Fantasma en la Máquina. Índice y notas.
Aquella semana habían modificado el horario de nuevo, pero está vez habían sido dos horas las que habían adelantado. Con hábil destreza nos hacían creer que nos adelantábamos al propio tiempo y con ello ganábamos vida, pero en el fondo nos estaban quitando la única oportunidad de ver la luz, de respirar el aire limpio de la aurora. Poco a poco aceleraban la transformación que aquellos primeros visionarios habían predicho. Nos harían huir del día y nos ofuscarían en la más impenetrable oscuridad, convirtiendo nuestros cuerpos en una maquinaria desechable en espera de la última disociación. Habían utilizado una de las aptitudes más poderosas del ser humano para convertirnos en meros objetos; la adaptación era un arma de doble filo y en ese sentido sólo la incapacidad para seguir la programación establecida, conseguida a través del trauma, podía salvarnos de la corrosiva evolución al que nos veíamos sometidos. Con compromiso y recta planificación, los arquitectos del pensamiento nos hacían dormir de día y trabajar de noche, cambiaban nuestros horarios y nuestras casas, alteraban nuestra comida y con el tiempo, nos hacían creer que una gran parte de nuestras vivencias eran pesadillas fruto de nuestra debilidad. Casi todo el mundo lo creía así.
Ellos vivían en el cielo, en las grandes plataformas. Éstas eran construcciones de colosal envergadura y avanzada tecnología que servían para mantener grandes centros urbanísticos en el cielo, donde el aire todavía no estaba contaminado. Al principio aquellas construcciones se sostenían con grandes pilares, cúpulas de gas y estructuras orbitales que atravesaban la atmósfera. Desde la ciudad se podían ver aquellas casas, aquellos grandes edificios del conocimiento, aquellos grandes zepelines blancos conectando y movilizando las personas de los barrios altos como si fueran verdaderos dioses ajenos a nuestro sufrimiento. Si nacías allí arriba, lo tenías todo y, sin embargo, si nacías en la tierra, no tenías derecho a nada. Así eran las cosas y todo intento de rebelión solo catapultaba a los seres a los niveles inferiores, a veces desplazando ciudades enteras a la más tenebrosa oscuridad. Las ciudades se construían cada vez más al fondo, buscando los recursos en los lugares más profundos de la tierra y allí eran necesarias minas y talleres para tratar de terminar las grandes estructuras que poco a poco nos iban tapando el cielo. Nadie sabía nada de los que nacían y morían en aquellas ciudades subterráneas, pero los que habíamos nacido a ras del suelo, incluso nos dábamos por satisfechos de sólo tener que trabajar hasta la muerte en fábricas nocturnas. Había rumores que decían que los hombres pronto podrían movilizar las estructuras, negando las fuerzas de la gravedad y todos nos podríamos trasladar a otro mundo, tratando de huir de la gran plaga que asolaba toda nuestra existencia. Las voces todavía eran discrepantes, pero yo dudaba de que algo así pudiera suceder. Siempre nos habíamos enseñado que todos éramos imprescindibles para la civilización, a pesar de haber nacido en el eslabón más bajo de la sociedad.
Al llegar a la calle, pude ver claro el ecosistema que nos moldeaba. Era un nicho, una cárcel libre y asfixiante que facilitaba el proceso de alienación más radical jamás realizado. Lentamente eliminaban nuestros instintos, nuestra más pura conexión con el primitivismo humano. Modificaban nuestra conducta, nuestros pensamientos, nuestra consciencia e incluso nuestros cuerpos. Me costaba recordar cómo eran aquellas calles antes de la última remodelación. Antes vivía en una planta baja, agazapado entre dos matrimonios con muchos hijos; desde hacía un año o quizá dos, estaba solo en un gran salón lleno de polvo, húmedo y frío, acompañado única y exclusivamente por un piano que desafinaba en las notas más agudas. No recordaba como había ido a parar ahí, sólo conocía la necesidad de comer y eso me llevaba de un lado para otro, realizando trabajos absurdos en el mejor de los casos. Siempre sabía dónde tenía que ir y qué tenía que hacer, aunque no recordaba cómo podía conocer aquellos detalles. Sólo así obteníamos la comida y la esperanza de volver a despertar. La calle también había sufrido múltiples cambios, los muros eran cada vez más altos e incluso podía asegurar que algunas casas parecían haberse movido de lugar. Sin embargo, lo que más me parecía extraño eran sus habitantes. Uno sólo podía reconocer a una mujer en medio de tanta oscuridad por los velos que llevaban, normalmente negros, pero también azules o morados. Caminaban de un lugar a otro, sin detenerse ni hablar con nadie, pues pertenecían a otro mundo que desde luego no era el mío y que debía tener por tanto también sus propios grilletes y falsas esperanzas. En cambio, en los hombres, podía detectarse más rápidamente el proceso de deshumanización. Con la cercanía se podían ver sus pálidos rostros, sus ojos amarillentos o enrojecidos por la tensión ocular. Algunos parecían tener problemas de vista o una sordera incipiente. Muchos cojeaban y otros no podían disimular las prótesis externas de sus organismos, ya que muchos perdían las piernas en las grandes fábricas. En el metro quedábamos encajonados, dispersos, pero a la vez compactos, plantados sobre las vías en espera de los sucesivos trenes que nunca anunciaban su trayectoria.
