El espíritu de la cebada. Índice y notas.
La luz caía directa sobre la espalda de aquellas laboriosas almas. El Sol estaba en lo alto y las primeras parcelas del campo comunal estaban empezando a quedar despejadas. Eran los últimos días para que terminara la temporada de la cosecha. Las plantaciones más extensas ya habían sido trabajadas. Samuel había estado colaborando con el resto del pueblo desde el inicio de la jornada pasada; este año la cosecha se había retrasado un poco por una inesperada lluvia veraniega. No obstante, el último día había estado más fatigado de lo normal y mientras sus brazadas se ralentizaban con el avance del trabajo, sus ojos también deambulaban sobre el horizonte denso de abundancia. Allí, en medio de aquel mar de finas láminas y tallos espigados, entre telas de araña blanquecinas y nubes de sombras azules, unos ojos extraños parecían observarle, siempre desde una distancia prudente, moviéndose con cada parpadeo en un horizonte que no parecía tener fin. Durante las horas de trabajo, alguna vez se sufrió un ligero mareo pero no cesó en su empeño y sólo recibió una reprimenda de alguno de sus compañeros que creía que su aminorada marcha de trabajo se debía a la ensoñación o el despiste más propios de su edad y no a la afectación de algo externo. Durante el tiempo de descanso, mientras algunos de los hombres bebían agua fresca y las mujeres descansaban sus doloridas manos, un pequeño murmullo adelantó al propio viento del retorno y del oeste trajo una marcada voz femenina que cantaba una canción que muchos habían oído de pequeños pero que desde hacía décadas nadie habría podido reproducir, pues muchas de las palabras y la riqueza contenida en el dialecto de la montaña se había perdido en menos de una generación. Samuel escuchó las escasas palabras que atravesaron el campo desde la parte más elevada y justo cuando intentó prestarle atención, una de las mujeres interrumpió su acto de escucha al dejarle toscamente un cubo de agua cerca para que pudiera lavarse las manos. La voz quedó interrumpida y mientras algunos hombres volvían a hablar de sus planes futuros aquella mujer le dijo al aparente hechizado que lo que escuchaba no era voz de muchacha sino de ánima. Todos asintieron pero no dijeron nada al respecto.
Samuel no pudo entender aquella concesión, de cómo unas meras palabras podían rasgar tanto la realidad y desterrar la intención de algo a los límites de la imaginación. Una imaginación que no parecía contenida en la mente del que sueña y habla sino que vive en el horizonte que separa el campo del cielo y que viéndose animado y vivificado con el trabajo humano, desaparece con el barbecho. Entre pensamientos sueltos y opacos, uno de los hombres le dio una palmada de ánimo en la espalda. Era la hora de rematar la faena. La vuelta al trabajo no fue más dura de lo que esperaba. El calor había amainado un poco con la crecida del viento y aquella tierra comunal se fue vaciando, dejando pequeños montones de hierbas que pronto serían apilados para conformar grandes fardos de heno, algunos usados para el forraje y otros como sustrato. Con la luz de la fatiga y las hoces ya echadas, habiendo saboreado la tierra el sudor humano, las manos castigadas de los labriegos colocaban los últimos faces de heno al borde de la planicie aclarada. Algunas cabezas se veían ya a lo lejos por el camino rumbo al hogar y otros trabajadores más ociosos seguían cerca de los postes deambulando lentamente mientras alguien vociferaba y rememoraba alguna anécdota jocosa del pasado más lejano. Samuel siguió allí, mirando aquella frontera que en algún punto debía entremezclarse con la maleza del bosque y algún que otro terraplén de piedras. No esperaba que se hiciera la noche ni tampoco el sonido de los grillos. Mientras algunos bichos sobrevolaban la zona y se cruzaban en su fijación, su mente no podía hacer caso omiso a aquellos dos ojos del color de la miel. Dos ojos sagrados como el agua en primavera.
