Dolor ventricular. Índice y notas.
La noche había transcurrida sigilosa sobre los puentes del río del hambre. La falta de consciencia inundaba aquel obnubilado hogar donde la conversación había sido sustituida por la rutina. Él había permanecido durante horas leyendo. Ojeaba libros de poesía, aunque aquella tarde se había decantado por Neruda. Escenas ridículas y variopintas transcurrían por la superficie de una tele silenciosa y pronto se deshizo la luz ante una simple objeción de la voluntad. Entonces permaneció en silencio, recostado en el sofá y algunas lágrimas empezaron a asomar tímidas por debajo de sus párpados. Pensaba en ella, su mujer. Estaban casados desde hacía cuatro años y aunque al principio la relación había sido idílica, pronto habían quedado encerrados en sus respectivos secretos, comunicados única y exclusivamente por los lazos simbólicos que se expresaban a través de las cenas románticas en algún que otro restaurante o las tardes lluviosas donde compartían maratones interminables de series y películas. Él trabajaba desde casa, aunque desde hacía dos meses, había dejado la última empresa para buscarse la vida como autónomo; ella, en cambio, creaba y confeccionaba diseños para una famosa firma internacional de ropa. Trabajaba fuera y a veces, por motivos laborales, podía viajar y ausentarse durante días. La vida transcurría, y mientras él permanecía anclado en memorias lejanas, ella parecía haber configurado toda una vida rica y plena orientada a su crecimiento personal y profesional.
Aquella noche, ella llegaría más tarde de lo que tenía planteado en un principio. Había llamado para avisar. Normalmente él le dejaba preparado el cuarto de baño, con velas aromáticas y un pequeño radiador para que la temperatura fuera ideal. Mientras se bañaba, él le preparaba la cena y luego la acompañaba en el salón mientras miraban la tele o escuchaban algo de música. Pero aquella noche ella iba a llegar tarde; cosas del trabajo. Él sabía de sobra que no era así. Llegaría tarde porque había quedado con su amante, tal como llevaba haciendo las dos últimas semanas. No era la primera vez en los años de matrimonio que llevaban; siete meses atrás habían vuelto a unirse con delicada confluencia después de algunos periodos de aislamiento. Ella nunca le contaba nada, pero él notaba que algo había salido mal con alguien que había conocido fuera del trabajo. Habían sido semanas de profunda tristeza y a ella sólo le apetecía o bien quedarse en casa leyendo o ir al teatro. Semanas después de aquella primera ruptura, alguien debía haber entrado de nuevo en su vida. Él la veía más feliz, notaba su renovada energía y se levantaba todas las mañanas con una espléndida sonrisa en los labios. Atrás habían quedado los días de tristeza. Por su mirada, notaba que estaba enamorada, pues alguien la hacía muy feliz. Antes de salir de casa se abrazaban y ella le apretaba con tanta fuerza que sentía que habían vuelto a los primeros días de matrimonio. Ahora, él ya estaba en la cama cuando escuchó la puerta del hogar y las llaves tintineantes. Alguna vez había tenido la tentación de sacar el tema, de hablar abiertamente de su relación y de lo que él sentía, pero sospechaba que cualquier cosa que pudiera decir sólo podía empeorar la situación de su matrimonio. Tenía miedos, temores muy profundos al abandono, pero especialmente temía cómo podía reaccionar ella si hablaban del tema. Escuchó la ducha durante varios minutos y luego la nevera abrirse en varias ocasiones. Sin embargo, no parece que cenó aquella noche pues entró rápidamente en el dormitorio y se cambio en la más silenciosa oscuridad.
Pronto se recostó a su lado. Él sintió su cabello. Se había duchado con esmero, pero eso no le impedía reconocer el nuevo perfume que llevaba desde hacia unos días. Un perfume caro que se ponía exclusivamente con su nuevo amante, al igual que la ropa nueva y las intimidades que él había podido descubrir en los cajones más secretos del sinfonier. Él se movió en la cama y tocó su espalda; ella se giró y le hizo el gesto para que la abrazara. Hacia ya un año que no tenían relaciones, pero ese gesto de receptividad era lo que él necesitaba todas las noches. Aunque ella llegara tarde en muchas ocasiones o faltara a las cenas, él siempre estaría ahí, preparándole el cuarto de baño, la cena u ofreciéndole esmerados masajes. Viviría con ella para hacerla feliz, para quererla de una manera incondicional, buscando sólo ese gesto simbólico, ese abrazo nocturno, que era sólo cuanto necesitaba para ser feliz a su lado. Algunas veces él pensaba en lo que pasaría si hablaran del tema, o incluso pensó en si sería posible que ella sospechara algo ya que muchas de las veces que ella se había ausentado él ni siquiera había buscado escusas o explicaciones verosímiles. Temía pues su mirada, la reacción ajena y quizá por ello seguramente lloraba durante el día, tras su ausencia, porque no sabía como hablar del tema. A veces pensaba que ella debía saber algo, pues las evidencias a veces estaban explicitadas; otras, sin embargo, ella tenía en los ojos esa mirada como quien quiere decir algo, pero no se atreve. Compartían muchas veces esas miradas de mutuo temor, miradas que, en su intrincada conexión, mantenían un extraño equilibrio de voces silenciadas. Aquella noche, como de costumbre, él prefirió abrazarla y consolarse con su anhelada compañía. Ella cerró los ojos y suspiró, como quien descansa en la seguridad de un hogar. Antes de dormir pasó algo inusual, pues ella acercó su mano a la de él, dándole a entender que aceptaba, más allá de toda duda, el amor que él quería darle.