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Frío en el alma

Frío en el alma

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Frío en el alma. Índice y notas.

Fría era la noche del ser, aquella que debía ser antesala de alguna media esperanza. El vaho emergía fosforescente sobra la inmunda ciénaga en la que se había convertido el viejo río de la gloria. Y sobre aquel manto de oscuridad intangible, una pequeña silueta, enturbiada por la enfermedad, parecía hacer progresos con tal de alcanzar su propio horizonte. Un sonido metálico estalló en la lejanía, continuado por toda una serie de chillidos que no parecían proceder de gargantas benévolas ni de harapientos hombres enloquecidos. La silueta, cabizbaja, se lanzó al suelo y situándose entre los matorrales de la orilla, avanzó lentamente, guiándose por las ruinas del viejo puente esparcido por el río. Una luz asomó inquietante sobre la superficie de aquel lugar y aunque cerca estuvo de alumbrar la sombra proscrita, deambuló sobre la superficie del agua putrefacta para acto seguido migrar hacia el interior, allá donde se podía contemplar todo un mar de tejados ruinosos y casas sin lumbre de vida. El resplandor quedó exiguo, conjeturado en una amenaza ya lejana. Entonces el hombre se posó de nuevo sobre sus fatigadas rodillas y deambuló sobre las viejas piedras. Aquel era en verdad, un formidable puente de los hombres, convertido ahora en simples espolones de la herrumbre humana. En aquellos momentos trataba de mirar hacia el horizonte, imaginando por cuáles de aquellos espacios su invitado haría acto de presencia. Se sentó sobre la superficie desgastada de la piedra y esperó con parsimonia los minutos restantes. No le importaba ya que la luz volviera, pues las fuerzas le habían abandonado tanto que ya no pensaba que podría escapar una segunda vez. Hacía dos días que no probaba bocado y aunque todavía tenía una vieja cantimplora repleta de agua, no podía dejar de pensar en la superficie de aquellos ríos. Todo se había corrompido, cada una de las cosas que había sido sagrada tiempo atrás, ellos lo habían destruido. Y si aquella blasfemia no había sepultado todavía las últimas de las dignidades humanas, cada día el sol asomaba con menor fuerza hasta el punto que éste ya no hacía acto de presencia todos los días, pues cada cinco ciclos lunares, dos permanecían en la más insondable penumbra. Y sus manos eran testigos de la falta de la luz del mundo, pues la artritis reumatoide se iba cebando con él y sus huesos crujían ya de espanto cuando aquellas noches sin luna se empezaban a acercar. Las temperaturas bajaban y la vida, se hacía cada vez más difícil de soportar. Un día él llegaría, el Mesías. Añorado, reclamado por los corazones humildes, haría su aparición y el sol renacería para alumbrar su camino. Él bajaría de los cielos al fondo de los océanos y emergería con el símbolo de la aurora. Su advenimiento parecía cada vez más lejano, pero su historia quedaba atestiguada por el fuego de las brasas. Los supervivientes calentaban allí sus manos y no eran ya pocos los que veían en sus brasas, la señal de su advenimiento. Él desterraría a los hijos de la herrumbre, devolvería el viento al sol y purificaría las aguas, desterrando para siempre el mal que asolaba al mundo.

Pensar en aquellas leyendas le permitía dormir mejor. Siempre que el sueño se apoderaba de su abatido cuerpo, pensaba que quizá mañana algo extraordinario podía ocurrir. Y con esa sensación de bienestar se dormía y reunía las fuerzas necesarias para seguir un día más. Las antiguas ciudades se habían vuelto el infierno encarnado y todavía tiempo después del fin, incluso los pueblos más deshabitados, eran continuamente hostigados y derribados por aquellos seres nauseabundos. Él había sobrevivido en medio de varios barrios periféricos situados cerca de una pequeña ciudad; con el bosque cercano y varias millas de carretera sin asfaltar podía deambular entre las ruinas de las viejas fábricas, protegiéndose en aquellos edificios cuando venía la lluvia ácida y escondiéndose en los alcantarillados cuando aquellos otros seres luminosos hacían su aparición. Tenía a su disposición varias cisternas de agua potable y a través de un pequeño grupo de supervivientes habían podido sobrevivir durante varios años, recolectando bayas del bosque, plantando furtivamente entre las cenizas y realizando incursiones a la pequeña ciudad con tal de hacerse con conservas y materiales de interés. La resistencia había sido fútil y ya los hombres evitaban cargar con armas pesadas, pues toda resistencia armada era inútil contra unos seres que se alimentaban del propio miedo. Todos los que disparaban morían amordazados por espantosos dolores y aquellas luces extrañas, que se disponían desde alturas incuestionables, podían alcanzar un círculo con algo más de una docena de yardas. Los que se exponían a su extraña influencia quedaban paralizados y gritaban hasta quedar petrificados de dolor; luego caían al suelo y de su piel brotaban extraños pliegues que hacían que todo su cuerpo se descarnase, muriendo al instante entre lastimeros sollozos. Sin embargo, Patrick tenía el conocimiento certero de que alguno había sobrevivido y aunque nunca habían podido corroborar más de un caso, lo que intuyó es que aquella luz debía alterar también el espíritu de los hombres, porque el único superviviente que había visto, había huido despavorido al recomponerse, siendo incapaz de reconocer las voces de sus compañeros y perdiéndose en el bosque, nadie jamás lo volvió a ver.