Aquello ocurrió hace unos ocho años. Samuel no volvió a casa de sus padres. Estaba en edad de formar una nueva familia o emigrar a algunos de los pueblos del valle que requerían mano de obra; no obstante, prefirió quedarse allí sin pedir ninguna mano. Parecía no esperar nada de la vida y a pesar de su decisión, una noche simplemente no volvió a casa. Los hombres terminaron la cosecha y al llegar el verano algunos amigos de su padre deambularon por el territorio peinando varias hectáreas de tierra, pero ni cuerpo ni huellas hallaron. Si debió huir, tomó el camino de los hombres rumbó al oeste, pero todos se equivocaron en aquel momento. Años después algún cabrero lo vio merodear, vestido todavía con las mismas ropas que el día que desapareció. Parecía ir ladeando un camino consanguíneo a la falda del cerro pero aunque le silbó de lejos, él no se inmutó, como si fuera un aparecido o un sonámbulo. Al año siguiente un visitante que gustaba de subir al monte para recoger hierbas afirma que vio a un hombre en la parte más alejada del camino, allí donde el bosque se convierte en matorral y piedra desnuda. El desdichado estaba en el suelo, abrazado o inclinado sobre unas piedras que Dios sabe quién había podido colocar allí y que debían sobresalir por la cabeza de un hombre erguido. No alcanzó a poder ver qué pasaba con aquel hombre, pero tal escalofrío sintió que no quiso saber nada de aquello que no tenía derecho a ser desvelado. Algunos subieron allí mismo años después y vieron entre unas cinco piedras dispuestas en círculo, los restos de un hombre, pero cuando decidieron convencer a unos para volver y disponer de ellos, éstos habían desaparecido al igual que lo había hecho tiempo atrás su voz, su cuerpo, su ropa y su memoria. Cuando sus padres murieron, de él ya no quedó ni el nombre.
Aquella tarde de ruptura, Samuel, ya adulto, seguía contemplando el horizonte hasta que volvió a él la dulce melodía cargada de inocencia y misterio. Había algo profano en su timbre y algo sacro en su entonación. Mientras se afanaba en dar unas vueltas al campo, habiéndose ya sumergido en las tinieblas de la cosecha incorrupta, su querida voz lo abandonó. En lugar de ello, la figura de una mujer irrumpió entre las sombras, haciendo de éstas júbilo y de los fardos de heno, mares de espejos de Sol crepitante. Tal era la luz que despedía su piel que la larga cabellera que tapaba parte de su cuerpo desnudo no podía evitar que sus ojos llorasen dañados por la belleza. En el fondo de su ser sabía que su voz cantaba para sus oídos y que su presencia no era la encarnación del grito agónico de la luz sino el despertar de una nueva esperanza. Samuel no pudo evitar ser acariciado por su magnificencia, cegado por su luz y amansado por su bella mirada, pulcra, fina y desbordante. Sus fuerzas flaquearon pero logró llegar hasta sus pies. Postrándose ante ella, se recogió en silencio hacia la tierra, bendiciendo cada uno de los pasos de su Diosa. Ella, eterna dicha, con un poder incomprensible, hizo que Samuel alzara la cabeza para que pudiera besar su vientre. El beso marcó la unión y su alma descansó en llanto pues tal era el caudal de emociones que no pudo hacerse cargo de sus actos. Después de la aceptación, logró abrazarla antes de desmayarse, pero en sus sueños, ella seguí allí respirando por él, latiendo por su corazón y soñando por su anhelo. Algunos consideraron aquel día un día de mal presagio y colocaron cruces hechos con cañas y barro para alejar para lo que algunos eran ánimas y para otros, espíritus del trigo o de la cebada. Para Samuel, fue el inicio de algo incomprensible, pues no hay hombre que ante el amor de una Diosa, no quisiera entregar incondicionalmente su vida y su alma por ella.