locura, a pesar de su infranqueable fortaleza, pudiera disiparse para siempre. No sé cuantos días he podido aguantar por el momento, pero el hambre ya corroe mis entrañas y el agua del manantial más cercano parece que me ha provocado un malestar perdurable. No tengo fiebre pero el dolor punzante se va entremezclando con el dolor de mi alma y ahora sé que ella es la única que me puede alimentar con su voz, pues su presencia es medicina para el alma y ya no quiero ir a ningún lugar que no sea ella. Hoy apenas he podido moverme del saco de dormir y no me he atrevido a apagar la hoguera debido al escalofrío que atenaza todo mi cuerpo. Hoy sé que moriré, pero ya noto sus pasos. Está cerca y su conjurada voz está a punto de quedar silenciada para siempre. Ya no quiero vivir si ella no está conmigo. Ella es mi consolación.
Post Scriptum
Aquella noche el hombre murió acorralado por el frío, la sed y la fiebre, pero antes de partir escuchó lo que ella le había intentado decir durante quince largos años. Antes de despedirse ella caminó sobre el fuego y sintió que ella acogía sus manos doloridas; aunque él ya estaba medio inconsciente, pudo comprobar tras la unión que ya no había ni noche ni día, sino una conjunción solemne y perpetua de ambos mundos. Cinco años después unos excursionistas encontraron unos restos mortales y aunque la policía logró identificarlo debido al documento de identificación nacional, encontraron huellas alrededor de las rocas como si algo hubiera abrasado el terreno durante años, lo cual convirtió el lugar en fuente de peregrinación para los amantes del misterio. Por el tamaño de las huellas éstas no podían ser humanas, aunque sí mostraban una forma semejante, como un capricho inusual de la naturaleza. Junto a los huesos del hombre encontraron otros restos óseos de una mano femenina cuyo análisis de laboratorio siempre fue inconcluyente. El libro estaba lleno de poemas, a veces palabras inconexas encadenadas por extraños símbolos indescifrables. En la última página había un gran dibujo de una luna llena central acompañada de dos medias lunas.