Avaricia. Índice y notas.
Aquel chico caminaba lentamente por la estación de tren, sus pies parecían no pisar el suelo y aunque su caminar patizambo podía resultar llamativo, la gente no se fijaba en su presencia. Algunos, no obstante, cambiaban la trayectoria de su mirada cuando se cruzaban con aquellos dos ojos grandes curtidos en una sensación desconocida por sus almas. No vagaba por la estación, más bien recorría un camino grabado en su memoria y así todos los días que las cámaras podían captar su movimiento. Siempre solía ser por las mañanas, a veces se le veía todos y cada uno de los días de la semana, salvo el miércoles, momento reservado para sus secretos. Pocas personas lo conocieron en vida, pero las que tuvieron la desgracia de saber de él aseguraban que su mente estaba enferma. A diferencia de aquellas personas que se ven incapaces de comunicarse con el mundo que le rodea, el chico de la estación se acercaba a la ventanilla y con quietud pedía un billete. Su voz estaba desprovista de emociones, como sus labios y su fría mirada. No era una frialdad de empatía ni un odio camuflado hacia la vida, sino una indiferencia absoluta. El mundo que le rodeaba no era real, pero al contrario de lo que muchos creían, él estaba demasiado conectado al mundo. Eran sus adentros lo que más temía.
Desde bien joven, sabía que él no era uno, sino tres personas. No podía decir exactamente cuál de esas personas era, pero cuando soñaba a veces se percibía a sí mismo como un muñeco sumergido en unos baños termales fríos e inhóspitos. Unas veces soñaba que estaba encerrado en el armario pero cuando aparecía el temible sueño, emitía sonoros gritos de ansiedad que resonaban en su habitación. A veces aparecía en la estación con el billete en la mano, pero no había trenes, sólo personas deambulando de un lugar a otro y cuando caían a las vías, ciegas de su inminente futuro, morían irremediablemente. En la vida que él asumía como real, a veces se acercaba a las tiendas de las calles subyacentes y compraba libros, pequeños detalles como adornos o piezas de recambio para sus quehaceres nocturnos, que no eran pocos. Se acercaba lentamente al mostrador y mostraba el libro que quería comprar. El librero notaba sus manos manchadas de pintura y le preguntaba sonriente si estaba pintando algo bonito. Su negativa fría alarmaba al dueño y a los compradores. El azul de las manos no era pintura sino caelum pero ellos no tenían derecho a saberlo. Su agresiva respuesta los alertaba, lo delataba como alguien objeto de rechazo. Algunos lo miraban con los labios torcidos de rencor mientras el salía por la puerta y se machaba a otra tienda. Él no lo supo jamás, pero cada mirada, cada gesto, cada movimiento de aislamiento de los demás, era una pequeña aguja que se clavaba en su alma. Él, sin embargo, sólo esperaba del mundo que le revelara sus secretos. El conocimiento verdadero, el auténtico saber, no era la acumulación de datos, la fiel ejecución que otorga la experiencia o el advenimiento de las estructuras que mantienen las diferentes partes de la episteme, todo eso ya lo tenía. El conocimiento absoluto era poseer algo que sólo estuviera en su interior. Adquirir un secreto, conocer la respuesta que todos ignoraban o formular una pregunta que nadie más se había formulado nunca. Ese era el verdadero poder de su existencia. Él había nacido para observar esa oscuridad que reclamaba para sí.
Empero, un día despertó de su letargo. Era una noche sin sueño que le advertía de malos augurios. Toda persona soñaba con anhelos, representaba miedos vestigiales de los cuales nuestros ancestros nos querían prevenir. Pero alguien dejaba de soñar cuando dejaba de aprender. Tanto temor tenía de que el mundo ya no tuviera secretos que se preguntaba si los demás sospechaban de su maldad. Nervioso tanteaba la posibilidad de desaparecer, pero si esto sucedía, no podía permitir que los otros entraran en su habitación y encontraran sus libros, sus discos duros, sus anotaciones. Esa mañana simplemente salió de su casa y cuando estuvo en la estación llamó al móvil. No tenía teléfono, pero esa llamada lo iba a cambiar todo. Pronto se escucharon sirenas y un potente estruendo en el centro de la ciudad. El muchacho entró en la estación y se perdió entre la multitud. Todo estaba más oscuro, más gris que antes. Era miércoles y esos días la estación debía ser diferente. Contempló sus manos temblorosas y el billete de tren que sostenía débilmente entre sus dedos. Sus manos estaban completamente azules, delatores de un cruel delito. Anduvo buscando el andén y el tren pero sin embargo, no lo encontró. Todo el mundo subía a un tren, a un vagón específico y cuando el reloj daba los minutos exactos un sonido interrumpía los murmullos apagados de la gente y las vías quedaban despejadas antes de la llegada de otra máquina. Todo se traducía a números, vías, trenes y fechas de reloj. Entraban y salían los vagones. Todo el mundo tenía tren menos él. El andén que figuraba en su billete no estaba donde tenía que estar. Iba hacia el principio de la estación y empezaba a buscarlo por orden numérico. A veces lo encontraba al principio pero cuando giraba la cabeza para ver la hora o miraba su billete, el número del andén cambiaba. A veces estaba sólo y en otras ocasiones mantenía varios trenes que no se correspondían a su billete. Cuando intentaba entrar un hombre aparecía en la puerta y le impedía el paso. Su rostro estaba desfigurado, sus ojos eran dos oberturas amorfas que caían como lágrimas hacia los mofletes. Pronto se dio cuenta de que todo el mundo era igual. Caminaban como almas atormentadas; sus rostros eran lúgubres en el mejor de los casos. Muchos eran aterradores. Por primera vez podía ver como eran. Veía sus colmillos desgarradores deslizarse entre sus dientes, sus ojos inmisericordes, sus garras afiladas y polidactílicas cerrarse como si sostuvieran el aire que él intentaba respirar. No eran personas, sino monstruos. Conforme era consciente de que ese tren nunca iba a salir, empezó a sentir el miedo por primera vez. El mismo miedo que había cincelado su alma desde pequeño y que después de no ser más que una nota oculta en su música interna, se había convertido en el acorde de su alma. Ya no había tiempo, ni trenes, ni esperanza. Se encogió de hombros y miró hacia el suelo, tenía que buscar una vía vacía para poder escapar, pero sus pies no podían moverse. Su gran temor era cruzarse una vez más con alguna de aquellas miradas diabólicas que lo atormentaban. Pronto se hizo la oscuridad y el hombre dejó de existir.