La Memoria del Mundo. Índice y notas
Justo en el momento en el que Wârej llegó a la cima del monte, una estrella fugaz cruzó el firmamento. Hacia sólo un par de días que la guerra contra los maretza había terminado y ambos jefes se habían reunido para construir una paz duradera. Wârej había resultado herido en combate y aunque la herida de flecha no parecía muy profunda, el curandero no había podido terminar de curarla, ya que la infección reaparecía a los pocos días. Sin embargo, a pesar de la herida visible había algo en su interior que no dejaba de sangrar, era el mal que habitaba en su corazón. Su padre había perecido en la batalla y junto a él su hermano pequeño, Hónite. El rencor que le guardaba a los enemigos era tan grande que su espíritu parecía seguir combatiendo por las noches contra el recuerdo de los caídos. Nadie recordaba ya el motivo de la guerra, pues incluso cuando el hombre más viejo del mundo había nacido, ésta ya se desarrollaba desde las marismas de Yana hasta los sombríos desfiladeros de Tzall. No obstante, la paz había nacido después de un inesperado encuentro entre ambos jefes. Nadie supo realmente por qué decidieron reunirse en lugar de luchar y cómo llegaron a tal punto, pero cuando se anunció el fin de la guerra, el mundo entero pareció quedar aliviado y los hombres del valle conocieron por primera vez la paz. No así el espíritu de nuestro guerrero, el cual estaba siendo asediado por los malos espíritus. El curandero pensó que lo mejor que podía hacer era marcharse de la tribu para no entorpecer el proceso de reconciliación. Debía marcharse a los montes de Bestram y reunirse allí con Bo, un joven medestra del cual se decía que tenía un potente don. Debía hacerlo ya y no volver hasta que la herida estuviese sanada.
Cuando ambos se encontraron, el joven hechicero sólo le hizo una señal para que se sentara a su alrededor. El fuego parecía recién encendido y un pequeño recipiente de cerámica repleto de granos y raíces empezaba a despedir un fuerte aroma a tierra removida. La noche estaba cercana y los últimos rayos de sol iluminaron débilmente el campo de los fantasmas, una extraña ciudad abandonada que se encontraba más allá del norte y que era conocida por sus extraños edificios de roca y cristales traslúcidos. Nadie sabía qué civilización había podido construir tan grandes torres, pero el joven le contestó que no importaba, porque la historia que quería contarle era anterior a todos los misterios del mundo. Pronto empezó a contarle la historia de los primeros dioses, pues el mundo, antes de que fuera joven, estaba sumergido en la oscuridad. Ellos eran los Mandras, criaturas inmortales, bellas pero crueles, que adoraban ante todas las cosas el silencio. Y en eso el joven hechicero colocó su dedo sobre los labios del guerrero, justo antes de señalarle el horizonte oscurecido de la noche. Aquellos seres estaban tan cansados de la batalla que crearon unas criaturas para que guardaran a la humanidad. Se miraron en extraños espejos de penumbra y realizando breves soplos, cobraron vida los Zeni, los primeros vampiros. Éstos no tenían reflejo, pues eran reflejo a su vez de la oscuridad de la que procedían. Sin embargo, pronto llegaron al mundo y sometieron a la humanidad con sus leyes y castigos. Entre la más sagrada de todas las leyes, estaba la del silencio, ya que los Mandras no podían dormir con el ruido del mundo y querían descansar de la terrible batalla. Los hombres en aquella época practicaban la guerra continuamente y luchaban sólo con un fin, comerse los unos a los otros, porque en aquella época la tierra era dura, llana e improductiva. Nada crecía más allá de los cauces del río y sólo de la suciedad brotaban las bayas doradas. Sin embargo, los Zeni pronto tuvieron hambre y se alimentaron de los hombres; cuando eso sucedió, un hambre atroz se despertó en su interior y ya no pudieron parar de alimentarse. De entre todas las tribus, los Krihe se aliaron con los Zeni y juntos declararon la guerra a todas las civilizaciones del mundo. Entre las tribus salvajes del abismo, surgió una tribu que había encontrado el gran cuerno de los antiguos Dioses. Al soplarlo, apareció de nuevo el viento y nació un nuevo dios, Ekoç, cuya voz viva hacía templar los cimientos de la tierra. Todos lucharon contra todos y los Mandras, encolerizados por el ruido bajaron a la tierra y una a una fueron terminando con casi todas las tribus del mundo. Después, robaron los huesos a los hombres y construyeron con ellos grandes templos con una única finalidad: conectar la tierra con la oscuridad de su mundo. Sin embargo, Ekoç y su tribu elegida pronto salió victorioso y empezó a destruir a todos los pueblos que honraran aquellos pozos de oscuridad. Algunos Mandras, coléricos por la destrucción de sus templos, salieron a su encuentro y ambos dioses lucharon afanosamente durante años. Ekoç asaltó la fortaleza de los dioses con su carro hecho de huesos y piel, quedando herido de muerte por las flechas de los Mandras. Sin embargo, antes de caer al mundo y morir, hizo sonar el vestigial cuerno de vaca y el mundo entero tembló, haciendo que los muros del fin del mundo se derrumbasen hasta convertir las fronteras en montes colosales de escombros.
