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Auténtico Pimpollo

Auténtico Pimpollo

Hombre sosteniendo un libro abierto. Su cara está deformada y las páginas parecen en blanco.
Nicola Samori, Obra inspirada en el Euclides de José de Ribera.

Auténtico Pimpollo. Índice y notas.

Caminando por la avenida me encontré con aquella figura que todo el mundo había comentado alguna vez. Había cruzado el primer paso de cebra y me disponía a hacer lo mismo con el siguiente cuando el semáforo me negó el acceso. Me quedé allí, de pie en una pequeña isla de ladrillo, rodeado de coches furiosos y acompañado únicamente por la sombra de un árbol muy viejo. Al otro lado del camino, esperando el mismo semáforo antes de cruzar se encontraba él, la leyenda. Mi corazón empezó a acelerarse, el sudor afloraba en mi frente temeroso de lo que pudiera pasar. Mientras, él posaba tranquilamente sobre su cara bicicleta negra, apoyándose en una farola con la mano derecha y estirando innecesariamente el pie izquierdo más allá de sus posibilidades, posando como un auténtico dandy europeo. Su traje negro, su bicicleta antigua pintada del color del mismísimo abismo y unas gafas de pasta sin graduar formaban un triángulo de oscuridad armonizado con una sobria camisa blanca abultada por la barriga que intentaba disimular. A su alrededor crecía un aura de misterio de irresoluta indagación. El semáforo se sulfuró y aquel escarabajo salió pedaleando como si estuviera participando en el tour de Francia. Pero antes de perderlo de vista, sus ojos se cruzaron con los míos. Su poblado bigote, sus cejas inquisitivas, me inspeccionaron de arriba abajo antes de que sus ojos volvieran al estado de semi-somnolencia naturales en su persona. Volvió la cabeza hacia el frente y su bigote no manifestó ninguna voluntad propia. Simplemente se marchó dejándome con una incógnita mayor.

La leyenda urbana decía que todos los mejores estudiantes se cruzaban accidentalmente con él en algún lugar, normalmente en los tres primeros años de carrera. No era realmente él sino una figura que él mismo proyectaba astralmente mientras daba clases o descansaba en su despacho. Tenía el don de la bilocación, como los santos y los místicos, pero a diferencia de ellos, nuestro hombre lo utilizaba como una prueba para encontrar a su futuro discípulo. Simplemente observaba, analizaba y tomaba las decisiones que debía tomar. Hacía años que no había rescatado ningún estudiante de la miseria y era probable que por fin sucediera; todos estábamos ansiosos de que él nos eligiera como un mentor escoge a sus acólitos, pero su bigote pasó de largo como el viento. Por dentro pensé que quizá el gesto de aprobación se me había pasado por alto o que en un futuro volvería a escudriñar mi alma, pero esas esperanzas fueron absurdas. La leyenda decía que cuando aquel bigote había encontrado a su sucesor, la imagen de su persona aparecía con capa y realizaba un gesto claro y potente para que le siguieras. Decían que el viento se huracanaba y que de las ruedas de sus bicicletas emergía un humo de color tinto que inundaba el aire con ígneo resplandor. Si había un elemento que coincidiera en todas las versiones era que él nunca daba segundas oportunidades. Mi alma se marchitó al saber que ya nunca accedería a su eterna sabiduría.

Aquellos meses, don Antón, objeto seductor del conocimiento y leyenda viva, hacía su aparición estelar por las clases. Todo el mundo se inquietaba por su presencia, incluyendo los profesores más veteranos. Daba igual que aquella fuera su clase o no, él sólo entraba allí para hacer partícipes a todos de su constituida cátedra. Preguntaba: ¿de qué curso son ustedes? y algunos incluso se atrevían a contestar que estaban en primero. Entonces él sonreía diabólicamente, ¡Ya llegaréis a cuarto y me tendréis en clase, aprovechad! -decía- Y todos se encogían de hombros, sin saber quién era aquel señor. Cuando se marchaba los profesores advertían que aquel hombre trajeado era un dios encarnado, un auténtico maestro del magnetismo animal, un psicopompos materializado en cristal de vida. Algunas mañanas en la que le daba demasiado al vino, aparecía en algunas clases y preguntaba: —¿saben ustedes quién soy? — Y nadie contestaba. Entonces el humo ascendía desde el suelo y lo envolvía hasta hacerlo desaparecer. Pero siempre se escuchaban aquellas risotadas desenfrenadas por los pasillos e incluso decían que por la noche caminaba entre los sueños de las personas, como simple observante, acompañado de un antiguo discípulo suyo que murió en extrañas circunstancias. Después de algunas semanas sin aparecer, entró de golpe en nuestra clase vociferando excentricidades. Con voz profética dijo:

Yo soy la luz de la mañana, la estela vigilante en la noche del ser. Mía es la esencia de las cosas, mío es el conocimiento del que todo lo une. Yo soy el guardián de la memoria, el arquitecto de la transformación de la piedra del alma.

