Thánatos. Índice y notas.
Entre la probable vicisitud de unas llamas incandescentes, una nube de polvo descendía temblorosa sobre un suelo sujeto a la más siniestra penumbra. De fondo se escuchaba una composición de Krzysztof Penderecki y un endiablado reloj de cuco competía estéticamente con un amplio pasillo adornado con pilares y esquirlas arquitectónicas de exquisito relieve. La configuración orgánica de aquella sala se veía acompañada del vaivén de inhóspitos transeúntes, algunos con fuerte impresión de incertidumbre y otros con un temple casi inhumano. Caminaban todos bajo la más cierta penumbra, pues portaban todos ellos máscaras opacas que sólo insinuaban los ojos con relieves esculpidos en frío metal. Fueron varias las mujeres que pasaron por delante del reloj. Sus largos vestidos monocromos terminaban en unos finos velos opacos de terciopelo negro. Caminaban con la uniformidad que sólo la experiencia ofrece y sus cabezas parecían mirar a un horizonte impoluto e inamovible. Siguieron caminando hasta torcer su trayectoria en un inesperado movimiento de cambio. Entonces entraron en una sala cuya puerta principal había sido abierta de par en par y en su interior fueron ocupando posiciones fijas alrededor de una larga estancia cubierta de espejos, velas y una extensa mesa esculpida sobre un material parecido a la madera.
El reloj de cuco pronto irrumpió en la sala. Unas pequeñas puertas se abrieron en su coronada estructura, pero aunque se escuchaba el sonido de la medianoche, de su interior no salió ningún mecanizado pájaro. Mientras el sentir del tiempo quedaba marcado en su vibrante aliado, unas puertas grandes se abrieron de par en par. Media docena de caballeros, algunos jóvenes y otros de fatigada por la edad entraron en fila y dejaron sus sombreros en la entrada. Un hombre enmascarado salió a recibirles y con una señal manual de demostrada cortesía, les indicó la dirección correcta. Todos entraron en la gran sala. Mientras iban sentándose con un orden merecidamente calculado, todos fueron testigos de la maravillosa compañía. Los espejos, aunque lejanos, parecían viejos, pero incrementaban la luminosidad en una multitud de horizontes imposibles. La sala estaba adornada con una pared de madera cuidadosamente trabajada, barnizada hasta alcanzar una tonalidad parda que las velas convertían en un color sangriento. De sus múltiples relieves emergían insinuados pilares hacia el techo, momento en el cual se convertían en múltiples nervios que armonizaban con un techo pintado con motivos inciertos. Era milagroso el contraste de colores que la sala alcanzaba con la potenciada luz de las velas. Mientras en el centro se podía ver una luminosidad patente, tanto el techo como el suelo quedaban en la oscuridad más impenetrable. Los caballeros, una vez sentados, miraron a su alrededor, incluyendo el techo. Los motivos de aquella artificial bóveda quedaron en el misterio, pero nadie advirtió que las baldosas del suelo habían oscurecido su natural color. Era el momento de empezar con la ceremonia.
Todas las puertas de la entrada se abrieron y por aquel pasillo circularon varias decenas de bandejas y utensilios variados. Los mayordomos entraban con opulentas mesas de ruedas cargados con bandejas tapadas y cubiertos de plata. Alrededor de la larga mesa donde se habían sentado los hombres una gran cantidad de utensilios quedaron varados a su alcance. Los camareros destaparon las bandejas, pero éstas no contenían nada. Los caballeros simplemente recogieron los guantes y se colocaron las servilletas en el cuello, acompañando las largas corbatas negras con las que hacían contraste. En unos minutos todos permanecieron allí, en silencio, mirando los platos vacíos, armados con finos cubiertos de plata de ley. Los mayordomos retiraron las pequeñas mesas y algunos encendieron algunas de las velas que habían quedado ofuscadas. Todo aquello se realizaba en el más pulcro silencio. Los mayordomos iban tapados con aquellas máscaras de metal y las doncellas con velos opacos y vestidos uniformados que deshumanizaban por completo sus cuerpos. Pronto la música cesó y los caballeros quedaron ahí, sumergidos en una fingida ataraxia. Sólo ellos fueron conscientes del tiempo que pasó hasta su última toma de consciencia. Mientras, los testigos quedaron a la merced de una voluntad invisible que parecía ordenar todos aquellos acontecimientos.
