La casa gris. Índice y notas.
Todavía, años después de mil silencios y noches sepultadas, sigo soñando con aquella casa gris. Un lustro atrás su recuerdo se transformaba en una mera neblina, pero últimamente, tras haber conjurado lunas menores, su presencia se fortalece y me avasalla como aliento sublime que transporta mi alma a los recovecos de una fosa insepulta. Allí, me encuentro de nuevo con aquella espectral desolación y en sus muros, encuentro una mirada triste que, sin observarme, me transmite una imperiosa necesidad de encuentro. El bosque a su alrededor se muestra inhóspito, hostil y la niebla sobrevuela la circunscrita oscuridad, haciendo que las mismísimas copas de los caducos árboles queden engullidos por el velo de aquello que niega cualquier posibilidad de cielo. Sólo en algunos de sus rincones más lejanos se puede distinguir un débil resplandor fantasmagórico que insinúa ya un cercano atardecer. No obstante, la oscuridad medra en los troncos más cercanos y todas las ramas de aquel eternizo bosque, desde sus aniquiladas esperanzas de vida, parecen quedar suspendidas sin tiempo ni viento, sin aliento que demuestre el más mínimo resquicio de vida o movimiento.
Miro a mi alrededor y un escalofrío envuelve mi cuerpo, el cual siento como un caparazón imaginado que plantea fronteras frente a las contingencias de la inefable naturaleza. Camino lentamente, con debilidad, armonizado con el miedo que respiro y mientras me encuentro con la sombra del habitáculo, unos pisadas me sugieren peligro. Sin pensarlo, prosigo, sin mirar atrás. Las pisadas continúan, se aceleran, corrompiendo la aparente quietud. Aquí es inocua la defensa y cualquier observación socava la esperanza de una perpetua existencia. Sé que ya no habrá Sol sobre nuestros rostros, pero me afano en encontrar la puerta de aquella casa gris y penetro en sus misterios. Sólo la huida vence al peligro. Éste queda fuera y los pasos se multiplican, fundiéndose con un bosque que empieza a vivificar los impuros sonidos de un hambre atroz y primordial. Dentro sólo queda la desolación; fuera, la pesadilla de un dios moribundo, reducido a la simple idea de antropofagia y culpa. Sobre mis pasos encuentro el hogar que nos dio nombre. Aquí yacen las almas de nuestros antepasados.
El frío es tangible y la oscuridad perpetua. Ha atardecido ya pero dentro siempre hubo noche eterna. Entonces siento unas corrientes de aire que rondan mi ser, escrutando cada una de mis respiraciones, mi aparente quietud ante lo desconocido. Siento presencias en mi interior, suspiros profanados que se extienden desde mis aquejadas entrañas y se bifurcan hacia las sombras, extendiéndose alrededor de un espacio que creo ajeno a mi persona. Ellos contemplan en silencio, imaginándome a través de un cristal bañado con la sal de océanos silvestres y marismas profundas. Se acercan a mí y me susurran el camino de reencuentro. Entonces me dejo guiar por la oscuridad. Sobre sus pisadas impongo mis pies y sobre sus naturales ojos noctámbulos, embadurno mi alma de misterio rezagado. Entonces mi cuerpo siente una leve pendiente, unos escalones que elevan mi cuerpo sobre aquel habitáculo repleto de humedad y polvorienta incertidumbre. En algún espacio, en algún pequeño recoveco mis manos atinan aquello que había estado buscando desde tiempo inmemorial.
Mis manos palpan toda una amalgama de yescas variadas y harapos que permanecen esparcidos por el suelo. También siento cuerdas que cuelgan del techo acariciando mi rostro sin hacer el menor ruido. Algo en medio de la oscuridad parece flotar y aunque no emite luz, deja ver un triste reflejo sobre mis dilatadas pupilas. Es una especie de cuenco ovalado. Cuando lo toco las fuerzas invisibles que lo sujetaban desaparecen y éste a punto queda de caer al suelo. Su superficie parece fina pero su estructura pesa demasiado para sostenerlo con una sola mano. Con delicadeza lo hago descender hasta su esperado reposo; entonces, coloco algunas de las yescas que mis manos atinan en su interior y mientras trato de ordenar el espacio, algo irrumpe en mi memoria. Es el recuerdo de una luz. Ésta desciende de una oscuridad y el recuerdo se traslada hacia mis ojos, la memoria misma me ciega y escucho un ligero chasquido. La yesca prende y el cuenco deja escapar un pequeño amanecer dorado. Las yescas prenden con furia y aunque pronto los paños secos se ennegrecen, el interior del cuenco es revelado como una mezcla de grasa aceitosa que vibra, como una vela, pero con mayor potencia y encanto. El aire enrarecido queda ennoblecido por una luz y una suerte de fragancias que parecen trasladar la casa hacia la memoria de tiempos mejores. No obstante, aunque la luz no es lo suficientemente potente como para llegar a ninguno de los recovecos de aquella buhardilla agazapada, sí deja iluminar el suelo a su alrededor.
Éste está grabado de principio a fin, como si alguien o algo, tiempo atrás, hubiera arañado toda la superficie tratando de escribir una historia ya indescifrable. El polvo rellenó sus huecos y la suciedad enturbió las palabras. No obstante, nada pudo eliminar el simple deseo de comunicar, el acto más puro y esencial de toda existencia. Aquel deseo permanece anclado de alguna manera a la esencia de la casa, en sus entrañas más hoscas, en sus laberínticos enigmas y por eso aquella estructura ha permanecido inalterada, incapaz de sucumbir a olvidos, lluvias y maldiciones. Entonces yo me siento delante de aquel leve candor y acerco mis manos a la llama. Sólo entonces me percato del frío que inunda mi ser, de la soledad y hambre de luz que han carcomido mi cuerpo durante todos los años que he vagado por aquellos bosques infernales. Algo se acerca a mí. Noto aquellas presencias, al principio como pasos, luego como manos invisibles que intentan alcanzar la luz, deseosas de verdad, animadas por el sueño de la apocatástasis.
No cierro los ojos en ningún momento y mirando la llama siento la presencia de ecos lejanos, fantasmas que me susurran y manos que se entrecruzan con la mía, fundiéndose en un cuerpo que ya no siento, en un espacio que parece quedar reducido a pura luz. Durante esa noche incierta, escucho sus silenciadas voces, los gritos desesperados que vibran alrededor de la casa, en forma de plegarias, susurros y voces entrecortadas por el miedo, la ira y el desamparo. Mientras, en el exterior, el viento se encoleriza y las bestias aúllan en una noche sin luna, desconocedoras de cualquier atisbo de humanidad. En el interior de aquella casa gris, el miedo empieza a desvanecerse y deja su espacio a la memoria, a la tristeza y al reencuentro. Entre aquellas presencias que abandonaron la vida encuentro el último aliento de Saturno, las cadenas que han tejido nuestras almas y nos han traído de nuevo al hogar, al origen de nuestra aflicción. No sé cuanto tiempo permaneceré en aquel extraño cubículo y si algún día la luz se extinguirá dejando mi rostro en penumbra, pero mientras arda la vela la tristeza se convertirá en nuestro signo y la luz, en la esperanza de un mundo mejor. En la casa gris, esta noche reinará la memoria, mañana lo hará la oscuridad y el olvido.