En aquel momento el guerrero le interrumpió preguntando sobre la existencia de los primeros dioses. El joven le dijo que los Mandras evidentemente no eran los primeros dioses y que algo de Ekoç procedía de ellos. Pero aquella historia había quedada sepultada por el tiempo y sólo en su línea de aprendizaje, se había guardado una breve leyenda. Se decía que Ekoç era hijo de los Aulas y que aquellos dioses sin forma vivían dentro del viento. No obstante, era también posible que aquellos no fueran los primeros y que antes que ellos hubiera otros de inigualable poder. Dicho esto, el joven prosiguió y pronto empezó a contar el momento en el cual aparecieron los Lámbaros. Ellos vivían en la tierra y habían estado durmiendo en la más remota oscuridad. Animados por las vibraciones del cuerno de Ekoç emergieron del subsuelo y lucharon contra los Mandras, haciéndolos retroceder al pequeño rincón de oscuridad que habían ocultado en el cielo. Los Lámbaros eran guerreros temibles, gigantes amorfos, deformes, armado con mil patas, y a veces con alas. Emitían fuertes ruidos y pronto algunos de ellos adoptaron formas humanas, semejantes a los gigantes. El mundo entero empezó a temblar con su marcha y no paró hasta la siguiente era. Los Lámbaros construían y deformaban la tierra. Crearon los valles y las montañas. Engullían el mundo entero y de ellos salían creaciones cada vez más extrañas. Sin embargo, aunque no dañaron a los humanos, les prohibieron ensuciar el mundo con su sangre y les otorgaron el don de la palabra con el único fin de que pudieran gritar y alabar así a sus poderosos dioses. Los humanos pronto se multiplicaron y crecieron bajo la impasible mirada de los Lámbaros, pero pronto empezaron a quedar transformados. Los nuevos hombres nacían con alteraciones, algunos incluso con alas, con cientos de ojos o tan lejanos en apariencia que pronto algunos empezaron a olvidar su origen. Ellos dejaron de considerarse hombres y éstos, los denominaron monstruos. Cuando un hombre luchó contra su hermano y le asestó una fuerte puñalada, sus gritos agónicos recorrieron el mundo y los Lámbaros, aterrorizados por el hedor de la sangre, usaron su poder contra la humanidad. El mundo se envolvió de niebla y los hombres durmieron. Sólo algunos hombres acorralados por el miedo se refugiaron en la oscuridad o lograron sobrevivir en las profundas minas de los montes. Entre la densa bruma, aparecieron los fantasmas y entre éstos, Tesarah, un extraño nigromante surgido de la pesadilla más terrible. Él susurró a los Lámbaros palabras prohibidas, emponzoñadas por inquietos silencios para provocar en ellos la incertidumbre. Mientras tanto, sus seguidores, entre los cuales se encontraban algunos viejos Zeni, empezaron a alimentarse de la humanidad mientras dormía, haciendo que la tierra quedara envenenada por su sangre. Entonces los Lámbaros decidieron actuar y crearon a los Zaphiros, unos seres abominables que fumaban las hierbas grises de Yampa y que alteraban el mundo con sus horripilantes cantos. Tesarah pronto encontró una debilidad en los Lámbaros y mientras huía de ellos por los senderos del sueño, aprendió de los Zaphiros los ensalmos prohibidos. Utilizó su poder en contra y con él, despertó a los muertos para que lucharan en su bando. Los dioses, aterrorizados por la visión de aquellas viles criaturas, decidieron agruparse en las grandes simas desde las cuales habían nacido y realizando un último ritual, se desvanecieron entre los desgarradores gritos de la noche. Desde entonces vivían en el sueño de los hombres y en las estrellas, lugar desde donde entonan los cánticos últimos de la transformación. Los hombres despertaron de su sueño, y viendo que habían sido abandonados a su suerte, dejaron de gritar enloquecidos al comprender que los Lámbaros jamás iban a volver. Muchos de ellos perecieron y los Zeni se alimentaron de ellos hasta llevarlos al borde de la extinción. Sólo la aparición de los monstruos logró posponer las ansias de Tesarah. Entre ellos había surgido Felm, una bestia alada que emitía mares de fuego de su boca. El mundo entero ardió y se llenó de cenizas; Tesarah quedó convertido en una montaña de carbón humeante y todos los humanos que le siguieron fueron derrotados. Los muertos volvieron a la tierra y la sombra de los Zeni se marchó para siempre hasta la oscuridad más remota, lugar desde se dice que todavía habitan algunos de los últimos Mandras.
