Agrippa. Noche sin estrellas.. Índice y notas.
Buenas noches, añorado maestro. Le quería escribir una de mis cartas nocturnas semanas atrás, pero no soy amigo ni del tiempo ni de las horas caprichosas y mis erosionados pensamientos deambulan a veces en una cuasi posibilidad antes de retroceder para siempre al hiato que hay más allá de mi ser. En cierto modo creí encontrar el germen de alguna renovada esperanza, pero fueron frutos impuros los que tengo ahora entre mis manos. Hace meses nació en mí una motivación nueva, algo que parecía surgir de la nada, con una espontaneidad tal que creí encontrarme con un sueño revelado, un sincero regalo de la fortuna. Era un plan aparentemente inocuo, geométricamente perfecto, digno de encajar en mi nueva vida, con los estudios que tan fervorosamente quería completar. Así pues, todo era tan perfecto que mi voluntad pronto se contagió de esa triste añoranza de plenitud. Volví a estudiar, a abrazar el fuerte aliento de los intrépidos y era una noticia tan inmensamente positiva que a punto estuve de volver a escribirle, pero esta vez en privado, con el único ánimo de que usted se volviera a sentir orgulloso de mí. Era mi modo de darle a entender que muchas de sus palabras habían encontrado en mi alma un hueco fértil para crecer. Pero maldito como es mi destino, la fortuna pronto ensombreció y en mis sueños volví a ver ese timón maniobrar hacia las aguas de la incertidumbre. Dejé de dormir. Y usted ya sabe que cuando los sueños no acontecen, las pesadillas inundan la realidad. Al principio mi cuerpo aparecía luminoso, cubierto de llamas abrasivas, pero luego, con los años, se aparecen esos brazos carbonizados que tratan de atraparme para siempre y sepultarme bajo la tierra.
Pronto acudió a mí la desesperanza, la infinita desolación que tarde o temprano me cercenará la vida. Recaí de nuevo. Todo parecía estar bien, no había tenido un nuevo ataque desde hacía ya casi un año y a los estudios, le debía añadir que he vuelto a escribir en profundidad, metiéndome en aquellos temas que tanto escalofrío le suscitaban. No obstante, comprobé lo frágil que soy cuando un solo golpe pudo conmigo en menos de lo que acude la pesadilla al durmiente. Me he visto estos días encerrado de nuevo en mi asqueroso cuerpo, el cual veo ya no como un igual, sino como una simple cáscara envolvente que me aprisiona, me asfixia y me devora el alma como una planta carnívora. Pero este no me disuelve, me sazona en la crueldad que sólo el mundo es capaz de crear. He recordado así, tumbado en el sillón durante horas inciertas, aquellos últimos momentos de vida, cuando caminando por el norte, en busca del fin del mundo, sentí que mi cuerpo empezaba a fallar. Hacia ya años que sentía extrañezas, síntomas variados que otros achacaban a múltiples fatalidades, pero aquella vez era distinto. Bajo mi piel, sentía que algo que no era yo había despertado. Era él, un otro que venía a por mí, que venía a hacerme daño. Y así fue como desperté del dulce sueño y me vi sometido a la eterna noche. Todavía no había venido el mal mayor, pero ya sentía que todo iba a cambiar, que ya no iba a encontrar en este mundo aquello que querría haber encontrado. Pronto la familia me dio la espalda, los amigos se desvanecieron y la mujer detrás de la última carta se esfumó como si nunca hubiera existido. Pensé a veces que era así como tenía que ser. Nadie iba a querer a alguien enfermo y aunque yo todavía no sabía a ciencia cierta que lo estaba, ya me veía a mí mismo sufrir todas las atrocidades del mundo.
Esta tarde, como de costumbre, me ha vuelto a ocurrir que quería escribir, pero no sabía cómo. La semana anterior volví a tener otro ataque y desde entonces mi cuerpo todavía alberga dolor. Y cuando eso ocurre, me cuesta pensar, escribir o leer. Entonces me he colocado recostado en el sillón, cerca de la puerta del balcón para ver la oscuridad creciente. Es una delicia poder ver el cielo oscurecido antes de las nueve y descubrir en ese prematuro anochecer, un cierto atisbo de paz. Eso es, Agrippa, lo único que me ha podido dar fuerzas para volver a comunicarle mis pensamientos; el consuelo, de que detrás de todo el dolor que pueda albergar mi cuerpo, siempre hay un misterio, una puerta o un pequeño destello lejano que me animan a seguir soñando con el cielo.
Con esto me despido. Espero no haberle entristecido con mis palabras. Debo proseguir con estos ejercicios y es posible que muy recientemente tenga noticias mías. Un cordial saludo.