Al final, un gran estruendo resonó desde los enclaves más apartados de aquel edificio. Todas las puertas se fueron cerrando con sonoros portazos a excepción del gran pórtico negro desde el cual se podía acceder a la gran sala de reunión. Los allí presentes fueron testigos de un ruido no muy lejano. Una puerta, castigada por la humedad, se había abierto para ellos. El ruido de unos pasos cercanos empezaba a ocupar el sepulcral silencio de la estancia. Las doncellas caminaron lentamente hacia los bordes de la sala y se quedaron allí, expectantes. Los mayordomos retiraron las bandejas vacías y con veloz profesionalidad dejaron pronto la mesa desocupada. Pronto hizo su aparición aquello que los hombres habían venido a buscar. Los mayordomos, silenciosos, portaban un féretro del color del nácar. Con distinguida maniobra, dejaron la caja encima de la mesa y la abrieron como si se tratase de una simple bandeja. Los bordes de la caja cayeron hacia todas las direcciones como si fueran pétalos de una rosa florecida. Entonces todos pudieron ver el interior. El cuerpo de una mujer, desnudo, cubierto de flores, hierbas y una frondosa enredadera que parecía adoptar su forma. Las doncellas empezaron a tapar los espejos con unos largos manteles blancos mientras los mayordomos retiraron los últimos vestigios de la primera cena. Un intenso aroma a aceites llenó la habitación, combatiendo quizá el opulento hedor de la naturaleza demacrada. La visión de aquel cadáver podía hacer desfallecer las almas más sensibles y de hecho no todos los caballeros parecían preparados para aquella inesperada presencia. Sus ojos estaban cerrados y aunque parte de su cuerpo destacaba por su palidez extrema, sus labios grisáceos parecían ser el único espacio vivo de su sentida paz. Las doncellas empezaron apagando los candelabros y antes de salir pudieron sentir cómo los caballeros se colocaban unos velos sobre sus ya ocultos rostros. Nadie podía saber a ciencia cierta si la mayoría de los empleados eran conscientes de cuál era el plato final de aquella cena, pero por los temblores en algunas de sus extremidades, uno podía intuir que su imaginación se acercaba a la más siniestra realidad. Nadie hacía preguntas y nadie las respondía. El origen del cuerpo permanecía en el más insondable secreto al igual que los motivos del fallecimiento. El mayordomo principal cerró la sala, pero no sin antes entrever entre las oquedades de su antifaz, la visión de aquellos caballeros ocultos armándose de cuchillos, tenedores e incluso algunos serruchos, cinceles y martillos. Los ruidos pronto se dejaron escuchar a través de las paredes. Viles rugidos, desgarros, cortes y las más descaradas masticaciones. El mayordomo intentó tragar saliva, aunque no pudo dejar escapar un pequeño espasmo cargado de repugnancia. El miedo inundaba ahora aquel amplio pasillo repleto de seres vivientes y sintientes. Todos permanecían allí de pie, esperando su último turno de limpieza. El trabajo, además del silencio, era su más preciado tesoro y ante todo habían jurado lealtad y discreción. Aun así, en sus corazones resonaba ese miedo primitivo, vestigial y arquetípico que les hacía paralizarse ante la mera presencia de la parte más miserable, cruel y tenebrosa de la naturaleza humana.
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Gracias. Cuando el relato alcanza ciertos límites, uno no sabe qué sensaciones puede despertar en el lector.
Querido amigo ”El Hombre que le Susurra a los Sentimientos” te invita el 1 de Septiembre de 2018, a la inauguración de su nueva residencia, https://www.pippobunorrotri.com, un amplio loft con vistas al mañana disfrutando del presente con nuevos susurros, bailando con palabras, dibujando las sombras de los sueños. Donde la poesía serán gaviotas que vuelan hacia su eternidad y las palabras los silencios de nuestra soledad.
La poesía no tiene espacio, ni lugar, ni tiempo, vuela libre en el ondulado viento, es del tiempo, del lugar y del espacio de quien la lee, haciéndola suya en el instante de su silencio, y luego deja que esta regrese al desierto de su eternidad.
Se bienvenido, deja tus miedos y disfruta como yo disfruto con tus palabras escritas pues ellas representa tus sentimientos y tu libertad, a los que respeto sin criticar. Aunque la crítica sincera ayuda a mejorar.
PIPPO BUNORROTRI
Escribes de una forma sublime. Uno puede imaginar con todo lujo de detalles lo que está pasando.
Muchas gracias. Los detalles, aquello que se omite, son elementos que pueden cobrar gran importancia.