Esparciré tus cenizas. Índice y notas.
Tiempo hacía que no veía brillar el sol con tanta debilidad. Su áurea luz había sido eclipsada por un halo de turbia neblina y mientras tu voz quedaba silenciada por la fuerza del viento, una corriente de frialdad corría por el valle y se afanaba en alcanzar mi vista, conquistando el vacío dejado por tu ausencia. Así era la vida y así el recuerdo que ahora naufragaba en sueños. Ayer, me llamaron por teléfono. Escuché una voz metálica, aguda, sin brillo ni espanto, que me hablaba de ti y me conminaba a recoger tus cenizas. No podía creer que todo aquello que habías sido y representado ahora quedara reducido al polvoriento recuerdo de los muertos. Como si de una imagen adventicia se tratara, me imaginaba que estabas encerrada en una urna de porcelana, en un almacén sin nombre, rodeada de recuerdos abandonados, sin reclamar. Yo seguía desde mi distancia unido a ti y mi cuerpo perdía el calor tratando en vano de restaurarte, de mantenerte viva en mi imaginación, que poco a poco iba sucumbiendo a las tinieblas. Cuando pensé en aquello mi cuerpo entero sufrió un escalofrío y unas lágrimas se me escaparon cayendo irremediablemente sobre un suelo insensible a los movimientos de mi compungida alma. En el horizonte, el cielo blanquecino se mostraba sin vida, carente de significado. Y mientras, el frío avanzaba llenando cada uno de los recovecos de aquel angustioso valle. Mañana esparciré tus cenizas.
Llegó el día en que por fin te tuve de vuelta. No podía recordar exactamente los pasos laberínticos que me llevaron hasta tus restos. En mi cabeza, son como una neblina resplandeciente, opaca, que no deja pasar las impresiones pasadas, mas sí las proyectivas insinuaciones del miedo. Horas atrás estaba en el coche conduciendo por la carretera que llevaba hasta la ciudad. Luego recuerdo un edificio aprisionado, robusto, cubierto de mármol oscurecido que parecía encajar extrañamente entre superficies metálicas, acero impoluto y luces. No eran luces frías sino cálidas, ráfagas de luces anaranjadas que trataban en vano de anular el halo de fatalidad con había sido grabado en sus más secretos registros. Veía rostros descorazonados, miradas marcadas por el asombro, el miedo y la duda. Todos ellos, grisáceas presencias de una vida consumada que me miraban con la pena que guarda el mundo. Había ancianos, adultos y algún infante que parecía desconocer la realidad, pero entre todas aquellas figuras insinuadas, no pude acertar a ver tu rostro, la angelical mirada que tanto añoro. Y al salir de allí no me dirigí a mi nuevo hogar, sino al lugar donde nuestra luz pareció perderse, al valle que riego con mi pesar.
Hoy el frío parece haber cogido fuerza y aunque la niebla se ha disipado, el cielo está totalmente opaco, como si un incensario hubiera esparcido tus candentes recuerdos sobre el firmamento. Hoy no habrá día con luz verdadera ni noche con estrellas somnolientas, pues toda existencia es amarga y ante tal amalgama de desconsuelo, mi acto de ser queda ensombrecido con el deseo de regresar a la húmeda tierra. Me gustaría volver a sentir tu mirada punzante sobre mi cuerpo, sentir la conexión que tiempo atrás armonizó nuestro paso por el mundo. Ahora, sin embargo, nada tiene sentido. Todo carece del más mínimo valor. Por el valle corre el viento enfurecido de otoño y aunque no hay árboles cercanos que me enseñen sus marchitas hojas, uno puede ver la tristeza en la tierra, en la forma sinusoidal del valle y en los extraños pliegues de los arbustos que crecen alrededor de la casa. Todo me recuerda a la muerte y a la desolación. Con gran pesar contemplo las paredes de aquella desgastada morada. Hace sólo dos meses que no dormimos en sus entrañas y la casa ya parece abandonada durante años. Los bordes de las ventanas se han desgastado, la pintura deslucida de la fachada muestra un hogar marcado por el dolor y las ventanas parecen agrietadas, como si una tormenta de arena hubiera intentado devorar la impoluta devoción de los cristales hacia ella.
Desde aquella fatídica tarde me mudé y no me he atrevido a volver para no enfrentarme a los dolorosos detalles que el destino me tenía guardado. Los pequeños árboles del jardín deben haberse rodeado de harapienta maleza y las flores seguramente se hayan esfumado junto con la felicidad del hogar. Si vine aquí no fue para volver a entrar sino para evocar la promesa de tu conjurado amor, para hacer acto de mis palabras perdidas. Allí sobre el fin del camino, en el mirador que hace ostensión al valle, esparciré tus cenizas. Esa era tu voluntad. Pensé horas atrás que caerían como plomo en el agua estancada, que, en contra de la voluntad del viento, caerían sobre mis pies y se negarían a abandonarme, como si alguna fuerza me obligara a recogerte y no dejarte marchar. Pero no fue así, cuando invertí la urna, tus cenizas salieron sin resistencia y formando una neblina me abandonaron como si tus restos ya no guardaran memoria alguna de mi triste figura. Como un humo, tantearon el precipicio y se evaporaron, algunas cayendo como pequeños granos de nieve sobre la vasta plantación de cerezos, pero otros, se elevaron con candente afán de ser nube. En unos minutos no quedó rastro de tu presencia y el cielo, aunque menos opaco y más traslúcido con la fuerza del mediodía, parecía seguir indiferente a mi sufrimiento. No pude entrar en pánico, pues las fuerzas me fallaron y aunque miré alrededor, sólo vi el vacío que me rodeaba por fuera y por dentro. Sentí de nuevo la ausencia de la conexión que me unía a ti, a la vida y al cielo imperecedero, una conexión que, al quebrarse, había desgarrado mi alma hasta convertirla en un manto de soledad. Te fuiste y te llevaste mis esperanzas y en medio del desconsuelo, no logro encontrarte en el mundo. No dejaste marca ni memoria en la tierra baldía de la que no pudiste despedirte. Hoy te dejo libre. Libre en tu recuerdo del mundo, aunque mi alma siempre guardará tus cenizas.