Felm creó el fuego y con él alimentó los montes. El mundo entero quedó iluminado con su luz y toda la humanidad pudo ver el mundo tal y como era. La oscuridad desapareció y las estrellas quedaron eclipsadas por la magnificencia de su poder. Sobre la humanidad, empobrecida y debilitada por la extinción, cayeron mantos de ceniza y aunque al principio los hombres huían despavoridos de aquella extraña niebla, pronto comprendieron la naturaleza benévola de Felm. De aquellos mares de ceniza creció el primer maíz, el trigo y la cebada. Los hombres, famélicos, empezaron a cosechar y hacer crecer en la tierra todas las semillas del mundo. Surgieron los árboles, el musgo y las plantas y pronto miles de pájaros aparecieron para cantar las alabanzas de Felm. Los hombres, al comer el trigo rojo de los abisinios, adquirieron la inmortalidad y crecieron en altura hasta llegar a la cintura de los temibles dioses. Aunque el mundo parecía florecer, los gigantes pronto advirtieron a su dios de la acción de los hombres. Aquellos habían osado talar los árboles y comer los frutos sagrados de las cenizas, pues para los humanos tanto los árboles como las platas, no eran personas sino alimento, pero para Felm, éstos eran sus hijos. Encolerizado, los gigantes se abalanzaron contra los hombres y quemaron sus casas. Uno de los monstruos, Ofiuko, cansado de la sacralidad de su señor, dio a los hombres armas y les enseñó a guerrear. Felm no toleró la traición de su más preciado guerrero, así que cargó la maza sobre sus hombros y la descargó contra él con la intención de matarle. No obstante, lejos de quedar aplastado, Ofiuko se transformó en pájaro y voló hacia el cielo, haciéndoles creer a los gigantes de que su señor había sido capaz de matar a uno de los suyos. La incertidumbre reinó en los gigantes y los hombres aprovecharon las disputas internas para acorralar el palacio de Felm. Al verse amenazado y con sus tropas encarnizadas en una guerra fratricida, Felm abrió sus fauces y trató de quemar el mundo. Y así lo hizo. Un mar de fuego salió por las cuatro puertas del palacio y recorrió el mundo de arriba abajo, destruyendo la creación que tanto esfuerzo le había costado. Decidió que, si el mundo no le pertenecía, no sería de nadie. No obstante, pronto empezó a llover y una ola gigante cubrió el mundo entero, apagando la vida de Felm y enfriando las cenizas de su destruido mundo. Los montes dejaron de sangrar y las cenizas se disolvieron en el diluvio. Aquellos seres habían venido de las antípodas, huyendo de las cenizas que empezaban a cubrir su mundo. La avaricia creadora de Felm había obviado las consecuencias de sus actos y eso le había llevado a los Éxoros a provocar tan grandes maremotos.
Cuando los Éxoros llegaron a nuestro mundo, cubrieron todo de agua, a excepción de los montes e impusieron una nueva ley basada en la transformación y el equilibrio. Ellos vivían en el mar, pero no tenían ninguna residencia, pues a veces los humanos los veían en los ríos, en el mar o caer deslizándose en mitad de la lluvia. Viendo la pena de los pocos humanos que habían sobrevivido en las cimas, los Éxoros rescataron del fondo del abismo los cuerpos carbonizados de sus ancestros y esculpiendo sobre ellos unos extraños símbolos, los devolvieron a la vida. Sin embargo, los humanos renacidos ya no eran inmortales y habían perdido el don de hablar con los animales. No obstante, junto con los Éxoros, los hombres participaron del sonido del mundo, aprendieron a escuchar los rumores del oleaje y copularon con las lluvias de la creación, haciendo emerger de su unión las ondinas y los seres marinos más bellos. No siempre reinó la paz entre los hombres, pero éstos, al ver reflejados en el agua los símbolos en su frente, aprendieron a realizar aquellas líneas en los bordes de la playa, alcanzando a través de la escritura, la primera gran memoria del mundo. Los Éxoros, desconfiaron al principio del afán de los hombres por imitar su escritura, pero decidieron darles la libertad y retiraron las aguas para los hombres pudieran habitar de nuevo en los valles y en las costas.
Dicho esto, el joven hechicero sacó algunos de los granos humeantes del cuenco y los colocó sobre su lengua. El guerrero estaba deseoso de conocer el final y le preguntó, pese a la cara de sueño de ambos, qué fue de los Éxoros y si éstos eran los dioses de su pueblo. El hechicero le dijo que no, que después de ellos el mundo entero floreció y aparecieron otros y eones más tarde, las guerras también se libraron en el cielo hasta la aparición de la luna y el gran carro que arrastra el sol por todo el firmamento. Sin embargo, le dijo que ya era demasiado tarde y que debían soñar para devolver su memoria a los muertos. El guerrero se recostó sobre un manto de pieles que parecía dispuesto para él. Hacía frío, pero el fuego del campamento le sirvió para poder dormir. Aquella noche pudo reconciliar el sueño y aunque aparecieron los espíritus de nuevo, éstos se quedaron al borde de la orilla, mirándole con sus caras grises como si ya no estuviera allí. Cuando despertó el hechicero no estaba y no quedaba nada allí salvo el fuego y algunas de las herramientas de caza de su anfitrión. Comprendió pues que la historia que le había contado no tenía fin y que el hechicero se había vuelto para no volver en varios días. Viendo que el costado había dejado de dolerle y que la herida ya no estaba infectada, decidió que era el momento de marcharse de allí y de volver a su tribu.