Y todos los alumnos de primero quedaron boquiabiertos. Hubo un brote histérico y algunos se echaron al suelo suplicando que compartiera con ellos su conocimiento. El señor de la capa sonreía, su bigote maléfico se movía animado por un ego que ya no cabía ni en la propia sala. —Si yo pudiera hablar —repetía incesantemente— Madre mía si yo hablara, madre mía—, si yo hablare las puertas del infierno se abriesen y sus entrañas quedasen gélidas como el interior de una íviðja, si yo hablase, el mundo temblase por los siete lados. Y todos se lanzaban por el suelo, desgarrando sus camisas, pidiendo que les hiciera partícipes de su infinita sabiduría. El sólo continuó hablando:

Si yo abriera la boca, el mundo entero estallaría; la guerra fría, la tercera guerra mundial, la pandemia del huracanado conde del sur… nada estaría a salvo de la destrucción final. ¡Virgen Santa lo que yo sé!, ¡Madre mía, cuánta sabiduría hay en mí!, pues no cabe en mi cuerpo el conocimiento del que dispongo. Mis ojos han visto más letras de las que existen y han existido jamás en todos los alfabetos del mundo. Ni yo mismo tengo conocimiento de cómo he adquirido la luz de mi interior, pues dentro de mí hay dioses, arcontes prodigiosos que me susurran todas las verdades de los reinos celestiales. En mi interior se encuentra la fuente de todo conocimiento y todo poder, yo soy el centro de los siete ríos que atraviesan la creación. Mi boca es ambrosía, mi saliva, oro potable. La CIA, el Papa, los ovnis, los illuminati… todos me espían y me temen, pues si yo abriera la boca, ¡madre mía la de secretos que serían revelados, los altos poderes temblarían con mi voz, el mundo entero caería convertido en cenizas! Yo soy el germen de todo conocimiento posible, yo soy la única verdad de este mundo. Conozco los vedas de memoria, hablo la lengua adánica en sueños, conozco el último dígito de π y los granos de arena que hay en cualquier playa del mundo. Yo escribí El Quijote, soy pariente de Zanoni, derroté a Datan y Abirón, soy Gilgameš de Uruk y he sido amigo de Πλάτων y de Χριστός. Si no medito es porque levito y el viento me arrastra entre sus nubes hasta perderme. ¡Madre mía cuanto sé, ojalá pudiera hablar!

Y así continuaba durante horas hasta que algunos amigos suyos lo retiraban viendo el avanzado estado de embriaguez en el que se encontraba. Todos seguían arrodillados ante su presencia y los más osados incluso habían empezado a caminar tras él de rodillas manteniendo siempre la vista al suelo. Así era él, la leyenda. En verdad nunca había tenido ningún discípulo y en todos los años que llevaba de profesor jamás había dicho algo que no estuviera en los cuadernos más simples. Es más, sus clases eran la personificación misma del aburrimiento; como docente no era más que un lector obsesivo de diapositivas básicas hechas con el ordenador. Nunca hablaba ni decía nada fuera de lo común, así lograba ocultar al mundo el idiota que realmente era. Aun así, todo el mundo lo admiraba y temía por igual, todos seguían pensando que algún día hablaría y las trompetas celestiales abriesen la tierra en dos.

Al principio me parecía extraño que llevara décadas así y que incluso los profesores más veteranos se arrodillaran ante su presencia. Traté de refutar en más de una ocasión las teorías de mis compañeros, pero cuando llegué al último curso sentí que ya daba igual, aquella figura de la que todo el mundo hablaba no era más que eso, una leyenda construida sobre la nada y que todos habían endiosado hasta hacerla inmortal. Quizá ellos querían seguir creyendo en su magnificencia o él en realidad tenía algún magnetismo oculto, pero yo simplemente dejé de creer en el personaje en el cual se había convertido. Nunca se lo conté a nadie, pero en aquel último curso antes de terminar la carrera, lo vi cruzar la gran vía con su bicicleta. Llevaba una capa negra y su animado mostacho se movía con el viento. Con fría mirada pero ágiles movimiento me hacía señales para que le siguiera. Yo simplemente giré la cabeza e hice como si no le hubiera visto. Cuando pasó a mi lado esperé unos segundos y paré en seco. No dije nada, simplemente me giré y contemplé lentamente como aquel pimpollo desaparecía de mi vista para siempre.

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