En aquellos instantes tuve la idea de saltar sobre las vías del tren. Fue un impulso repentino, inesperado. Estaba atrapado entre una multitud de hombres grises, harapientos y enfermos, que se movían con cada vibración subterránea. Unas fuertes sacudidas hacían temblar los cimientos de la ciudad cada dos horas, pero todo el mundo parecía acostumbrado a aquellas obtusas vibraciones. El gran ferrocarril se estaba acercando y mi mandíbula se aferró sobre sí misma, como intentando contener el miedo que me impedía saltar. Antes de que pudiera discutir aquella renacida obsesión, un mano se posó sobre mi espalda y me empujó. No me dio tiempo a recapacitar en medio de aquel imprevisto. Caí sobre las vías, sin saber qué había debajo. Sentí escalofríos, frenesí, dolor y asfixia, pero algo me agarró en medio de aquella sepultada oscuridad. Se escuchaban gritos neutros y algunas luces se movían de lugar, como si alguien buscara debajo del tren detenido. La vía no estaba atornillada sobre ningún suelo, sino que permanecía suspendida entre varios túneles de lodo y deshechos. Debí caer por el vacío de los raíles, no sin antes golpearme las piernas sobre el frío metal. La voz que me sostenía me invitaba al silencio, con suerte podían pensar que me había ahogado en el fango o que había sido arrollado por el tren antes de caer. Mientras me arrastraba por aquellos antiguos túneles redondos, se escuchó una señal de alarma. Aquel hombre misterioso me dejó en el recoveco de una pared y esperó unos minutos antes de hablar con una voz suave y monótona. Me dijo que era probable que no hubiesen encontrado mi cuerpo y que, por tanto, darían tarde o temprano la voz de alarma para iniciar la persecución. El sólo podía acompañarme hasta la presa y que una vez allí, yo debía decidir mi propio destino. Después de varias horas de tantear la oscuridad a gatas, pudimos ponernos de pie y caminar por aquellos túneles secundarios, tratando de dilucidar el nuevo camino del que me había hablado.
Durante el camino hablamos de los túneles. Al parecer éstos habían sido realizados por criaturas tan antiguas como las grandes guerras de la humanidad. Yo había escuchado hablar de esas cosas en el trabajo y aunque siempre había pensado que se trataba de rumores, uno de los antiguos capataces había trabajado de joven en las minas y nos contaba historias que ponían los pelos de punta a cualquier que las escuchase. Eran gusanos de la tierra, ciempiés amarillos de grandes dimensiones que abrían túneles comiendo todo rastro de vida a su paso. El hambre hacía que cada vez se acercaran más a la superficie y desde hacía cosa de un siglo, las minas más profundas estaban ya totalmente infestadas. Aquel hombre me explicó que de ahí venían los ruidos estremecedores del subsuelo. Los humanos habían colocado grandes generadores en las minas intermedias que generaban explosiones y ondas de ruido que alejaban aquellas primigenias criaturas de las fronteras humanas. Sin embargo, la civilización cada vez se expandía más por el inframundo y aquella frontera se convirtió en un lugar de conflicto eterno entre los humanos que querían alcanzar el núcleo y los gusanos que crecían tratando de alcanzar la superficie. Mientras caminábamos por el túnel me contó que papel determinaba en aquella historia. Me dijo que había sido casualidad que pasara por allí y que desde uno de los túneles paralelos a las vías del tren, escuchó el ruido que hice al caer sobre el lodo. No obstante, no quería responder a mi pregunta sobre quién era. Conforme nos acercábamos a su camino, el pasillo se hacía más grande y la luz empezaba a generar un entorno más esperanzador. No obstante, las vibraciones del suelo nos indicaban que estábamos cerca de uno de aquellos generadores de ruido. En aquel falso amanecer del mundo, auspiciado por una luz blanca y fría, pude verlo por fin, pude ver a aquel hombre que me había guiado en medio de la oscuridad. Vestía unos harapos grises y todo su rostro estaba cubierto de pequeñas telas amortajadas, unas gafas de minero y un sombrero negro. Lucía unos guantes de piel y por sus movimientos pude contemplar que tenía seis dedos en cada mano.
