Anomalías I. Índice y notas.
I – Interferencias
Como si fuera un día cualquiera, Juan salió de casa y deambuló calle arriba hacia los barrios periféricos del norte. En un horario convencional, habría salido más pronto para ir al instituto y quizá, si tuviera algo de suerte, habría visto el escaparate del quiosco que hace esquina con un horno de panadería tradicional. Le gustaba ver los muñecos de colección que tenían tras el cristal de la entrada y alguna vez entraba para comprar algún que otro paquete de caramelos. Sabía que no debía hacerlo, pues normalmente no se contenía y podía terminarse un paquete entero antes de llegar a clase; era tal el ansía por devorarlos que a veces se imaginaba que se había tragado por accidente una bolsa llena de cristales rotos, pero dicha sensación de miedo no lo detenía en absoluto. Es más, incluso horas después podía tener sensaciones extrañas en el estómago, como si pequeñas cuchillas circularan a golpes por sus entrañas, haciéndole pequeños cortes conforme transitaban por el intestino. Y en esa sensación, seguía masticando y triturando aquella química artificial, provocando una doble espiral de ansiedad que sólo terminaba cuando al cabo del tiempo se centraba en otros de sus problemas.
Hoy había salido más tarde porque era festivo y aunque en los días sin clase sus padres le obligaban a quedarse en casa, habían estado atareados con una urgencia laboral y ambos habían tenido que salir disparados. El padre porque trabaja en la estación de metro y esa misma mañana le habían llamado porque al parecer uno de los transportes se había equivocado de vía y casi crea un caos ferroviario. La madre, en cambio, se había ido a visitar a una tía muy mayor que la iban a operar en un par de horas. Juan odiaba cuando el cielo estaba gris, porque aquella sensación le oprimía la conciencia y facilitaba que las interferencias se condensaran en sus mecanismos internos. Hoy, sin embargo, todo estaba despejado, el cielo se mostraba azul pero cuando pasó por el cruce de la gran avenida las voces volvieron a hacer su aparición. Solían aparecer cuando caminaba cerca del edificio con las antenas de telefonía. Escuchaba llamadas, gritos, conversaciones, aunque sólo cuando el cielo estaba nublado y se notaba la humedad en el aire podía escuchar el contenido de la conversación. Hoy, sin embargo, el cielo estaba despejado y una llamada apareció entremezclada en los claroscuros de su conciencia. Juan se puso cerca del semáforo y trató de prestar atención a su interior. Escuchaba los pitidos del teléfono y acto seguido la voz de una madre angustiada preguntando por su hija. Se llamaba Mónica, pero parecía que la madre no podía escucharla con claridad. Su hija le gritaba, le decía que estaba en una especie de habitación oscura llena de cables y un agujero en el suelo que parecía moverse. Ambas se gritaban y la madre le pedía que la sacaran de allí, pero ella le decía entre sollozos que no había ninguna puerta y que no sabía cómo había llegado hasta allí. Juan intentó prestar más atención, pero entonces las interferencias volvieron a volverse imprecisas y el ruido blanco le apartó de toda conexión. Quiso caminar deambulando por el parque cerca de la avenida, sin alejarse demasiado de aquel edificio, porque sabía que tarde o temprano volvería a escuchar a Mónica. Si nadie sabía donde estaba, pensaba que en un futuro él la podría liberar. Ahora ya tenía un objetivo en la vida.
II – El amigo desconocido
José Luís iba en coche por la autovía que conduce a Oviedo. El coche iba veloz en una noche que parecía no tener fin. El indicador de la gasolina se había encendido desde el principio del trayecto, pero los navegantes no le habían prestado la más mínima atención. El camino estaba lleno de niebla y aunque los árboles crecían altos a lo largo del camino, el cielo se mostraba oscuro, sin ninguna estrella o señal que marcara algún punto de referencia ancestral. No hablaron durante el camino, pero José Luís fue consciente de que iban dando rumbo sin poder llegar a la ciudad. Sólo cuando apareció un cruce con una señal característica, algo se turbó en su interior. Era como si aquella señal le resultara conocida. Los árboles iban despejándose del horizonte y pronto dejaban ver vacíos característicos que irrumpían en su memoria. El conductor empezó a volverse nervioso y el sofoco que empezaba a sentir le dificultó maniobrar con normalidad. Al llegar al siguiente cruce vio una corona de flores y su acompañante habló.
— En esa curva yo me maté —dijo en un tono triste, antes de desaparecer.
El silencio se hizo en el coche. La música que sonaba por la radio a un bajo volumen se extinguió por completo y José Luís tragó saliva con la dificultad propia de quien está en apuros. No quiso girar la cabeza, pero sabía con total seguridad que su acompañante ya no estaba ahí. Pensaba que se llamaba Víctor, aunque ahora no estaba muy seguro de ello. Lo había llamado amigo y lo conocía desde hacía mucho tiempo, pero a decir verdad ahora recordaba que no había ninguna experiencia fuera con él. La memoria que guardaba de él se reducía a la sensación de acompañante, en un vehículo que tampoco recordaba haber comprado y en una travesía que no parecía tener principio. Pasaron las curvas y vino de nuevo una llanura desolada donde la carretera se ampliaba con varios carriles auxiliares y allí José Luís que él también había muerto en aquella carretera poco después de dormirse al volante. Entonces él también desapareció y el coche siguió su marcha. Antes de que pasaran varios minutos el vehículo se salió de la carretera y se estrelló contra unos árboles colina abajo. Dentro del coche no había nadie.
III – El buzo
Corrían mareas nocturnas sobre los cimientos de aquel mundo desconocido y mientras la superficie se mostraba con la más tenebrosa oscuridad, numerosas corrientes de vida y movimiento discurrían por aquellos abismos con una determinación casi primigenia. Sólo se podían percibir algunas luces artificiales que permanecían en la más tierna paz, las de un humano que deambulaba sobre el fondo de su propio abismo. Aunque estaba a una profundidad considerable pronto comprendió que la barrera que lo separaba del universo estaba más cercana de la que lo llevaba a tierra firme y en esa complicidad o entrecruce de consciencias, encontró al otro. El buzo miró hacia arriba y aunque su traje pesaba un mundo entero, logró flotar y alzarse sobre el abismo de sus pies. Fuera había alguien que había sentido la misma atracción. Las corrientes parecían desviarle de la trayectoria y la gravedad, como fuerza invisible, le intentaban devolver en vano al suelo que había considerado su hogar; no obstante, su determinación fue tan fuerte que se alzó victorioso. Una cuerda roja le transmitía el aire desde la oquedad de un pozo sin fondo, pero su fuerza realmente procedía de la luz que atravesaba el universo y que débilmente se filtraba en la superficie líquida. Por unos instantes logró situarse sobre la superficie de su particular mundo submarino y sacando el bazo del agua, tocó la mano del astronauta que surcaba en aquellos momentos el espacio exterior. Ambos se miraron en una mirada que se hizo eterna y que guardaba en el fondo la finalidad última del creador. Antes de separarse, ambos se miraron en la distancia y se despidieron, como dos gotas de agua que en un futuro lejano volverían a encontrarse en el mismo océano.