Cuando empezó a pensar en su pasado, un cambio repentino en el viento le alertó. Se puso de pie y nervioso, trató de analizar furtivamente el agua. Los breves vaivenes de la superficie no se hicieron esperar y pronto aquellas vibraciones remotas fueron acompañadas de dos somnolientos remos que trabajaban en la lejanía. El mensajero había llegado, tal y como había sido establecido. No hubo luz que alertó de su llegada, pero un extraño aroma a sándalo le inspiró la confianza necesaria para actuar. Con una simple respiración, alertó al viajero y éste redirigió la nave hacia el lugar preciso. No se podía hacer ninguna especie de ruido innecesario y todo aquello que sonara más que un simple resoplido, podía alterar el futuro de aquellos dos. El barquero era fiel servidor de sus reflejos y curtido en el extraño lenguaje del mundo, entendía a la perfección por dónde tenía que navegar. Era tan inverosímil verlo navegar tranquilamente por el agua que nadie alcanzó nunca a comprender por qué su naturaleza podía esquivar todos los peligros. Él simplemente permaneció en silencio y dejando de maniobrar con los remos, dejó el tiempo necesario para que su objetivo subiese a la barca. Patrick aterrizó en el centro de la embarcación y se sentó atemorizado por el dolor de sus articulaciones. El barquero hizo un gesto indistinguible y girándose levemente le señaló uno de los sacos. Patrick, tanteó el bulto y aflojó las cuerdas hasta hacer visible su interior. Era una hogaza de pan y junto a ésta, había una rosa. Aún con el alma desalentada por el hambre, esperó durante unos instantes antes de hincarle el diente. El barquero se giró nuevamente y le reiteró su aprobación. Luego, sólo quedó tiempo para que ambos comprobasen cuál era el vacío del alma humana. El hambre no tenía fin.

El barquero desvió de nuevo la barca. Ahora el fluir del río se notaba en cada vaivén. Habían salido del agua estancada y procedían a pasar por el antiguo tramo del río, aquel que, durante la industrialización, había sido modificado. Pronto pasarían por algunos nuevos puentes hechos trizas y verían la ciudad de cerca. Patrick sintió un miedo visceral. Dos siluetas traspasando el río a medianoche podían ser hábilmente percibidas por los merodeadores de la ciudad y más si hacía su aparición alguna de aquellas luces infernales. Pero el hombre, leyendo la mente de su invitado, se volvió a girar y le dijo con tranquilidad «No temas, amigo del hombre, que sólo los buenos de corazón pueden ver mi presencia». Y en esto, otro estallido metálico sonó como la otra vez, alimentando unos aullidos sobrehumanos que se sucedían como los truenos a los relámpagos. Esta vez, los sonidos estallaron cercanos y el viajero pudo ver la procedencia de aquellos alaridos. Vio aquel puente de colosal envergadura atravesar colérico el firmamento, como una violación de las leyes naturales que, enfrentándose al propio cielo, dejaba el minúsculas la historia del ser humano. La estructura atravesaba la ciudad, tomaba apoyos inmediatos con extrañas columnas oscuras que bien parecían espirales y éste marchaba en recto ademán hacia el horizonte montañoso de la sierra. Desde su escondrijo no podía haber visto aquella oscura edificación ni, aunque el sol brillara con renovado tesón, pero lo que más catapultaba su imaginación era la singular motivación de aquellos seres para edificar sobre las ruinas de su moribunda civilización. El barquero se lo enseñó, señalando el cielo que bien parecía observarlo todo. Pudo distinguir desde aquella distancia, pequeños cúmulos de luz, como antorchas adormecidas que brillaban desafiantes al viento. Y en medio de aquel reducto de materializado odio, una extraña procesión de personas que se dirigían hacia un fin. Tal era la naturaleza de aquellas carnes o vestidos, que se hacían indistinguibles al tenebroso andamiaje del petril. «Y donde irán, pensó hacia sus adentros», pero su pregunta fue respondida por sus propios estímulos, porque siguiendo la camuflada vía del firmamento nocturno, vio que ésta terminaba en la montaña, en las puertas de lo que parecía ser una construcción mayor, una estructura con una oscuridad tal que parecía distinguirse del propio manto nocturno por su vileza, malicia y crueldad. Animado por la curiosidad y del desconcierto, se atrevió a levantar tímidamente la voz, en un susurro insinuado.

– ¿Qué es aquel espacio infernal, tan oscuro y perverso que mis ojos no pueden escudriñar?
– Ese es, mi más preciada alma –contestó el barquero– el lugar donde nos dirigimos. La catedral de los impíos, la llaman.

Y entonces una especie de luz nocturna, semejante al brillo espectral de la luna, iluminó su rostro, desvelando lo que siempre había estado en el más remoto misterio. La cara del barquero estaba totalmente desfigurada por el dolor, su cara tenía los pómulos agujereados y una docena de gusanos se movía en su superficie corrompiendo la poca parte que le quedaba de humanidad. Sin embargo, tras aquellos oscuros ojos vidriosos y apagados, había algo que le reconfortaba y le daba paz, algo que le resultaba familiar y que le impedía en todo momento caer presa del miedo. Era la mirada de quien no contempla con los ojos materiales, sino a través de la luz natural del alma humana.

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