No obstante, mientras caminábamos, frenó rápidamente y se quedó inmóvil. Me dijo que ya no podía acompañarme, que debía contemplar la verdad por mí mismo. Me enfadé y por primera vez le hice claramente la pregunta que él esperaba escuchar. Él sólo me dijo que el hambre se hacía insoportable en él, que había hecho lo que creía necesario y que ya no podía guiarme más. Era evidente que temía las vibraciones que se hacían cada vez más potentes. Quise agarrar su mano y simular al menos un abrazo desde nuestras distancias anímicas, pero su brazo se rompió con mi simple gesto de gratitud. Sus ropajes se desarticularon y de su interior cayeron cientos de insectos, gusanos y criaturas infectas sobre el suelo. Se deshicieron en una maraña negra de exoesqueletos relucientes y corretearon al unísono de vuelta a la oscuridad de la que procedía, como si todas obedecieran a una única voluntad. Pude entender por fin cual era su naturaleza y su lucha interna frente al hambre que le animaba a devorarme, pero quería entender qué le había frenado. Quizá era un impulso desconocido, algo bello que había emergido desde su ontológica oscuridad y que los humanos habíamos perdido hacía eones. No lo pude analizar porque aquella cuestión quedó eclipsada por la revelación que aquella criatura había querido enseñarme. Caminé hacia el túnel y pude ver el final del camino, la oquedad que ofrecía vistas directas hacia la presa, hacia el cielo y hacia el fin de los confines de la civilización.
Vi a mi izquierda los grandes muros que separaban la última de las ciudades, Ofinya, con el mar. Al principio la fuerza del agua me parecía un símbolo de la fuerza pura de la naturaleza, pero mientras mis ojos se acostumbraban a la luz, contemplé la realidad que me habían negado. Vi aquellos cuerpos salir despedidos por los túneles superiores. No había cientos, sino miles o incluso millones de cuerpos desnudos, desposeídos de vida, los vi salir despedidos con el agua de la presa. Se amontonaban lentamente en aquel mar de almas miserables y flotaban entumecidos por las fuerzas del oleaje que les inducían en una macabra danza de cuerpos desechados. Aquel era el fin del camino y el destino último de mi existencia, el eterno reposo del alma caduca enajenada de toda realidad. Sobre aquel mar hediondo de olas verdes, vi el firmamento anaranjado del atardecer; una tormenta se avecinaba desde el horizonte más lejano del sur y aunque se podían ver algunos globos flotando en cielo, no había rastro de las plataformas ni de los grandes zepelines blancos. Los altos hombres, los constructores de aquellas ciudades flotantes y de aquellas estructuras esperanzadoras, ya no estaban. Se habían marchado, quizá décadas atrás, haciéndonos creer que todavía trabajábamos para un fin. Los pilares, aquellas colosales columnas de hierro y hormigón, estaban medio derruidas y sólo algunas se sostenían sobre desiertos de escombros y ciudades arruinadas. Se habían marchado a otro lugar, esperando encontrar los vastos pastos verdes y la esperanza que sólo con su posición se podían permitir. Mientras, los restos del naufragio deambulábamos sobre nuestras ruinas, nuestros recuerdos, esperando rebelarnos contra alguien que ya no existía. En nuestra mente enferma, creamos a los arquitectos de la mente, almas poderosas que nos controlaban, que nos avasallaban y nos explotaban cuando en realidad sólo éramos nosotros los que perpetuábamos en silencio nuestro propio infierno. Sólo pude sentarme en el borde de aquel túnel y contemplar el anochecer del mundo que creía recordar. Miré el cielo enojado con aquellos relámpagos rojos que desgarraban el horizonte y aquel mar de objetos caducos, tratando en vano de pensar en qué parte de aquel océano se debía encontrar mi antiguo cuerpo.