La frecuencia 1420. Índice y notas.
Todo empezó en una noche de octubre. No podía dormir y algo en mi interior me hacía pegar vueltas constantes sobre mí mismo, tratando en vano de adquirir una postura perfecta para el reposo. Unos extraños pitidos empezaron a sonar, ininterrumpidos, siguiendo un patrón extrañamente singular. Al principio no parecían tener ninguna realidad palpable, pero a los cinco minutos empezaron a resonar en mi interior, animados por un extraño eco agenciado en mi ser. No tuve más remedio que despertarme y tratar de ver la hora. El reloj se había estropeado. Sobre su pantalla cristalina no había números del sistema decimal, sino una serie de letras invertidas que parecían sacadas de algún libro de matemáticas. Aquello denotaba que algo en el mundo entero se había salido de su camino y que el equilibrio se había visto comprometido; hace meses que llevaba advirtiéndolo y nadie me hizo caso. Incluso trataron de convencerme para que tomara una medicación específica que me hiciera dormir, pero mis ojos no podían bajar la guardia y mis sentidos debían estar siempre atenta porque sabía que tarde o temprano ellos volverían a hacernos daño y que, si no actuábamos, nos convertirían en maíz.
Y ahora que todos podían ver aquellas luces cegadoras otear el horizonte, era demasiado tarde. La humanidad entera había escuchado las señales y desprevenidos como yo, habían sucumbido a la transformación. Quise advertirles o gritar desde mi habitación, pero sólo pude contemplar desde el silencio más cobarde como la gente volaba. Salían despedidos de sus casas, somnolientos, inconscientes y eran engullidos por máquinas que mancillaban las nubes, llenas de tubos y embudos que se movían atravesando toda la estratosfera. Quise atinar a ver dónde residían los límites de aquellas colosales infraestructuras, pero la noche me impedía ver su final; éstas, con la reinante oscuridad, parecían llenar casi todo el horizonte y sólo dejaban ciertos resquicios donde podían verse las estrellas y cientos de naves revoloteando en lugares muy lejanos. Luego vino la lluvia, pero no era agua lo que chocaba contra mi ventana sino granos de maíz. La transformación ya se había iniciado. Convertían a las personas en maíz y luego se marchaban a sembrar otro mundo y una vez ese maíz arraigara y tomara fuerza, la naturaleza del hombre volvería a su estado original, que era el mundo de las plantas. Pero a través de la frecuencia 1420 supe que podía salvar a la humanidad, sólo tenía que llegar donde ellos no podían entrar, en la biblioteca y reordenar la frecuencia del mundo.
Salí así en pijama, en bata y con mis zapatillas en forma de cabeza de cocodrilo. Fuera se escuchaban gritos y explosiones. La artillería humana bombardeaba el cielo y lanzaba veloces cohetes contra aquellas infernales máquinas; pero el resultado era desmoralizante, ellos golpeaban con más fuerza y lanzabas esporas sobre nuestra ciudad, una especie de uvas gigantescas que al explotar hacían desaparecer la realidad; pero lo más funesto no era ver como quedaban vacíos en la propia existencia, sino cómo cuando los nuestros alcanzaban alguno de sus objetivos, nuestra victoria se convertía en derrota, pues cuando una de aquellas máquinas cayó fulminante del cielo, se incendió y arrojó un manto de palomitas sobre las calles. Nadie era consciente de que aquel manto de calorías sería nuestro futuro si perdíamos la guerra. Así pues, corrí con fuerza y me apresuré a entrar en aquel edificio público. El interior estaba lleno de gente durmiente, tubos y engranajes. Haciendo uso de una linterna que encontré en el suelo, vagué por aquellos pasillos llenos de camillas y prendas harapientas y encontré la gran turbina, aquella que podía alterar la frecuencia de la humanidad. Haciendo uso de mi memoria, gire la rueda y la coloqué de tal manera que la flecha señalara el 1420, la frecuencia que tenía grabada en mi cabeza. Cuando lo hice, un enorme chasquido sonó en el techo, las turbinas empezaron a emitir vapor y el polvo empezó a caer del techo hasta cubrirlo todo. Al estornudar, todos despertaron y los gatos empezaron a chasquear las lenguas, afónicos y somnolientos. Fuera, una manada de jirafas unicornias corría en tropel sobre la calle mayor. Las estructuras cayeron del cielo convertidas en mera chatarra y una lluvia naranja cubrió la tierra, como si aquellos invasores se hubiesen convertido en zumo. No quedó rastro de ellos, más que las ruinas que nos sembraron. Fuera, el sol volvía a salir por el horizonte, pero esta vez lo hacía por el oeste y la humanidad entera, salvo algunos supervivientes, se había convertido en un campo de maíz. Éste crecía rápido y a las dos semanas, alcanzaba la altura ya de una persona. Yo caminé somnoliento por las calles hasta que vi que tarde o temprano todos terminaban convertidos en maíz. Los que no lo eran, se convertían al instante nada más probaban la carne de sus antiguos compañeros. Entonces decidí que era el momento de dormir, pues sólo el sueño es capaz de contrarrestar la realidad. Si hubiera tenido un átomo de silicio, habría podido experimentar con la cura, pero vi que tarde o temprano, hambriento y harapiento, sólo tenía dos futuros, o bien convertirme en maíz o desfallecer de hambre. Así pues, decidí completar el círculo y cambiar mi propia frecuencia. Busqué por la tierra el átomo y después de varios días de agonía lo encontré. Era como una patata gigante, áspera y con hebras escamosas. Al engullirlo, caí dormido en un plácido sueño y los soñantes despertaron al unísono, transformándose de maíz a humanos.
Toda la humanidad volvió a su antiguo estado, aunque nadie fue consciente jamás que su naturaleza realmente no había vuelto a un estado previo, sino que había avanzado hasta un nuevo nivel. Todos encontraron al hombre allí tumbado, eternamente soñando en un vasto campo de maíz recién recolectado. Nunca supieron que aquel hombre los había despertado de su antigua naturaleza, pero aún así, lo desplazaron y lo colocaron sobre la vieja biblioteca, rodeándolo flores y piedras preciosas. No supieron el por qué de su decisión, pero por intuición entendieron que debía ser allí donde residían los durmientes que ya jamás iban a despertar.